Perdimos el mar, hemos ido perdiendo la tierra y estamos haciendo oposiciones para perder el cielo
Teníamos el Estado. Derramamos mucha sangre, mucho sudor y muchas lágrimas para que ningún Luís, ni siquiera un tal Bárcenas, pudiese mantener nunca más a un pueblo con los huevos de corbata.
Hemos llevado reyes a la guillotina, zares a tumbas sin nombre, dictadores a la horca, nazis al banquillo de los acusados en Nuremberg, revoluciones francesas, guerras de secesión y revoluciones de octubre hasta sus últimas consecuencias, intentando siempre, con mayor o menor acierto, que el Estado empezásemos a ser un poco nosotros: el mayor número posible de habitantes de la tierra.
Y, sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos a lo largo de la historia, el Estado se nos desvanece de nuevo como garantía de la soberanía del pueblo. Los políticos lo han ido vendiendo a pedazos a los nuevos aristócratas de las finanzas, a las nuevos mercaderes de Venecia, a los nuevos cortesanos de un mundo que agoniza en Bruselas, a los nuevos corsarios de las agencias de clasificación, a los nuevos validos de la factoría Forbes, mientras el discreto encanto de la burguesía impregna las páginas de historia contemporánea de melancolía y, la clase media, ése gran invento sociológico de occidente, encoje a marchas forzadas bajo la lluvia fina de la codicia, de la ambición enfermiza, de la sumisión de los gobernantes, de la corrupción contagiosa y de la epidemia global del instinto de autodestrucción de la especie humana.
Éramos pocos, le hemos cedido a la decadente Europa tecnocrática poca España: nuestra hegemonía en pesca, nuestro potencial agrícola, la mosca cojonera de nuestra industria naval, vergonzantes jirones de soberanía constitucional, carne humana laboral en masivos sacrificios a Bruselas, donde «los dioses deben estar locos», y encima le queremos cortar las alas a IBERIA.
Un país que recibe al año 60 millones de turistas, cuyos ingresos representan el 10% del PIB, resulta que le cede amablemente su estratégico espacio aéreo a los nuevos corsarios de su Graciosa Majestad la Reina de Inglaterra. De nuevo tropezamos con la misma piedra de la funesta Armada Invencible. Perdimos el mar, hemos ido perdiendo la tierra y estamos haciendo oposiciones para perder el cielo.
Luego que no venga García-Margallo a hablarnos de la «marca España», ¿eh? Si teníamos un logo universal, eran esos miles de suspiros de España voladores que esparcían por el mundo el más rentable y productivo «efecto llamada» jamás contado.
Para mí que al pusilánime ministro Soria y la servicial ministra Pastor, que progresan adecuadamente en su doctorado cum laude en el «Principio de Peter», la patera común les debe parecer una magnífica alternativa low cost para mantener las envidiables cifras de pasajeros atraídos por el irresistible influjo de la piel de toro.
Pero, ahora hablando en serio. IBERIA es un bien de Estado. En el sentido accionarial de la palabra, con su 12% de participación a través de Bankia, y desde la óptica estratégica político-económica.
Una IBERIA raquítica, anoréxica, pone en serio peligro de inmuno-deficiencia al sector turístico español. Lo deja a los pies de los caballos de líneas aéreas y tour operadores siempre dispuestos a urdir una nueva «leyenda negra» Lejos de mí la funesta manía de establecer odiosas comparaciones, oye.
Pero IBERIA es un poco para el turismo español lo que la dichosa rodilla para Rafa Nadal. En todo su esplendor, ambas articulaciones, la de la movilidad turística y la de la movilidad anatómica, garantizan puestos de honor en el ranking. Sólo que, Rafa, en su sabiduría, apuesta una y otra vez por la rehabilitación, y no como el gobierno español, resignado a permitir que le implanten una prótesis barata comprada en los chinos.
Te digo más. El intento del Presidente de la Compañía, Antonio Vázquez, de acojonar al personal con el millón de euros al día en concepto de pérdidas (365 millones de euros al año), le habrá parecido una demagógica arma antiaérea infalible para derribar a Iberia. Pero en realidad es fuego amigo. España ni siquiera está entre los diez países que más dinero invierten en turismo en el mundo. Y, sin embargo, ocupa el segundo lugar entre los países que más dinero ingresan por ese concepto.
Aproximadamente 52 mil millones de euros del ala al año. Si París bien valió una vez una misa, el turismo español bien debería valer 365 millones para controlar el espacio aéreo turístico. Con algunas cosas es que no se juega, hombre. Con el pan, como decían siempre nuestros abuelos. Con IBERIA, que le da precisamente pan, trabajo directo y trabajo indirecto a tantos españoles.
¡Estamos jodidos, chico!, dicho sea sin ánimo de transgredir el horario infantil. Claro, como nuestros gobernantes son incapaces de hacer volar su imaginación, han decidido que IBERIA no les deje en evidencia haciendo volar tantos aviones. Es el colmo del síndrome de colonia que se ha instalado en La Moncloa. De la cesión indiscriminada de soberanía.
De esas costumbre histórica de enviar nuestros barcos y ahora nuestros aviones a luchar una y otra vez contra los elementos ingleses. ¿De verdad vamos a desmantelar IBERIA, columna vertebral de nuestro turismo, por 365 millones de euros al año…? Eso y mucho más se lo meriendan nuestras televisiones autonómicas, nuestros delirios arquitectónicos, nuestros inútiles chiringuitos oficiales, las embajaditas autonómicas ornamentales, los AVES que no cesan, las financiaciones de los partidos, los oscuros paraísos fiscales y todos los sumideros carpetovetónicos por los que desaparecen mareantes cifras sin retorno.
¡Qué error, que inmenso error cortarle las alas a IBERIA, o sea, cortarle las alas a España! Ponemos el sol, la mano de obra barata y ahora quieren que pongamos también el culo aéreo. Este gobierno, este país, debe estar loco, loco, loco, si permite que se desvanezca la denominación de origen IBERIA en el espacio aéreo turístico en el que casi todas las rutas conducen a España.