EL reconocimiento de la ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, de que su propio equipo ministerial le ha «metido un gol por toda la escuadra» con la creación del primer sindicato de prostitutas de España, demuestra que gobernar a golpe de improvisación solo conduce a una política de bandazos y rectificaciones, que desasosiega al PSOE y da la imagen de un Gobierno sin rumbo.
La evidencia de que no hay un control previo, ni una reflexión sobre las consecuencias legislativas de cualquier decisión que adopte Pedro Sánchez, se ha convertido en una rutina. Es cierto que si el Ejecutivo rectifica sus errores, cabe elogiar su propia capacidad de enmienda.
Pero ofrece una reputación desoladora porque ya no se acumulan los errores políticos por días, sino por horas. De los solidarios «papeles para todos» los inmigrantes ilegales, el Gobierno ha pasado a recuperar acuerdos de 1992 para las expulsiones automáticas y en caliente.
La euforia propagandística exhibida para la exhumación de Franco en julio y para convertir el Valle de los Caídos en un centro de reconciliación histórica, ya se ha transformado en un ejercicio de realismo para Sánchez, que ahora se limita a plantearse solo la conversión de esa basílica en un «cementerio civil».
En materia económica y fiscal, los bandazos también son continuos, y el Gobierno sigue sin aclarar qué prebendas ofrecerá a Podemos contra la clase media a cambio de aprobar los Presupuestos.
Lo mismo ocurre con la defensa del Tribunal Supremo frente al desafío separatista. El Gobierno ha pasado de proclamar que no defendería «en ningún caso» al magistrado Llarena contra la demanda fraudulenta que ha presentado Puigdemont en Bruselas, a sufragar el gasto de un despacho internacional de abogados para evitar una rebelión judicial.
Sánchez solo acierta cuando rectifica, pero gobernar a base de impulsos y ocurrencias basadas solo en el cálculo de réditos para su imagen personal es un error que genera inestabilidad.
El problema es que Sánchez es esclavo de sus palabras, y a la hora de tomar conciencia de que gobernar es muy distinto a liderar una oposición sustentada en titulares llamativos, y en una ideologización populista y sectaria de España, no hace más que equivocarse y sembrar dudas sobre su pretendida solidez como presidente.
Cuando Sánchez hizo públicos los nombres de sus ministros, su Ejecutivo fue bautizado como el «Gobierno bonito». Sánchez y el PSOE pronto hicieron hincapié en la profesionalidad y preparación de todos ellos, más allá de su estética de feminismo impostado.
Sin embargo, la operación de mercadotecnia se desmorona porque no existe una guía política firme. Con Sánchez, decir una cosa y hacer su contraria se ha convertido en una práctica habitual, del mismo modo que sus ministros convierten sus propias palabras en papel mojado como si la hemeroteca fuese irrelevante. Ya no es el «Gobierno bonito».
Es el Gobierno mutante.