color: black;">SOLICITAR LA SEGURIDAD SOCIAL NOS LLEVÓ NO SOLO A LA CÁRCEL SINO A LOS PSIQUIÁTRICOS. TESTIMONIO REAL EN LA ESPAÑA DEMOCRÁTICA DE UN GUARDIA CIVIL DEMOCRÁTICO, QUE POR FIN VE LA LUZ EN EL LIBRO “LA GRAN INJUSTICIA QUE LE CONVIRTIÓ EN TOPO” NO LES DEJARÁ IMPASIBLES.
El caso de Fernando es demostrativo de que en la Guardia Civil la democracia es un absurdo, solicitó por escrito su derecho a tener seguridad social como todo español y fue internado contra su voluntad en un psiquiátrico y pasado a retirado. La democracia en la Guardia Civil es como un absurdo y una quimera en la España del siglo XX y o XXI.
Autor Fernando Gadea, Guardia Civil (retirado), escritor de investigación, experto en terrorismo yihadista.
Como guardia civil soy una de las primeras víctimas de la dictadura, encerrado en una celda de castigo en un psiquiátrico por no decir la primera, el 2 de julio de 1977.
¿Motivos? Reclamar verbalmente y por escrito la Seguridad Social para no tener que pagar médicos privados e ir al Hospital Gomer Hulla, que me pillaba al otro extremo de Madrid. También trabajar menos de las 120 horas que hacía a la semana (éramos 6 guardias para una demarcación grande en Madrid).
Es evidente que yo había sido quien había abierto el camino a la Seguridad Social para todos los guardias civiles y trabajar menos horas, pero me salió cara la reivindicación, lo hice con mi nombre y apellidos, sin ocultarme tras una capucha. Lo pagué, y a un precio muy alto, dando comienzo una persecución encubierta.
Un día por la tarde viene una ambulancia militar y un soldado de conductor me dice que me suba para ir a la Clínica, yo era joven y no tenía idea de lo que se trataba ni siquiera de lo que esperaba.
-Venga conmigo, me dijo, sin enseñarme ningún papel.
-¿A dónde vamos? Le pregunté.
-¡No se preocupe! vamos a la clínica me respondió el soldado.
-¿A la clínica? ¿Pero, por qué? Pregunté.
Algo confuso, me subo con él en la ambulancia militar, en algo menos de una hora llegamos a una “Clínica Militar” de Ciempozuelos, aunque tenía pinta de ser de frailes, curas, o algo así. Llegamos sobre las siete de la tarde, había al menos dos soldados de uniforme, que nada más entrar me dicen que me quite la ropa, me dan un pijama y se llevan mi ropa metida en una bolsa de plástico.
Allí esperé interminables horas esperando a que alguien de los responsables de Cimpozuelos se dignase a dirigirse a mí, a decirme el motivo porque estaba allí, con que pretexto me habían encerrado allí.
-Soldado! ¿Quién manda aquí, o quien es el de mayor graduación?
-El coronel de Sanidad. Pero hasta mañana por la mañana no viene. No sabía qué hacía allí, ni de que se trataba, ni por qué.
A la hora de la cena, un fraile venía con una bandeja y en ella, cajitas de plástico que contenían pastillas y algún líquido, empieza a repartir entre los que nos encontrábamos en el comedor, cuando llega a mi mesa, me dice que me tome dos pastillas. No sirvió de nada que preguntara que pasaba, solamente me decía, que por la mañana vendría el capitán y el coronel, pero que tenía que tomar ese medicamento, a regañadientes me tomé las dos pastillas. A última hora de la noche, empecé a notarme muy cansado, no me sostenían las piernas y con mucho sueño. Me acuesto en una cama, (habían soldados, Policías Armados y sobre todo, guardias civiles por diferentes motivos). Por la mañana, me despierto con la boca muy seca y un dolor de cabeza tremendo, me palpé la frente y la nuca, había dormido de un tirón. Me costó levantarme, me pesaba todo el cuerpo y las piernas no tenían casi fuerzas para sostenerme.
Jamás había tenido una sensación igual. Me di cuenta que algo contenían aquellas pastillas que me había dejado en ese estado. Al levantarme, me dicen los soldados que me ponga en fila junto a los demás compañeros en el pasillo. Todo lo que hacía un capitán por las mañanas era preguntar como estábamos, cuando llega a mí altura no me pregunta nada y sigue hacía el que estaba a mí izquierda, en ese momento le digo:
¡Mi capitán, a mí no me pregunta nada!
Respuesta del capitán: ¡Tú no tienes nada! y no sé por qué estás aquí.
No hay ningún papel de tu ingreso.
No existía, pues, ninguna evidencia documental que implicara, directa o indirectamente, a ningún mando que ordenada mi ingreso y el motivo.
¿Pero qué hago aquí?, le pregunté.
A continuación me dijo: -Paciencia, paciencia…
¿Cómo ser paciente cuando no sé qué van a hacer conmigo? Enséñeme un documento oficial que me demuestre mi presencia aquí, ¿por qué? y ¿por orden de quién?
El capitán dijo en tono convincente: No lo sé, cuando venga el coronel se lo preguntas.
Al siguiente día hablo con el coronel y le pregunto qué estaba pasando conmigo, su respuesta fue la siguiente.
-No lo sé, pero sin pasar Tribunal Médico de aquí no puedes salir. Me dijo.
-Esto te advierto por si acaso, no se te ocurra intentar salir de aquí. Dijo.
-Se equivoca, algún día se sabrá lo que ha pasado aquí…
-¡Cómo se te ocurre hablarme así!
-¡Sal, no quiero oírte más!
-No van a impedir que hable. Creen que no voy a hablar, pero estoy decidido a hacerlo, lo voy a hacer mediante la radio, la TV y los periódicos, esto es un atropello y un abuso de autoridad.
¿Qué ingenio fui? Pensé que había democracia, ley y todo había cambiado.
-Se acabó el tiempo de la palabra. Dijo.
A continuación, llama a los soldados y da orden a éstos para que me lleven a un cuarto, empujándome al interior de una celda de castigo e aislamiento; que tenía unos tres metros por dos metros y medio. El espacio justo para una cama de uno noventa por ochenta de ancha y una pequeña mesita de noche. Eso era todo, sin wáter ni lavabo.
La luz natural apenas entraba por la pequeña ventana con unos fuertes barrotes de hierro que daba a un callejón, la puerta era de hierro grueso, con una pequeña mira que la abrían desde fuera de la celda para curiosear.
Permanecer encerrado en aquella celda las veinticuatro horas diarias, solo era claustrofóbico. Perdí el contacto con el mundo exterior, estaba aislado, como si fuera un delincuente peligroso. Estar allí encerrado sin noticias de mi madre delicada de salud se hacía insufrible.
En una celda de castigo como en la que me metieron, las fuentes de luz son suaves e inadecuadas. El individuo no tiene servicios de baño, así que se ve forzado a vivir entre sus propios escrementos. Así el recluso se da cuenta que ellos son los que tienen su control, en ese deshumanizado lugar.
El calor extremo es igual de peligroso que el frío intenso. Psicológicamente, tanto el frío como el calor presentan el problema de la supervivencia de generar miedo, en el caso del calor, el recluso comenzará a pensar en ≪morir de sed≫. La pérdida de la fuerza de voluntad desemboca a menudo en un deterioro de la salud.
Al cerrar la gruesa puerta de hierro, y me vi solo en aquellas circunstancias, las lágrimas asoman a mis ojos y sentía como si mi corazón quisiera explotar dentro de mi pecho, era una sensación de impotencia terrible. Por la noche, un fraile entra en la celda y contra mi voluntad, me pone una gran inyección, medía cerca de ocho centímetros de largo, más de un centímetro y medio de grosor, sin contar la aguja. A esa inyección, los que estaban ingresados la llamaban cóctel, y su efecto era inmediato, te dejaba completamente dormido durante casi 24 horas. Sé que las jeringas varían en tamaño, pero jamás había visto una tan grande y voluminosa. A la mañana siguiente desperté aturdido, me dolía mucho la cabeza, no tenía noción del tiempo transcurrido ni del día que era. Casi no recordaba nada hasta pasada una hora, me sostenía en píe con dificultad, soportando el calor intenso que había en la celda y no paraba de sudar. Al día siguiente lo mismo, otra inyección por la mañana, que notaba menos porque aún sentía los efectos del “primer cóctel”. Este procedimiento es confirmado por varios guardias civiles, militares y policías ingresados allí.
Pasados más de dos días, abren nuevamente la puerta de la celda para ponerme otro “cóctel”, antes de ello, le digo al fraile que si me ponía otra inyección me mataba. No podía incorporarme en la cama, sentí mareo y arcadas. Estaba completamente hundido, no me tenía de pie, me encontraba completamente mareado y la vista se me nublaba. El fraile accedió, pero me dijo: no hagas ruido, pasa el día como si te la hubiera puesto y mañana seguro que saldrás. Limítate a estar tranquilamente sin dar más problemas.
-Allí me dejó solo, sin fuerzas y con dificultad para respirar.
Yo controlo mis nauseas y trago. El fraile ha entrado y me dice, en adelante, compórtate y espera a pasar Tribunal Médico. Bueno, pues me callo. Quise decirle algo más, pero la voz no me salía. De mis ojos salen lágrimas que resbalan por las mejillas, estaba cansado, tenía fiebre, hambre y mucho calor.
En cada comida nos daban pastillas y líquidos sin saber de qué trataban o para que eran, la negativa a ingerir determinado psicofármaco se traducía en la inmediata privación de libertad. Era una sobremedicación (principalmente hipnóticos y psicotrópicos) era una práctica frecuente. Eso provocaba la sensación de <>. Me pasaba prácticamente el día durmiendo, como consecuencia de la combinación de medicamentos que injería y que entorpecía mi capacidad de tomar decisiones.
Llegó el día de pasar “Tribunal”. Sabía que mis palabras no contaban; sólo contaba lo que ellos, “el tribunal” decidiera. Y tomaron una decisión que no era la correcta. ¿Se puede evaluar a una persona para pasar un “Tribunal Médico”, que simplemente está en pijama todo el día sin hacerle pruebas de ninguna clase?
Llega el día del “Tribunal”. Tenía claro que era una injusticia, pero no sabía lo que pasaba conmigo. Uno de los militares, vocal del “tribunal”, dijo:
-¡Usted es dado de baja para el servicio activo! No me invitaron ni a sentarme. Todo sucedió en veinte segundos, seguramente no he oído bien, pensé. Prácticamente no me dejaron decir una sola palabra.
En 20 segundos me habían desposeído de mi uniforme de guardia.
-¡Ya puede usted salir. Dijeron.
Estaba desamparado y desprotegido ante la ley, ante los estamentos militares y civiles.
¿En qué se basaron? ¿Cómo podían darme de baja sin ni siquiera en ningún momento fui objeto de las atenciones de ningún psicólogo.
Aquí acababan con lo humano. Acababan con tu autoestima, con tu personalidad,… Te anulan y cuando ya casi no tienes nada de eso acaban con tu carrera vocacional de guardia civil.
Para ellos España se dividía en dos, los rojos y sindicalistas.
Abandoné “la clínica” el día 20 de julio de 1997.
Aun así, todo lo que estaba pasando hizo mella en mi estómago. Era posiblemente demasiado débil para soportar todo aquello. Como consecuencia de los problemas ocasionados en Ciempozuelos, guardaba todos los nervios en el estómago, razón por la cual incubé una úlcera sangrante, (perdí más de litro y medio de sangre por el recto). También el ser diabético tipo 2. Afortunadamente lo soluciono con dos pastillas diarias.
Mi madre también enfermó de varias patologías por el sufrimiento hasta que falleció.
Mi sueldo de guardia era de unas 44.000 pesetas (264,45 euros). Me quedé en la calle, sin casa, sin trabajo y sin dinero. Con una “pensión” mensual de unas 5.275 pesetas, (31,7) euros al mes. ¡Qué vergüenza! Incluso, tardaron seis meses en ingresarme la pensión, y para ello, tuve que contratar un habilitado de clases pasivas para agilizar la pensión, porque no me llegaba y ni tenía dinero.
Pensé en quitarme la vida antes de entregar mi arma reglamentaria. Las lágrimas ocultas en la soledad y pensar en quitarme la vida no solucionaban nada, sólo yo sé lo que pasé. También pensaba en mi mujer y en mi hija, en que se quedarían solas, aún lo pasaba peor pensando eso, sería una cobardía, y yo no lo era. Entendí en aquellos momentos que no me extrañaba nada que guardias civiles y policías se quitaran la vida cuando son puteados, (dicho vulgarmente), te ponen en momentos y situaciones de tensión que no todos pueden superarlo.
Compre una vieja furgoneta y nos fuimos a las islas canarias mi mujer y mi hija, era todo lo que teníamos como vivienda hasta que encontré trabajo, tuve que trabajar abriendo pozos sépticos bajo tierra, también tuve que trabajar de zapatero remendón, de pintor en interiores de viviendas, de mecánico de coches, vendedor de piezas de repuesto de coches, albañil, montando a destajo techos por horas por las noches, de fontanero, etc. de todo cuanto nos permitiera poder vivir y salir adelante, posteriormente nos trasladamos a la Península.
Escribí decenas y decenas cartas certificadas a todas las autoridades, ninguna me respondió.
A partir de ahí, demostré a la Guardia Civil, al CESID y al Estado de lo que fui capaz. Lo recojo todo en mi libro titilado La Gran Injusticia le convirtió en TOPO, que va bien documentado y verá la luz a mediados de marzo. Un impresionante relato acerca de la que no podrás leer sin soltar unas lágrimas de dolor e impotencia.
Aun así, soy un entusiasta del benemérito instituto de la Guardia Civil y profundo conocedor de su historia.