Se han alzado voces, incluso dentro del cuartel general del PP, reprochando al “aparato” del partido terminar prematuramente con su juventud
En 1978, en los albores de la democracia, Miguel Delibes publicó un libro, El disputado voto del señor Cayo, que hizo las delicias de la «emergente» clase política. El texto versa sobre cómo un grupo de jóvenes militantes de un partido, en las elecciones de 1977, llega a un pueblo casi vacío de Castilla para hacer campaña.
Allí se encuentran con uno de los dos vecinos que quedan, el señor Cayo. El diálogo entre los activistas políticos y el lugareño refleja dos maneras de ver la vida: la rural, que se evapora; y la urbana, masificada, veloz, que irrumpe imparable.
Pues bien, 37 años después, el librito vuelve a estar en candelero. Las encuestas, incluidos los datos de las últimas citas electorales, apuntan a la brecha generacional que separa por edades los gustos políticos de los españoles.
Los mayores de 55 años se inclinan por el PP y en menor medida el PSOE, mientras que, entre quienes tienen menos de 35 años, las preferencias se reparten entre Ciudadanos y Podemos. Del mismo modo, las fuerzas «emergentes» crecen a mayor ritmo en las grandes ciudades y los «partidos tradicionales» paran el golpe en sus feudos rurales.
Voces internas del PP venían anunciando hacía tiempo esta tendencia. El diputado popular Vicente Martínez Pujalte avisó, tras las elecciones europeas, en una reunión de su Grupo Parlamentario, del peligro de no liderar la regeneración que los españoles reclamaban: «Vendrán otros que se quedarán con la patente», vaticinó.
El eje clásico de voto, izquierda-derecha, pierde fuerza. A la enorme (y muy mayoritaria) porción de españoles que hasta 2011 han acudido a las urnas pensando en términos ideológicos, han empezado a darle un bocado los que prefieren valorar más la forma política que la definición filosófica. Principios como renovación, intolerancia con la corrupción, cercanía con la gente, o sea, prevalencia de los representantes que se parecen a sus electores, son más apreciados que las líneas programáticas.
En las pasadas elecciones europeas, Pablo Iglesias, con Podemos, dio la sorpresa desbrozando el camino de la «otra política». Luego, la decisión de Albert Rivera de impulsar Ciudadanos al ámbito nacional, amén de frenar al partido morado despojándole del monopolio del «cambio generacional», le permitió crecer a costa del PP y el PSOE.
Sin embargo, para los partidos tradicionales es complicado desmontar estructuras y formas. Claro: tienen modelos organizativos basados en cuotas de poder interno inflexibles. Al respecto, comenta un destacado dirigente socialista: «Pedro Sánchez acabó con su imagen renovadora cuando manu militari cortó la carrera a Tomás Gómez, elegido en primarias. Luego, el dedazo para incorporar a Irene Lozano y Zaida Cantera han finiquitado la imagen regeneracionista».
Tampoco en la casa de enfrente las cosas son diferentes. En Génova 13, después de las elecciones autonómicas y municipales, buscaron rejuvenecer la imagen con caras como las de Pablo Casado y Andrea Levy. Pero la operación no ha salido como esperaban. Se han alzado voces, incluso dentro del cuartel general del PP, reprochando al «aparato» del partido terminar prematuramente con su juventud: «A Levy la han disfrazado de Cospedal para ir por los platós y a Casado lo llevan con el argumentario a cuestas; han acabado con su frescura», se quejan.
Por ello se han podido abrir paso con tanta rapidez las voces políticas que han apuntado a la parte del pastel electoral deseosa de la regeneración. Lo que pronosticó Pujalte se ha cumplido: el cambio apoyado en las nuevas generaciones de «nativos digitales», acostumbrados a las maneras de relacionarse en la plaza pública de Internet.