Manuel Olmeda Carrasco: «Representación y representantes»

Congreso de los diputados
Congreso de los diputados

Hasta hace unos minutos no encontraba tema sobre el que trenzar algunos renglones ajustados al actual momento trepidante. Ayer, lunes, en mi acostumbrada partida al dominó con compañeros cultos —aunque pésimos jugadores— les sometí a sin par encerrona con resultado negativo. Manos mal que cayó en mis manos un wasap donde un diputado indigente, a la vez que trepa, manifestaba: “Ni tenemos rey, libertad y repúblicas. Las fuerzas políticas independentistas, soberanistas y republicanas firmantes de esta declaración queremos manifestar: la monarquía española y su máximo exponente, el rey de España, no nos representa. La sociedad catalana, vasca y gallega rechazan mayoritariamente la figura de una institución anacrónica, heredera del franquismo, que se sustenta en el objetivo de mantener e imponer la unidad de España y sus leyes, negando así, sus derechos civiles y nacionales que asisten a nuestra ciudadanía y a nuestro pueblo”.

Me repugnan los hipócritas y aprovechados. Por este motivo, sin responder a este tipejo (hasta ahí podíamos llegar), deseo aclarar un par de puntos. En primer lugar, nadie y menos un político que tiene una representación virtual en este país —como veremos a lo largo del artículo— puede arrogarse ninguna mayoría social. En segundo lugar, la unidad de España procede de los Reyes Católicos y las leyes, en el fondo, del Código de las Siete Partidas, otorgadas por Alfonso X en mil doscientos veintiuno. Respecto al anacronismo de la monarquía, podría discutirse; no así que sea heredera del franquismo. El silencio o reserva no llevan implícitas verdades confirmatorias e incuestionables como suele aducirse con exceso. Una persona íntegra, sea gañán o no, si siente repulsión por el sistema, la Constitución o el país donde vive, lo menos que debe hacer es vivir de la caridad de sus seguidores, no del vínculo denigrado. Delatemos a los fariseos.

La representación política tiene bases que no se ajustan a ningún código de conducta ética y menos a derecho. Es evidente que el representado cede sus arbitrios y privilegios públicos a representantes que, a cambio, aseguran adeudos de guarda hacia sus representados sin que, en España al menos, haya libranza o pagaré manifiesto, porque votar cada periodo de años, sin más, constituye una tomadura de pelo. Tal situación, es totalmente dominante, anómala, con menoscabo de derecho y hasta regodeo por un aventurerismo hediondo. Ese alejamiento palpable hace que la representación en nuestra llamada democracia tenga ribetes insólitos, dignos de profundas lucubraciones psicológicas. Decía Churchill que la “democracia era el sistema menos malo de los conocidos”. Ignoro a qué tipo de democracia se refería, si al conocido por él o era una hipótesis asentada sobre alguna que su meditación hacía digna de tal nombre o motejo.

Llevamos siglos advirtiendo que la retórica es el único cimiento entre un pueblo ingenuo, candoroso, palurdo y su clase política con parecidos alcances, pero dotada de desmemoria y, sobre todo, de ningún escrúpulo. Lo de arramblar ese porcentaje variable según acumule el erario público, se ha convertido en “instrucción” del buen político (en este caso ladrón, ya hecho hábito). Habrá algunos que puedan certificar —lo harían solo en el lecho de muerte— documentalmente que los políticos conocen a la perfección las más complejas técnicas financieras, los testaferros más indómitos y esos recónditos países donde afloran embozados paraísos fiscales. Al ciudadano de a pie le resulta imposible demostrar nada de lo dicho, ni tiene medios ni competencia para escudriñar ciertos signos externos que revelan o propician, dejan al descubierto, lo que pretende ser una incógnita.

Representación, en este contexto antedicho, es una especie de alienación en la que el sujeto no controla un bien que se vende a un extraño. Rousseau, Hegel y otros la traducen por extrañación, distanciamiento. Para el psicoanálisis alienación es una patología de la idealización y de la identificación. Se le equipara también a la “isla desierta” donde se impone la libertad bajo el arcano ciclo opresor. Cuenta con unos representantes, entre ellos los Ciprianos, contando y cantando bellos sueños de libertad hasta que llega el poder opresor e impone una tiranía sostenida. Veremos si Javier Lambán, presidente de Aragón, no paga ante el césar sus audaces y libres meditaciones. Hanna Fenichel Pitkin, profesora emérita de ciencia política, se pregunta si la representación política sea solo una ficción, un mito que forma parte del folklore de nuestra sociedad y se cuestiona si lo que hemos llamado gobierno representativo no es en realidad una competencia de políticos por el cargo. Preserva, por encima de todo, no a los partidos sino al sistema como bien común.

Nuestros representantes, pertenezcan a la ideología más “progre” o “facha”, demuestran interés nulo por el ciudadano. Nadie ni nada importa más allá de los líderes y sus secuaces que les llevan al podio. El resto son piezas, dicen, activas, necesarias y soberanas, de una democracia maliciosa que quedan fundamentalmente al amparo de la providencia. El recordado pacto contractual, por tanto adscrito a lejano compromiso casi jurídico, se convierte en desaire cuando no recibe un galanteo burlesco. Considero que cualquier contradicción entre lo dicho y luego hecho por el representante, rompe a todos los efectos el acuerdo social, político (aun el idealizado jurídico) y debiera sufrir las consecuencias punitivas que estén obligadamente establecidas de forma minuciosa. ¿Acaso hay algo que supere en decencia la custodia de un sistema y el bienestar de sus ciudadanos?

Ahora, en estos momentos, ocurre lo contrario. El partido, da igual su extracción ideológica, se ha convertido en sistema de forma ficticia, perniciosa y gravísima para los intereses de los representados, oficialmente dueños de esta democracia (el sistema) que todos los políticos le endilgan a la sociedad de forma invariada y postiza. Es decir, la democracia no nos pertenece. Actualmente la ocupan Sánchez (ni siquiera el PSOE), un sosia de Pedro Castillo —el peruano— PP, Vox, Podemos, ERC, JxCat, PNV. Bildu y minúsculos grupos que coadyuvan a que así ocurra. ¡Cuánta razón lleva Pitkin al asegurar que los representantes quedan arrobados ante una competencia casi belicosa por el cargo y luego, en ruptura (tal vez agresión) antinatural, constituir ellos el sistema!

Estamos a las puertas de la desaparición en el Código Penal de Sedición y Malversación por interés personal.  Hemos sufrido mermas en nuestros derechos constitucionales y ciudadanos. El Poder Judicial ve tambalear su independencia ante decisiones unilaterales y descontroladas. Un oscurantismo alarmante se ha adueñado del país. En suma, que esos condicionantes tácitos o explícitos entre representados y representantes son una filfa. En Perú, el intento de corromper el sistema por su presidente Pedro Castillo ha dado con sus huesos en la cárcel. Aquí, sin llegar a esos extremos, pero sí aguantar extralimitaciones oprobiosas, la impunidad se ha convertido en norma suprema. Sin duda, Perú no es España, pero todo puede y debe cambiar.

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído