Que en la Casa Real soplan nuevos aires es algo que nadie en su sano juicio se atrevería a negar. La llegada de Felipe VI ha supuesto un cambio evidente en las formas y, sobre todo, en la percepción que los demás tenemos sobre el monarca. Se dice, con acierto, que uno de los artífices de ese cambio es la reina Letizia. Al fin y al cabo una plebeya llegada a reina, más de izquierdas que de derechas según los que la conocían, tiene necesariamente una visión mucho más realista de lo que piensa la gente que su marido, educado y criado en la élite, no en la calle.
Su mano se aprecia en cada decisión; incluso el mayoritariamente aplaudido discurso de Navidad de Felipe VI tuvo su sello personalísimo. De hecho, ella fue la directora en la sombra de la grabación. El discurso se grabó durante ocho horas, de las cuatro de la tarde a las doce de la noche, en la llamada Casa del Príncipe que continúa siendo la residencia de la pareja, exactamente igual que antes de heredar la Corona.
Durante esas ocho horas la reina Letizia permaneció a pie de obra; no nos olvidemos que como periodista de televisión se sentía en su salsa supervisando cada plano, cada encuadre, dando indicaciones a su marido sobre la forma de expresarse y de mover las manos… En definitiva, se erigió en la Spielberg del discurso navideño que en general tanto éxito tuvo.
Las formas están cambiando pero la institución, no nos engañemos, no puede mutar demasiado porque perdería su esencia. Algunos, en pleno siglo XXI, cuestionamos esa esencia pero al menos reconocemos que el nuevo monarca supone un borrón y cuenta nueva. Y hacia falta dejar atrás ya a Juan Carlos, lastrado totalmente en su credibilidad desde los incidentes de Botswana y su aireada relación con Corinna.
La imputación de su yerno, Iñaki Urdangarin, y el dudoso papel de su hija, acabaron por minar su imagen pública y arrastraban a la Corona hacia un descrédito nunca visto según las encuestas. Por eso, la abdicación en favor de su hijo supone poner a cero el contador; Felipe, sin cuentas pendientes con nadie, sin «pecados» que purgar y con una campaña de marketing a sus espaldas desde que nació, llega a La Zarzuela en un momento en el que, además, las circunstancias le favorecen aunque pudiera parecer lo contrario a simple vista.
Salvando las distancias, le ha ocurrido como a su padre. Ambos llegaron al trono en momentos difíciles para España y gracias a eso, sectores opuestos y no todos monárquicos, creyeron necesario fortalecer la Corona como elemento de estabilidad. O dicho de otra manera, tanto en la Transición -por unos motivos- como ahora -por otros- ha existido un consenso no escrito según el cual cuestionar la Monarquía sería peligroso, podría tener consecuencias nefastas y abriría demasiadas incertidumbres. Es decir, mejor no menearlo.
Así que Felipe VI ha sabido interpretar el momento, le ha visto las orejas al lobo y ha comenzado a tomar medidas de cara a la galería que eran, probablemente, las más urgentes, el torniquete que necesitaba una institución que se desangraba. El papel de la reina puede ser fundamental para lo bueno y para lo malo; su protagonismo va a ser mucho mayor que el de Sofía pero si llega a ser excesivo podría convertirse en contraproducente.
Lo que está claro a mi juicio es que buena parte del futuro de esa institución está en sus manos.