"Pertenecemos a una Iglesia envejecida, enferma, pobre de talentos...pero hermosa"

Álvaro González: «No bastan palabras, tenemos que aprender a llorar y buscar caminos para reparar»

"Nos cuesta sintonizar con el mundo actual, no tenemos herramientas para comprenderlo, valorarlo, aprender de él"

Álvaro González: "No bastan palabras, tenemos que aprender a llorar y buscar caminos para reparar"
El Papa en Chile

Un gobierno sólo de hombres, donde no hay participación real de las mujeres en el discernimiento, en las decisiones y en la conducción, es una torpeza sin nombre

(Álvaro González, sacerdote y psicólogo chileno).-  Somos parte de una Iglesia herida, en crisis, con un episcopado desprestigiado y un clero cuestionado. Especialmente grave es el descrédito y la desconfianza que una parte importante de los ciudadanos tienen en nuestra Iglesia.

Estamos en una emergencia espiritual y de gestión que nos obliga a buscar caminos posibles para cambios importantes. Necesitamos detenernos y exponernos a una brisa fresca que nos despierte y renueve un ambiente enrarecido.

Algunas verdades que no podemos olvidar

Somos limitados

Somos parte de una Iglesia santa y pecadora, que se equivoca. No podemos 
olvidarlo ni por un momento. El Papa reconoce que se equivocó, nosotros también lo hacemos más a menudo que lo que tenemos consciencia.

Los sacerdotes y los obispos no somos súper-héroes sino tan frágiles y pecadores como todos. Somos pobres en talentos, con limitaciones y fragilidades de todo tipo, con cegueras y sorderas, con una evaluación falsa de sí, al considerarnos mejores, que sabemos dirigir la suerte de otros, que no necesitamos aprender de los demás. Se nos olvidó completamente que «Llevamos el tesoro en vasijas de barro».

No somos, y nunca hemos sido, una Iglesia de hombres y mujeres perfectos. Nosotros no lo somos, la Iglesia, como comunidad, tampoco es perfecta. Esta es la tentación más grave de los fariseos de ayer y de hoy porque se alteran todas las relaciones, se oculta nuestra realidad y nuestras carencias, se vive de «deberes ser» y de apariencias, y empieza la división de los buenos y los malos.

Los cristianos no somos hombres seleccionados, no somos parte de una elite, sino s implemente pecadores perdonados. Somos pecadores y sin embargo llamados a prestar un servicio para que otros, católicos y no católicos, tengan vida, crezcan en humanidad, descubran y gocen de ser hijos amados de Dios.

Necesitamos darle espacio en nuestro mundo para sentir el dolor y vergüenza por nuestra torpeza, ceguera e ingenuidad. El desarrollo emocional de nosotros sacerdotes es limitado. Tenemos que abandonar la pretensión de superioridad moral que por mucho tiempo nos asignaron y que nosotros nunca lo aclaramos.

El demonio cuando ataca nos hace ciegos, torpes, creídos. No tenemos consciencia que somos muy vulnerables a la seducción, a la tentación del poder, del prestigio, de la vanidad, y nos cuesta reconocerlo.

Todos somos seres inacabados, con zonas opacas en nuestras vivencias. Llevamos en nuestro interior sueños difíciles de aceptar y hechos poco claros, impulsos desatinados, palabras retenidas que no fueron dichas, olvidos voluntarios, violencias interiores.

Somos más verdaderos, más honrados, cuando nos hacemos cargo de nuestro lado oscuro y, si es posible, lo compartimos con verdad cuando alguien nos puede albergar.

No necesitamos solo que nos quieran sino también que por amor y con amor nos corrijan, que nos enfrenten. Tenemos que aprender a ser adultos.

Reconocer nuestra imperfección nos humaniza. Nunca disimulemos nuestras llagas, nuestras limitaciones. Tenemos que cargarlas, hacerlas nuestras, sufrirlas y con la ayuda de Jesucristo médico, sanarlas.

Si aceptamos nuestra imperfección esto nos permite recuperar la verdad de la vida y nos facilita comenzar y recomenzar, una y otra vez. Sólo quien reconoce su fragilidad y su pecado puede tener un corazón misericordioso con los demás.

Sabemos justificarnos, disculparnos, culpar a otros, mirar para otro lado, empatar. Lo hacemos muy bien. La autodefensa y culpar a otros nos aíslan y dañamos a otros.
La santidad no consiste en no pecar sino en volvernos al Señor, poner nuestra vida en sus manos y dejarnos inundar por el agradecimiento y su misericordia. Él no se cansa nunca de levantarnos, nos invita a descentrarnos y nos pone en el camino de los demás, a su servicio.

«Acércate a mi Señor, soy pecador».

Reconocer nuestros errores: Son muchos y grandes

El clericalismo, la concentración de poder en nuestras manos es una oportunidad para abusos de todo tipo. Nunca hablamos entre nosotros cómo manejamos el poder que está presente en toda relación. Es un tabú.
Toda autoridad que no tiene contrapesos y revisa su actuar regularmente tiende a abusar de ella. Así es el corazón del hombre.

Un gobierno sólo de hombres, donde no hay participación real de las mujeres en el discernimiento, en las decisiones y en la conducción, es una torpeza sin nombre. 
Ellas tienen una manera distinta de aproximarse a la vida, capacidad de mediar y una visión global, que los hombres no tenemos y que constituyen un gran aporte en todo grupo de trabajo. 
Es un escándalo en nuestro tiempo no contar con ellas y una pérdida enorme de sus habilidades y recursos en la vida pastoral.

Hemos tratado los abusos de todo tipo como pecados y no como delitos. El pecado puede ser perdonado, el delito tiene que ser castigado.
 Bajo una envoltura de bondad y de misericordia en nuestra Iglesia las faltas a la verdad, a la honradez, a la justicia, al aprovechamiento de otros por parte de los consagrados quedan impunes.

En nuestra Iglesia se castiga sistemáticamente a los que piensan distinto, a los que traen nuevas ideas, a los autónomos. Se valora excesivamente la uniformidad de los fieles, no respetando la consciencia propia y el discernimiento personal. 
El Creador nos ha hecho diferentes y nos invita a cada uno a hacer caminos distintos. La unidad no es el punto de partida sino una meta a lograr. La gran tarea es lograr la unidad de los diversos. La propuesta de uniformidad es una mala práctica, es tremendamente dañina. Nos mantiene en una fe infantil, (todo está prescrito), perdemos amplitud de alternativas, faltamos el respeto a los que no piensan, sienten y hacen como está mandado. El costo es que no nos permite crecer, adaptarnos a nuevos tiempos.

La Iglesia favorece en sus instituciones una atmósfera de amenaza y de miedo que no permite hablar, hacer, disentir de las figuras de autoridad. Sólo se permiten ovejas mansas y sumisas pero que mienten porque la realidad es otra. Cualquier crítica se le considera una afrenta, una deslealtad, una amenaza a la comunión.

En nuestra Iglesia tenemos miedo al conflicto, no sabemos pasar por ellos, afirmamos que va contra la caridad. No se permite hablar a la gente en los espacios eclesiales de su visión del país, de opciones sociales, políticas, morales que cada uno ha tomado, de los aciertos y desaciertos de la Iglesia. Es considerado una falta al buen entendimiento. 
Los conflictos además se manejan solo en el ámbito privado, o bien que se resuelvan solos, que pase el tiempo y se olviden.

Usamos en las comunicaciones oficiales un lenguaje retorcido, con todo tipo de cuidados para no molestar a nadie pero terminan por ser incomprensibles, irrelevantes. ¿Por qué no se hablan las cosas como son, en un lenguaje comprensible, especialmente para que los pobres, los que sufren la incomprensión y la injusticia puedan sentirse acompañados?

No fomentamos el protagonismo laical como una prioridad. La formación de los laicos de hecho no es la tarea primordial aunque las declaraciones se repitan sobre su importancia. ¿Nos asusta tener laicos maduros?, ¿Sabemos qué es lo que ellos necesitan?, ¿Cómo les presentamos a Jesucristo? Nos preocupamos más de lo devocional, de cómo celebrar los ritos litúrgicos y de la formación moral.

La Iglesia de los pobres, su riqueza, su experiencia, su vida de fe, su generosidad, sus preocupaciones en relación a la salud, la vivienda, la educación, no cuentan especialmente, aunque verbalmente está en primer lugar de nuestra preocupación.

Somos más cercanos y preocupados de las posturas y de la opinión de los que tienen el poder social, político y económico, de los medios de comunicación. Terminamos compartiendo sus mismas cegueras.

Nos cuesta sintonizar con el mundo actual, no tenemos herramientas para comprenderlo, valorarlo, aprender de él. Nos importa más la ortodoxia doctrinal que entender las nuevas realidades culturales, familiares, laborales, sexuales, el lugar de la mujer. Tenemos temores que todo lo nuevo va a perturbar nuestra tranquilidad, nuestro espacio de confort.

Nos falta una formación que nos ayude a discernir y a gustar de nuestros tiempos y que nos permita reconocer las presencias y las ausencias de Dios en la cotidianeidad del trabajo, de la vida familiar, de nuestras comunidades repartidas por todas partes.

Algunas sugerencias para enfrentar la crisis y emprender nuevos caminos, en consonancia con el Evangelio.

¿Cómo encontrar caminos nuevos partiendo desde la confusión y el error?, ¿Cómo reparar el daño provocado?, ¿Cómo hacer el duelo de costumbres del ayer? ¿Cómo soñar con una Iglesia con olor a oveja?

La crisis puede ser una buena ocasión de grandes aprendizajes. Es una inmensa oportunidad que se nos ofrece. Puede ser el punto de partida de una Iglesia novedosa, sencilla, profética, renovada, peregrina.

No podemos permanecer en el desencanto, en la queja, en la desolación, en la protesta. Más bien preocuparnos de estar abiertos a la visita de Dios que está siempre dispuesto a venir en nuestra ayuda. ¡El Señor no deja abandonado a su pueblo!

Fueron laicos quienes hicieron ruido y llamaron la atención de las fallas de los consagrados en el servicio de los demás. Necesitamos reconocerles su servicio. Ellos son parte importante de la Iglesia, nunca marginales.
 Se requiere urgentemente de un protagonismo laical. No podemos tratarlos como niños, no escuchados, sin espacio real para tomar decisiones.

Nuestros Obispos y los sacerdotes no podemos usar la estrategia de encerrarnos en grupos selectos, de aislarnos por temor, de culpar a otros de nuestras desgracias, de hacernos las víctimas para continuar en nuestra posición de poder.

El primer paso es reconocer la crisis y enfrentarla. «No supimos», «nos equivocamos», «hemos dañado gravemente la confianza», «Somos abusadores del poder, de consciencias y sexuales». Tenemos que asumir el dolor que hemos provocado a niños, a mujeres, a los que no cuentan, como también las consecuencias que se prolongan en el tiempo. No bastan palabras, tenemos que aprender a llorar, a sentir la aflicción, a expresar nuestro deseo de estar en comunión con ellos, a buscar caminos para reparar no solo el daño psicológico sino también la pérdida de la confianza en los ministros formados para ser testigos de la bondad de Dios.

Reconocer nuestro pecado y nuestros errores a quienes quieran escucharnos, e invocar la misericordia de Dios que es el que mejor sana y restaura lo dañado.

El tema central de nuestro ministerio es el cuidado de los demás, de toda persona humana, más allá de su pertenencia a nuestro grupo religioso. Somos especialistas en crear vínculos vitales y vitalizantes, así podemos ayudar a muchos a crecer en humanidad, darles a gustar la sabiduría del Evangelio, disponernos a consolar y a escuchar sus dolores y sus sueños, invitarlos a participar en las locuras del Evangelio. A menudo esto lo hemos olvidado y somos nosotros los que nos ponemos en el centro de atención de los demás.

Revisar nuestra larga historia que nos puede enseñar, que en la noche más oscura, surgen los más grandes profetas y los santos, hombres y mujeres que saben leer los tiempos y regalan su vida a causa de Jesús y el Evangelio.

Pongamos largamente nuestra mirada en Jesucristo más que en las dificultades, en los errores, en nuestras miserias. Él es quien trae las medicinas que necesitamos y que se llama «salvación».

Que sea el Espíritu quien nos guía en los cambios a hacer, no bastan sólo nuestros intereses, nuestras rabias y desencantos, o nuestras posturas ideológicas. Que sea el Espíritu quién nos dé audacia pastoral para crear caminos nuevos.

Por qué no dejarnos ayudar por una empresa seria que nos haga una auditoría pastoral: qué hacemos, por qué hacemos lo que hacemos, qué recursos tenemos, qué habilidades nos faltan, qué necesitan los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Atrevernos a levantar la voz, a confrontar ideas, a permitir que otros nos hagan preguntas por más fuertes que sean. No es una falta de respeto que nos cuestionen, que desconfíen, que seamos rechazados.

La tarea es inmensa: crear una cultura nueva de ser iglesia, y esto toma tiempo, de aprender a relacionarnos entre nosotros y con los demás, en descubrir el rostro bondadoso de Dios que ha sido olvidado, en disponernos a lavar los pies de tantos que lo necesitan. 
Que el Evangelio llegue a ser la Palabra que nos ilumina, en sanar a todos los que hemos dañado por el maltrato, por volver a poner en un lugar destacado a nuestro pueblo pobre con su sabiduría, con su generosidad.

Revisar cuidadosamente la formación que se les ofrece a los nuevos consagrados en los Seminarios y Escuelas donde se preparan los diáconos permanentes. ¿Quién nos enseña a ser pastores?

Pertenecemos a una Iglesia envejecida, enferma, pobre de talentos, pero sigue siendo una escuela de humanidad, un hospital de campaña, una presencia misteriosa de Jesucristo y el amor del Espíritu. Es nuestra Iglesia, pobre, limitada, pero hermosa.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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