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    ANÁLISIS / JOSÉ MARÍA BALLESTER ESQUIVIAS

    Francia, el país de los amoríos ‘normalizados’ entre políticos y periodistas

    "A diferencia de España, en el país galo el tabú de los amoríos entre periodistas y políticos está roto desde hace mucho tiempo"

    José María Ballester Esquivias 
    30 Jun 2015 - 12:50 CET
    Francia, el país de los amoríos 'normalizados' entre políticos y periodistas
    François Hollande y Valérie Trierweiler. LE
    Archivado en: Eduardo Madina | Felipe González | François Hollande | Jacques Chirac | Nicolás Sarkozy | Olivier Giroud | Pedro Sánchez | Política | Woody Allen

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    En Francia, a diferencia de España —Hermann Tertsch: «Esther Palomera debería hacer pública su relación con Eduardo Madina para que los espectadores entiendan sus críticas a Pedro Sánchez»–, el tabú de los amoríos entre periodistas y políticos está roto desde hace mucho tiempo. Y con una jurisprudencia machista: hasta ahora, han sido siempre las periodistas parejas de los políticos las que han tenido que apartarse cuando había conflicto de intereses.

    En la primavera de 1992, François Mitterrand concedió una entrevista conjunta a los principales canales de televisión para explicar a la opinión pública las bondades del Tratado de Maastricht y abordar otras cuestiones de actualidad.

    Lo curioso de aquel momento televisivo es que dos de sus cuatro entrevistadores compartían la vida de dos ministros en ejercicio del presidente Mitterrand: Christine Ockrent, compañera del titular de Sanidad Bernard Kouchner, y Anne Sinclair, que pocos meses antes había contraído matrimonio con Dominique Strauss-Kahn, a la sazón ministro de Industria y de Comercio Exterior.


    Anne Sinclair con Strauss-Kahn (Foto: Europa Press).

    Hubo que esperar algunos días para que alguien criticase las peculiares circunstancias de la entrevista. El primero en poner el grito en el cielo fue el académico Jean d’Ormesson. «¿Es normal que Mitterrand sea entrevistado por las mujeres de sus ministros?», se preguntaba en su columna de Le Figaro.

    Hasta aquel día nadie se había atrevido a cuestionar hábitos, tal vez perniciosos, pero muy enraizados en las relaciones -y no solo profesionales- entre políticos y periodistas. La entrevista de marras supuso el primer boquete en uno de los tabúes más innombrables del universo político-mediático galo: el de las historias de alcoba entre los políticos y los periodistas.

    El tabú fue rompiéndose poco a poco: en 1997, cuando Strauss-Kahn fue nombrado ministro de Economía, Sinclair dejó de presentar 7 sur 7, el influyente programa dominical de entrevistas de la cadena TF1, en el que los políticos hacían sus grandes anuncios y en el que los que no eran invitados piaban por serlo. Un programa por el que también pasaron personalidades como el Dalai Lama, Woody Allen, Hassan II, el Príncipe de Gales o Felipe González.

    Seguía habiendo reticencias: Ockrent no tuvo reparos en escribir columnas políticas o presentar programas televisivos o radiofónicos mientras Kouchner formaba parte del mismo Gobierno que Strauss-Kahn; incluso cuando su compañero cambió de bando y se convirtió en ministro de Exteriores de Nicolas Sarkozy, presionó -con éxito- para ser nombrada presidenta de France Médias Monde, el organismo que gestiona los canales internacionales de las televisiones públicas. Hasta que sus numerosos enemigos se coaligaron y forzaron su dimisión en mayo de 2011, pocos meses después, vaya casualidad, de la salida de Kouchner del Gobierno.

    El de Ockrent ya era prácticamente el único caso anómalo: en esas fechas, cuando una periodista era pareja de un político, no le quedaba más remedio que dejar de presentar informativos o analizar la actualidad política.

    La primera en caer, después de Sinclair, fue Béatrice Schönberg, otra veterana de la pequeña pantalla, que tuvo que abandonar el informativo estrella de la cadena pública France 2 en plena campaña presidencial de 2007. ¿El motivo? Su marido, el líder centrista Jean-Louis Borloo, era uno de los principales aliados del candidato Nicolas Sarkozy. Desde entonces, pese a que Borloo ya está alejado de la política activa, Schönberg solo ha presentado programas de contenido social o cultural, o a la realización de documentales.

    Pocas semanas después le llegó el turno a Marie Drucker, que optó por apartarse de la presentación su informativo -emitido por otro canal público- mientras duraba la campaña presidencial de 2007. En esa época convivía con el ministro François Baroin. Al no entrar este último en los planes de Sarkozy, Drucker retomó su actividad habitual; cuando Baroin volvió al Gobierno, ya habían roto su relación. Era noviembre de 2010.

    Ese mismo mes, Arnaud Montebourg -polémico ministro entre 2012 y 2014- anunció su candidatura a las primarias socialistas para designar un candidato a las presidenciales de 2012. De forma simultánea, su entonces novia, la periodista Audrey Pulvar abandonó todas sus colaboraciones en tertulias políticas, para refugiarse, como hizo Schönberg, en otro tipo de programas.

    Pulvar tuvo suerte, al menos en el plano profesional: pocos meses después de la entrada de Montebourg en el Gobierno -el primero de la presidencia de François Hollande-, el idilio entre ambos se rompió, por lo que recuperó de inmediato su plena libertad periodística.


    François Hollande y Valérie Trierweiler en pleno beso.

    Quien, en principio, la ha recuperado es Valérie Trierweiler, antigua primera dama de Francia. La que fue compañera de Hollande durante nueve años ya está libre de ataduras políticas, protocolarias y periodísticas desde que abandonó el Elíseo -y a su inquilino- a principios de 2014, como consecuencia del affaire de Hollande con la actriz Julie Gayet. Dispuesta a vengarse tras una humillación pública que dio la vuelta al mundo, Trierweiler escribió un libro, Gracias por este momento, del que se han vendido, a día de hoy, más de 800.000 ejemplares.

    Un libro en el que desentraña las intimidades no solo del presidente, sino también de la Presidencia. «No se puede estar de reportaje en el Elíseo solo porque se es la compañera del presidente», declaró hace pocos días a Closer -la revista que publicó las fotos de Hollande con Gayet- Edwy Plenel, uno de los periodistas galos más influyentes. Plenel puso el dedo en la llaga: Trierweiler mezcló, de forma abusiva, su condición de periodista con la de primera dama.

    Tras este libro, parece difícil que Trierweiler recobre la credibilidad que se labró como periodista política en Paris-Match, publicación cuyas ventas rozan los 700.000 ejemplares cada semana. La cara amarga de la fortuna que ha amasado gracias a los derechos de autor es la pérdida de su fama como periodista.

    Con todo, Trierweiler es el chivo expiatorio de la confusión de categorías que ha existido en Francia entre periodismo y política, con las confidencias de almohada de por medio: cuando salió a la luz su relación con Hollande, siguió combinando sus artículos en Paris-Match con la presentación de un programa de entrevistas -políticas, obviamente- en un canal de la TDT; dejó el programa una vez Hollande fue designado candidato presidencial; y cuando se convirtió en primera dama. Paris Match redujo la presencia de Trierweilwer en sus páginas a la reseña de libros, por supuesto no políticos. Hoy la sigue escribiendo, pero no era para lo que estaba proyectada.

    El caso Trierweiler no debe hacer olvidar que durante décadas, algunas de las más influyentes periodistas galas lograron sus exclusivas en las alcobas de los gobernantes. Un análisis agudo del fenómeno lo expone el ensayo Las amazonas de la República, que fue publicado en la primavera de 2013. Su autor es Renaud Revel, que en la actualidad es uno de los redactores jefe de L’Express.

    L’Express, precisamente. Fundado en 1953 por Jean-Jacques Servan-Schreiber y Françoise Giroud -esta última, fallecida hace doce años, es un mito del periodismo francés contemporáneo-, la calidad de sus noticias, un diseño innovador y un inolvidable plantel de columnistas -Albert Camus y François Mauriac, entre otros- le permitieron rivalizar en prestigio, durante un tiempo, con los semanarios anglosajones. No obstante, a mediados de los sesenta, su fórmula dio alguna que otra señal de agotamiento.

    Para relanzarlo, Giroud ideó, entre otras cosas, fichar a mujeres -de impecable formación y mejor apariencia- para que se dedicasen en cuerpo y alma a la información política, que hasta entonces era un inexpugnable feudo masculino. Fue así como Michèle Cotta, Catherine Nay y otras desembarcaron en el Parlamento y en otros centros de poder.

    El éxito fue inmediato. Sus señorías se derretían ante las nuevas incorporaciones. Y además en un país con larga tradición de gobernantes falderos, entre reyes, emperadores y presidentes de la República. Pero ahora se trataba de algo más que del reposo del guerrero: había que establecer con ellos una relación casi de igual a igual. Lo consiguieron.

    A sus 78 años, Cotta sigue siendo un icono. Se lo ha ganado a pulso: en más de 50 años de carrera, ha trabajado en las cabeceras más prestigiosas, ha dirigido los informativos de los dos canales televisivos, ha intervenido en las tertulias de mayor tronío y llegó incluso a presidir durante un lustro el primer organismo de regulación audiovisual. El inevitable corolario de esta rutilante trayectoria es un conocimiento íntimo -en todos los sentidos- de la élite política de la V República, y muy especialmente de dos de sus presidentes.

    París, 28 de abril de 1988. Debate televisado entre François Mitterrand y Jacques Chirac pocos días antes de la segunda vuelta de las presidenciales, en el que millones de televidentes pudieron ver como el primero hundió al segundo con una pulla memorable. Cotta moderaba, junto a otro periodista.

    Su rostro ya era conocido por la opinión pública. Sin embargo, casi nadie sabía que había frecuentado, de forma furtiva y esporádica, la alcoba de ambos contendientes, y que de esos momentos de pasión salieron importantes exclusivas como el anuncio de la candidatura de Mitterrand a las presidenciales de 1974.

    Sería injusto y contrario a la verdad reducir la carrera de Cotta a esos amoríos, pero ella misma estima que ya ha pasado un tiempo prudencial y que es hora de contar ciertas cosas; o por lo menos, de no negarlas. «Es indiscutible que los políticos prefieren hablar a las mujeres», afirma en Las amazonas de la República. Lo sabía mejor que nadie François Mitterrand.

    Sus aventuras con féminas de televisiones, radios y periódicos fueron incontables y, lo que es llamativo, hasta el final de sus días -murió en 1996-, una época en que la Viagra no estaba aún comercializada.

    No obstante, en la perspectiva mitterrandiana, el sexo no era requisito imprescindible para establecer una relación íntima con una periodista. Lo demuestra el caso de Marine Jacquemin, reportera de guerra estrella -una versión francesa de Christiane Amanpour, si se quiere- de la cadena TF1 a principios de los noventa cuando un sinfín de conflictos -desde los territorios de una despedazada Unión Soviética hasta Ruanda- asolaban el mundo. La bella, rubia e inteligente Jacquemin no se perdió ni uno de ellos y sus reportajes llamaron la atención de Mitterrand.

    Tras varios intentos infructuosos, el presidente logró -un poco el mundo al revés- concertar un encuentro con ella en casa de una amiga común. Fue el inicio de un intercambio personal e intelectual, repleto de horas y horas de conversaciones sobre la situación internacional en el Elíseo, en restaurantes parisinos o en ciudades de medio mundo.

    La guinda se produjo un día en que Mitterrand convocó a sus consejeros militares y diplomáticos: al llegar éstos al despacho, se encontraron con Jacquemin, convertida así, en sus ratos libres, en analista estratégica de la Presidencia. La reportera, reticente al principio en ser la interlocutora de Mitterrand, también sacó provecho de esa proximidad y volvió de una cumbre del G7 con una entrevista de Bill Clinton. No hace falta precisar cómo obtuvo la exclusiva.

    El sucesor de Mitterrand, Jacques Chirac, también practicó el arte de mover las influencias políticas a través de los sentimientos. De costumbres más abruptas que Mitterrand a la hora de conquistar, Chirac, a la sazón primer ministro de Giscard, entabló una intensa relación con Jacqueline Chabridon, una periodista escorada a la izquierda., llegando incluso a pensar en el divorcio.

    Lo importante, sin embargo, del idilio fue la forma en que Chabridon se las arregló -eran los años setenta- para mejorar la pésima imagen que tenía Chirac en los medios de izquierda: hasta Le Monde suavizó su línea editorial. Asimismo, Chabridon actuó en dirección contraria al lograr que su amante cambiase su opinión respecto de la pena de muerte. Todo gracias a unas cuantas conversaciones entre sábanas.

    No consta en el libro de Revel que ninguna periodista hiciese lo mismo con Nicolas Sarkozy. No es que al anterior presidente no le gustasen las informadoras y demás columnistas; al contrario. Pero era él el que las manipulaba. En el establishment, aún intriga cómo Laurence Ferrari fue designada a principios de 2008 para presentar el telediario de la noche de TF1. Las Amazonas de la República no resuelve el enigma pero aclara que en el otoño de 2007, Ferrari acudía a diario desde su redacción hacia el Elíseo -entraba además por la puerta trasera- en un coche que lucía el distintivo presidencial.

    «Ferrari se quedó con el telediario; yo, en cambio, llevo años marginada en Le Figaro», cuenta con amargura en el libro Anne Fulda, que compartió la vida de Sarkozy el tiempo que éste estuvo separado de Cecilia Attias, que volvió al domicilio conyugal poco antes de la campaña electoral de 2007, antes de largarse definitivamente tras cinco meses como primera dama.

    Anne Sinclair con Strauss-Kahn. EP
    François Hollande y Valérie Trierweiler en pleno beso. EE

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    Antonio Chinchetru

    Licenciado en Periodismo y tiene la acreditación de suficiencia investigadora (actual DEA) en Sociología y Opinión Pública

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