Las ideologías no han muerto, aunque seguramente no son las mismas que eran hace unas décadas
Esperanza Aguirre tiene la costumbre, rara en los políticos de 2013, de decir lo que piensa sin temer las polémicas.
En la primavera de este año las muertes del símbolo socialista Hugo Chávez y de la referente liberal Margaret Thatcher han coincidido con un debate bastante artificial entre los partidarios de gobernantes sin ideología, simples solucionadores de problemas a corto plazo, y los de políticas hechas con una clara lealtad a valores, principios y proyectos.
La líder madrileña del PP nunca ha ocultado ser liberal en su formación, en sus ideas políticas y en sus preferencias económicas y hasta culturales; pertenece al mundo de Thatcher y no al de Chávez, y el pasado día 10 de abril de 2013 en la Bolsa de Comercio de Rosario, Argentina, volvió a defender la vigencia del liberalismo y su creencia en la superioridad de «los postulados liberales en política y en economía».
Y subraya Pascual Tamburri en ‘ESD‘ que lo más importante que Aguirre ha puesto en la agenda de los demás políticos no es el liberalismo, sino la idea misma de que la política bien hecha se hace desde la coherencia con las propias ideas.
Sean éstas las que sean, el buen político es el que es fiel a sí mismo y a los ciudadanos que le dan su confianza cumpliendo no con una agenda limitada de promesas sino con una visión general de las cosas; y el mal político no lo sería tanto por fracasar, sino por carecer de unos valores de referencia o por traicionarse a sí mismo renegando de ellos.
En este sentido muchos esperan con interés lo que diga Esperanza Aguirre el día 18 de abril, de nuevo en Madrid, en la presentación del libro Don Antonio Fontán Pérez. El Espíritu de la Política, de Arturo Moreno Garcerán.
No porque Fontán fuese un liberal en una España que distaba mucho de serlo, sino porque la moda durante unos años ha sido, al estilo de Mario Monti, preferir en política técnicos supuestamente eficaces y supuestamente desideologizados, renunciando a la coherencia y a los contenidos fuertes, como si los valores políticos fuesen necesariamente causa de fracaso político.
Algo que sólo discípulos muy aventajados de Pedro Arriola pueden sostener hoy en España, con la que está cayendo.
No sé cómo se llama el Arriola de Alfredo Pérez Rubalcaba, pero el cortoplacismo vigente en el PSOE, su entrega al activismo radical y su desesperanza y división parecen tener mucho que ver con un vaciamiento ideológico que no es cosa de hoy.
Tras un siglo XX terrible y doloroso, hacia 1990 se puso de moda hablar del «fin de las ideologías».
Ese fin, que implicaba para muchos la unificación del mundo entero con la victoria del liberalismo político y del capitalismo económico, no ha llegado. No está ni se le espera, porque las ideologías, esas viejas herederas de los tres últimos siglos de nuestra historia, siguen presentes en este siglo XXI.
Hay diferencias ideológicas entre políticos; hay ideologías parcial o totalmente opuestas en distintos partidos y grupos; hay países gobernados en direcciones completamente divergentes; hay atisbos de nuevas ideologías que se unen a las anteriores o que las reemplazan.
Las ideologías no han muerto, aunque seguramente no son las mismas que eran hace unas décadas, ni tienen los mismos nombres, ni el mismo aspecto, ni quieren tenerlo. Pero sigue siendo necesario entender su papel en la política.
Ya Daniel Bell habló al final de la Guerra Fría de El fin de las ideologías, pensando más en un progresivo acercamiento entre las principales ideologías y el aplastamiento de otras hasta llegar a eso que llaman, y que sigue existiendo, pensamiento políticamente correcto.
Lo políticamente correcto ha supuesto una renuncia colectiva a pensar y una aceptación de que el político, siempre que gane elecciones, tiene legitimidad para todo. Ya hemos visto dónde lleva eso. Un paso más allá fue el ahora muy olvidado, pero siempre influyente, Francis Fukuyama, que creyó nada menos que en El fin de la Historia.
Con el triunfo del individualismo moral, del estado de bienestar, del liberalismo económico y de la democracia formal, con el pensamiento único de un Nuevo Orden Mundial, ¿habría terminado el mundo de las ideologías?
No sólo estamos viéndolas cada vez más vivas, sino que la misma negación de las ideologías, el mismo pragmatismo de los técnicos que buscan sólo ganar elecciones y parchear problemas sin pensar en el mañana, es en sí mismo una ideología, en la que se unen aspectos del capitalismo y del socialismo, y no precisamente los más amables.
Aguirre cree «que las crisis encierran, para los políticos, las mejores oportunidades para llevar a cabo las reformas que no se atreven a acometer en periodos de bonanza», aunque «para llevar a cabo esas reformas son necesarias convicciones firmes y coraje para tomar decisiones incómodas».
Sin convicciones profundas, sin una visión del mundo, no se toman medidas que vayan mucho más allá de lo inmediato. La verdadera cuestión no es si la solución está o no en el liberalismo, puesto que en la misma derecha hay muchas opciones posibles, sino si se quieren políticos coherentes y con una agenda y un modo de ver las cosas conocidos o si se prefiere otro tipo de gobernantes.
Claro que «es siempre más fácil recurrir a lo ya sabido, aunque haya fracasado mil veces, que apoyarse en los principios y tomar decisiones valientes». Una Gran Política con ideas, ante pequeñas políticas sólo con intereses.
Hay una consecuencia no precisamente menor de la renuncia a la valentía política; los políticos pequeños, los políticos miopes, los políticos sin ideas grandes y coraje para emprenderlas, tienen una tendencia mucho mayor a ser corruptos. Y eso es algo que la política española, pero también la italiana, la venezolana, la británica incluso y la argentina, han demostrado sin cesar.
El oportunismo político (un falso realismo demagógico, eterno refugio de cobardes), la pasividad y la renuncia a las que fueron o pudieron ser las ideas de uno limitan con el populismo, basado en hacer o no hacer según sople el viento de los medios, de los escarches o de los votos.
Mientras que, como recuerda Esperanza Aguirre, «en los momentos de crisis como los que atravesamos, se hace más necesario que nunca que los políticos tomen sus decisiones de acuerdo con sus principios».