Epistula non erubescit, o lo que es lo mismo, el papel no se pone colorado, salvo en el sentido del que se ocupa (a veces) esta sección: el enrojecimiento de la realidad pasada a papel o bit. Pero la frase de Cicerón se refería a otra cosa, a lo que llevo más de un año comprobando desde que me ataron al duro banco de los medios progresistas en calidad de informador: no hay ridiculez que no entre en un periódico, de papel o en Internet. Lea a El Trasgo en La Gaceta.
El papel no se sonroja, y tampoco se levanta en armas cuando se le contradice ni se queja cuando se le manipula, contra lo que parece creer ese charlatán de feria de la política que es Tomás Gómez. Leo en Diario Progresista que «Tomás Gómez reclama un cambio de la Constitución que blinde el sistema público de pensiones«. Parece ser que el secretario general del PSM «ha abogado por cambiar la Constitución española para ‘blindar el sistema de pensiones público’ y ‘plantar cara’, con ello, a los ‘poderes económicos no democráticos».
La iniciativa es estúpida a tantos niveles que uno se detiene abrumado, sin decidirse sobre qué aspecto ridiculizar primero. Pero oigamos primero sus inefables palabras: «Lo que voy a defender dentro del PSOE y fuera del PSOE es que, si los mercados financieros lograron cambiar la Constitución, cambiemos la Constitución para blindar el sistema de pensiones público en este país».
Empecemos por lo que ya hemos dicho: el papel no puede blindar nada. No es sólo que Zapatero fuera capaz de colarle una enmienda al texto constitucional en un tiempo récord; es que se puede contradecir sin problemas siempre que el Tribunal Constitucional, como un Humpty Dumpty del mundo real, decida que «las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen». Pero eso, con ser evidente, no es lo más estúpido de las palabras del socialista. Lo es mucho más esa vieja ilusión de la izquierda al uso de creer que la Ley puede hacerlo todo, magia incluida. Blindar constitucionalmente la Seguridad Social sería tan útil como decretar que todos los españoles seamos felices.
En última instancia, el sistema consiste en que los que producen hoy sostengan económicamente a los que ya no lo hacen y eso, como puede contarles el más zote de los actuarios de seguros, va a depender de cuántos sean los productores, cuánto produzcan, cuántos los jubilados y cuántos años vayan a vivir. Nada, en fin, que se pueda blindar constitucionalmente: tanto valdría que el señor Gómez presentase una propuesta para que haya yacimientos de petróleo en Parla.
Por lo demás, es llamativo que lo único que podría, si no blindar, al menos darle cierta viabilidad a las pensiones, que es el fomento urgente de la natalidad, no sólo parezca tener cero interés para los políticos de cualquier partido, sino que todos ellos parecen legislar para que cada día sea más difícil y menos atractivo tener hijos, y que España, con una de las tasas de natalidad más bajas del planeta, se esté convirtiendo a toda velocidad en un país de ancianos.
Pero ese no es nunca el problema, porque reconocerlo sería reconocer sus causas y eso nos llevaría a replantearnos todo el esquema progresista. Y antes, la muerte. No: el problema es la violencia de género. Admito, para gozo de tartufos modernos, que la expresión me produce una invencible repugnancia, y que la insistencia en la violencia contra las mujeres se me antoja un indicio más de otro de los rasgos malditos de la modernidad: la discriminación.
¡Oh, ya sé que no se les cae la palabra de la boca y que supuestamente la lucha contra la discriminación es la historia de su vida! Pero si se fijan en lo que hacen más que en lo que se atribuyen, entenderán lo que digo. Y, en este caso, digo que esta insistencia en la violencia contra las mujeres parece dar más valor a la vida de un sexo que del otro. Porque hay más hombres que mujeres que mueren violentamente, y que no lo hagan a manos de las personas con las que conviven (me niego a llamar «pareja» a lo que no sea «conjunto de dos») no los hace menos muertos.
La lucha contra la violencia de género parece concentrar todas las falacias progresistas, empezando por un nombre que ya obliga a quien lo usa a dar por buena la más ridícula y una de las más dañinas ideologías de nuestra época: la ideología de género.
Lo tiene todo: la premisa implícita de que hombres y mujeres son dos colectivos irreconciliables en perpetuo conflicto en lugar de dos seres complementarios y mutuamente necesarios -al tiempo que se sostiene que el sexo es un constructo cultural sin existencia biológica relevante, pero es que la incongruencia da puntos-, la idea de que las buenas intenciones bastan para hacer una buena ley, la quiebra del principio de igualdad jurídica, la culpabilización preventiva de todo un sexo, la ilusión de que el Gobierno lucha contra la violencia con cartelitos y campañas que, costando un ojo de la cara, nos sermonean a los que, teóricamente, somos los jefes de los políticos…
Leo en El País («Hay salida’, primera campaña del Gobierno contra la violencia de género«): «Los meses anteriores, para tratar de ahorrar en este capítulo, se trató de reciclar anuncios existentes encargados por el Gobierno anterior».
Y eso, claro, no. Cada euro ahorrado en esas macrocampañas estaría teñido de sangre para la mentalidad moderna, y una ministra que osase renunciar a hacer ricos a un puñado de publicitarios para transmitir el insólito aserto de que pegar a nuestra mujer no está bien se encontraría pronto con carteles «Ana Mato, asesina». Es lo que se lleva ahora en materia de lógica.