Creo que no exagero si digo que, desde la Transición hasta hace un par de años, se ha venido poco menos que haciendo la pelota a la clase política. Pero, actualmente, es al revés: se le da leña a diestro y siniestro.
Y, aunque pienso que es más merecedora de lo segundo, no me parece justo ni conveniente que se generalice. Y no me parece justo porque, evidentemente, no todos los políticos son iguales, aunque también se pueda recriminar a los buenos por sus omisiones (haber permitido o silenciado las fechorías de los otros).
Tampoco me parece que la generalización sea conveniente, porque con ello lo que se consigue es diluir la culpabilidad de los malos. Al repartirla entre todos, los culpables «tocan» a menos, se camuflan mejor, pueden recurrir al «como todos lo hacen…», etc.
Y, respecto a cada político en particular, tampoco conviene generalizar, pues unas veces propondrá medidas que habrá que afear y otras, medidas que convendrá aplaudir. He aquí un ejemplo bien elocuente: desde hace tiempo existe un clamor pidiendo algo tan lógico como que se pueda estudiar en español en España, pero cuando aparece un ministro que, agarrando el toro por los cuernos, trata de hacerlo, los del clamor no hacen más que poner pegas.
Unos porque, lastrados por su ideología, no están dispuestos a que se toque ni una sola coma de las leyes educativas que, como todo el mundo sabe, nos han llevado a los últimos puestos en educación; y aunque vean claro lo del idioma, no lo apoyan porque les molestan otras propuestas del ministro, como la de las pruebas externas (¡con lo bien que vendrían!).
Otros, lastrados por cierta pardillez, dicen que no es el momento oportuno, ¡cómo si hubiese alguno que lo fuese para los nacionalistas!. ¿No sería mejor apoyar unas medidas y oponerse a aquellas otras con las cuáles no se esté de acuerdo? Lo cierto es que, entre los unos y los otros, el pobre Wert aparece entre los ministros peor valorados. Luego, !nos quejamos!¡Asombroso!