Quien invoca se hace consciente de esa Presencia invisible que nos rodea, nos tutela y nos impulsa desde dentro
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(Jairo del Agua).- Me había quedado en que la oración no es para mover a Dios, sino para movernos a nosotros, como afirma rotundamente san Agustín.
¿Contradice eso al Evangelio? En él se lee claramente: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama se le abre» (Lc 11,9).
Para empezar, esas palabras me parecen una preciosa llamada a la constancia. Nada se construye sin permanecer en el proyecto. No se puede llegar sin permanecer en el esfuerzo de caminar. Quien pide, busca o llama está identificando sus aspiraciones, sus objetivos, y es lógico pensar que estará dispuesto a poner los medios para alcanzarlos.
Lo confirma la «parábola del juez injusto» (Lc 18,1). Una lección magistral sobre la perseverancia y NO un retrato del rostro de Dios, en nada parecido a un juez injusto y comodón.
La súplica tiene además más ventajas:
1. Reconocemos a Dios, su existencia, su superioridad, su cuidado.
¿Qué gritamos instintivamente cuando tenemos un dolor o un disgusto? ¡Ay madre! Aunque ella no esté, incluso aunque haya muerto. Llamamos instintivamente a nuestro apoyo, nuestro auxilio, nuestro amor. Eso nos consuela y sostiene sicológicamente.
Cuando una parturienta grita no es que pida nada, puesto que está rodeada de sus cuidadores y tal vez de su esposo. Grita por el esfuerzo de alumbrar una vida. Es el instintivo desahogo, el impulso para su esforzada aventura.
Algo parecido ocurre o debería ocurrir cuando suplicamos a Dios: «Gritamos mientras empujamos». Quien invoca se hace consciente de esa Presencia invisible que nos rodea, nos tutela y nos impulsa desde dentro. Él conoce, mejor que nadie, nuestra psicología y por eso nos dice «pedid», agarraos, cógete de mi mano y… camina.
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Confianza absoluta