España tiene un problema con el lenguaje en Cataluña, que envuelve con brillantez ideas nefandas en una bisutería lírica sin igual. En algunos patios de los colegios públicos de Barcelona un cartel reza ´Aquí se juega en catalán´, como si el fútbol, la peonza o el baloncesto necesitaran de precisiones lingüísticas ajenas a la ternura púber.
Y ahí empieza todo, en esa grosera manipulación del habla cotidiana, una vieja estrategia descrita igual de bien, de palabra u obra, por Goebbels o Chomsky. Así hemos llegado a que lo que apenas es una minoría exigiendo algo ilegal por métodos ilegales parezca un ejercicio de democracia como no se veía desde la lucha contra el apartheid.
Y así hemos llegado, también, a que la mayoría, la ley y la democracia -47 millones de ciudadanos iguales, una Constitución para convivir y unos cauces de expresión y decisión perfectamente regulados ya para todo- se presenten como un frío tecnicismo totalitario de una panda de centralistas tecnócratas.
A un lado, en fin, Nelson Mandela con barretina y un pueblo sediento de libertad y, al otro, un señor de Pontevedra con aspecto de gobernador civil franquista que no representa a nada ni a nadie pero controla el aparato de represión.
Con, o contra el nacionalismo catalán o vasco, ocurre un poco como con Podemos: no hay un relato alternativo igual de apasionado que enlace el discurso de los líderes políticos con la necesidad de la gente, mayoritaria, de sentirse reconocido en algo comprensible.
Esa derrota se percibe en el pavoroso silencio del presidente del Gobierno tras el 9N (por fin hablará este miércoles en La Moncloa) y en la abracadabrante reacción del jefe de la oposición a título de líder del PSOE: mientras el 3,8% de la población española desafiaba al Estado de Derecho sintiéndose los hindús de Gandhi frente al colonialismo británico; al 96,2% restante le llegaba o el ruido del silencio presidencial o la bajada de pantalones de su alternativa, como si salvo enviar los improcedentes tanques no hubiera nada que hacer o decir, democrático y decente, frente al desafío.
De Rajoy sólo se puede decir bueno que él no es el único responsable del despropósito y que, para haber llegado aquí, ha sido indispensable un largo, sostenido, ingenuo, bienintencionado y perfectamente inútil ejercicio colectivo de estupidez endémica ante el nacionalismo.
Al menos desde 1978 España, la fascista España; ha perdido la zona que hacía célebre a Quevedo hasta de espaldas por integrar a quienes se sentían distintos pero sólo eran complementarios, con un esfuerzo por reconocer y ensalzar los símbolos, las emociones, la lengua, la cultura y hasta el bolsillo de quien, a cambio, se ha limitado a acuñar entre los suyos un mensaje intelectualmente devastador: la única manera de ser un buen catalán -o vasco-, es ser a la vez un mal español.
Sólo así se entiende que cuanto más se ha dado, más nos hemos alejado, hasta llegar a un punto de difícil retorno si no se entiende algo básico: no se pueden desandar en un día 38 años de intoxicación nacionalista, pero un buen comienzo puede dejar de ser tenerle tanto miedo a defender la mayoría, la soberanía y la ley sin dar explicaciones a quienes, siendo muchos menos y teniendo muchas menos razones, fabulan y se aplican un código legal y moral a la carta que según su arrogante entender no necesita el plácet de nadie.
Si por dos veces el Tribunal Constitucional reprobó el 9N original y su sucedáneo y, al final, la gente pudo votar con un censo y un despliegue similar a las jornadas de pesca de Franco -a uno le ponían salmones en el anzuelo; a Mas papeletas en la urna de cartón-; no se puede sostener que estamos mejor que yo.
Ni tampoco que hay que dialogar algo o reformar nada a lo loco, de nuevo con la prenda textil conocida por pantalón a la altura de esa innoble porción de la pierna llamada pantorrilla; con quien al menos es sincero en su desvarío: quizá los enviados especiales del PP y del PSOE a los encuentros en la troposfera con CiU se hayan creído que todo es postureo y por eso tragan o dicen tonterías; pero en la práctica en Cataluña alguien va a declarar la independencia unilateral, antes o después, por lo civil o por lo militar. El nacionalismo pega y pega y pega y pega y pega; con la misma soltura con que sostiene que existe la persecución del catalán mientras prohíbe estudiar en español en un colegio público. Y cuando termina rompiéndose la mano, se queja y te denuncia exhibiendo un impostado parte de lesiones.
Puestas así las cosas, el único simulacro vigente es el de los dos grandes partidos, que juegan la partida como si en Cataluña todo fuera teatro y, en cualquier momento, eso fuera a quedar claro. Artur Mas ya no tiene otro remedio que competir en independentismo con Junqueras por sobrevivir; y a Junqueras no le importa una Cataluña más pobre con tal de que no sea por más tiempo española.
Mientras uno ya no puede retroceder, el otro no quiere hacerlo y dos millones de catalanes piden la independencia; en España se gestiona el reto como si fuera un fenómeno atmosférico pasajero: igual que tras el invierno llega la primavera, deben pensar Rajoy o Sánchez Castejón; tras el butifarréndum volverá el seny. Un poco de dinero y algo de mimos y Cataluña volverá a buen camino.
No se enteran de que este camino es irreversible y de que el mal alimentado durante cuatro décadas de sonrojante inflación del simbolismo catalán y de humillada deflación de la presencia española allí vive ya el desenlace.
Y sólo hay dos finales. O se acepta lo que diga el 3,8%; o se aplica lo que representa el 96,2%. O se empieza a defender que la democracia no es prefabricar leyes y censos bananeros; sino aceptar las vigentes y entender que cualquier cambio es viable si se respetan los cauces y se convence a las mayorías y perseguible si se ignora; o se acepta la independencia.
Porque si a alguien hay que explicarle que respetar los procedimientos, se piense lo que se piense, es básico para garantizar una democracia digan de tal nombre, es que nunca lo va a entender. Por eso la primera disputa, a la que España llega con retraso, es la lingüística: no comprar, ni siquiera para replicar, el perverso enfoque retórico del nacionalismo.
Y verlo como lo que es: una minoría -dos millones son mucho, pero ni alcanza al 5% de los 45 millones de españoles restantes- imbuida de una inexistente legalidad autoconcedida que intenta transformar sus emociones, inducidas durante lustros por una propaganda orwellliana, es una ley superior a la que vincula a todos.
Los fascistas, en fin, son ellos, por muchas canciones de Lluis Llach que entonen. Los que tienen que convencer al resto, también son ellos. Y los que tienen que entender que en la ley no acaba todo pero sí empieza, son ellos igualmente.
Una cosa es no enviar tanques y otra, bien distinta, permitir que el reverendo Jim Jones y su tropa de la Guyana -recuerden que las ceremonias psicotrópicas colectivas siempre acaban con ingesta masiva de cianuro- se crean con derecho a enviar los suyos a la ribera del Manzanares.
Posdata. No se trata de fabular con mercancía peligrosa. Pero supongamos que, por razones tan obvias como que una inmensa mayoría de españoles así lo quiere, nada cambia con Cataluña: ni referéndum ni reforma constitucional -que suena a prometerle bombones a tu pareja cuando quiere divorciarse- ni, incluso, un pacto fiscal que sólo sería decente y posible si pasara por elevar la financiación catalana, madrileña, valenciana o balear reduciendo la vasca o navarra; pues difícilmente puede hacerse algo así a costa de las comunidades de menor renta.
¿Qué ocurriría llegado a ese punto? Si las únicas respuestas son una revuelta callejera, la violencia social y la desobediencia civil es obvio que la única manera de contentarles sería darles lo que exigen. Y como es no es ni posible ni legal ni justo ni viable, lleguemos al desenlace: hay que hablar y actuar con la misma rotundidad que los independentistas, con la diferencia de que somos más, tenemos más razones y nos protege y obliga la ley.
Y si no les gusta, que hagan como los niños cuando dicen aquello de ´Me enfado y no respiro´. En algún momento habrá que decir basta, pues.