"Obispo en sintonía con su pueblo, su nombre sigue suscitando polémica"

José María Setién, «el crucificado»

"Su rumbo: la fidelidad al Evangelio. Caiga quien caiga y le duela a quien le duela"

José María Setién, "el crucificado"
Monseñor José María Setién

El se pasó toda una vida insistiendo en que su vocación era ser obispo de todos. Pero el caso es que, cada vez que abría la boca, levantaba ampollas y se armaba la de Dios

(José Manuel Vidal).- Su nombre sigue suscitando polémica, incluso después de muerto. Sus compañeros obispos solían llamar a José María Setién «el crucificado». Y, a pesar de llevar 18 años de emérito, muchos le siguen odiando. Tanto que al obispado de San Sebastián siguen llegando a diario cartas, dirigidas a su antiguo titular. La mayoría, anónimas y furibundamente denigratorias. Otras, le animan a seguir en la brecha.

Muchas no llevan texto alguno en el interior, sólo mierda. Sí, excrementos de supuestos cristianos. Setién contestaba a todas las cartas, incluso a las que llegaban con dirección falsa, menos a las que sólo le mandan mierda, hasta que el alzheimer nubló su cabeza, otrora tan bien amueblada.

Se retiró en el año 2000, en una sucesión pactada con el Vaticano, pero en el País Vasco, siguió siendo, para muchos, una referencia de autoridad. Y es que incluso sus enemigos le reconocen su valía intelectual. Sus intervenciones públicas y sus homilías eran esperadas, estudiadas, escrutadas, analizadas, interpretadas por unos y por otros e, invariablemente, criticadas por todos y pasadas por el tamiz de los prejuicios de cada cual. El se pasó toda una vida insistiendo en que su vocación era ser obispo de todos. Pero el caso es que, cada vez que abría la boca, levantaba ampollas y se armaba la de Dios.

Para unos, «de obispo sólo tiene el nombre». Para otros, «es el santo y seña de todo un pueblo». Los españolistas le acusaban de ambigüedad y de cierta connivencia con ETA y de menospreciar a las víctimas. Los nacionalistas radicales le increpaban y recriminaban, entre otras cosas, su escasa preocupación por los reclusos de la banda terrorista y por tachar a los etarras de «mesías políticos, que no son ni representan al pueblo vasco». Lo han demonizado y lo han convertido en un auténtico «chivo expiatorio». Y él lo sabía.

Entre críticas de unos y otros, monseñor Setién siguió su camino de pastor de la Iglesia que mantuvo siempre el mismo rumbo: la fidelidad al Evangelio. Caiga quien caiga y le duela a quien le duela. Fue pionero, por ejemplo, en la denuncia y condena de los GAL, cuando la guerra sucia estaba en sus inicios. Y también dijo, hace ya años, que «la paz tiene un precio», pero no «cualquier precio». Y los acontecimientos parecen darle la razón.

Para entender a Setién hay que conocer su talante, su estilo vital. Era un intelectual de solidez reconocida. Sus frases eran de mucho latín. Pero al mismo tiempo, por ese mismo estilo analítico, era frío, distante ante la realidad, y quizás en exceso medidor de sus palabras. Y en el tema vasco la gente pedía corazón, indignación, pathos oratorio. Pero Setién era todo menos pasión. Y hablaba sin pasión ni acaloramiento incluso de su propia familia. Cuentan que cuando se enteró de la muerte de su madre, tenía que dar una plática a los seminaristas. Entró en la capilla, dio la plática, al terminar dijo que se había muerto su madre, y se fue.

José María Setién Alberro nació en Hernani el 19 de marzo de 1928. Su padre era arquitecto y una persona muy simpática y extravertida. En cambio, su madre era más reservada. Setién salió más a su madre. Eran cuatro hermanos. Dos murieron muy jóvenes. El otro, Teodoro Setién, vive en San Sebastián, está casado y se dedica a la industria de la madera.

 

Al terminar el bachillerato en el colegio del Sagrado Corazón con excelentes notas y con tan sólo 16 años decidió que lo suyo era el seminario. Al decirlo en casa, su padre le replicó: «¿No habrás tenido algún desengaño amoroso?». Pero la verdad es que nadie le conoce ni el más mínimo episodio afectivo en sus años mozos. Y eso que, de joven era alto, culto, de buena familia y bien parecido. ¡Todo un partido! Entre los alumnos del legendario seminario alavés era tenido por «el más sabio, el más santo y el mejor delantero centro».

Setién sabía que el premio de los lumbreras eclesiásticos era Roma. Y se fue a la Universidad Gregoriana, cuna de obispos y papas. De vuelta a España, enseña en el seminario de Vitoria. Al poco tiempo le llaman de la Pontificia de Salamanca, que dependía por completo del régimen de Franco. Y ya en Salamanca se gana la fama de «elemento estimulador de alumnos inquietos».

Poco después, monseñor Cirarda es nombrado obispo de Santander y llama a Setién para nombrarle su vicario general . Y de vicario general de Santander a obispo auxiliar de San Sebastián. Pablo VI quería en España prelados críticos y de profundo rigor científico, para que hiciesen frente al decadente régimen franquista. En 1979 sucede al frente de la diócesis donostiarra a Jacinto Argaya y, al poco tiempo, se gana las simpatías de su clero y de su gente.

Desde entonces, en Euskadi, Setién se convierte en toda una autoridad. Los pequeños detalles acompañan mucho. A pesar de su delicado estado de salud (sufría arritmia cardíaca), siempre conservó un impecable porte externo y una figura de vasco de buena alzada. Y cuando él y los suyos consideraron que, sobre todo por la enfermedad ya no estaba ‘presentable’, se recluyó en su casa, cortó con los medios de comunicación y no concedía entrevistas ni por teléfono. Mientras habló en público, lo hacía siempre despacio, sin levantar la voz, y matizaba mucho, porque las muchas aristas del paisaje vasco requerían mucho matiz.

Monseñor Setién era, a veces, inescrutable, sobrio y pluscuamperfecto. Sabía latín, griego, euskera, alemán, francés, italiano, algo de hebreo y hasta un poquito de ruso. Podía ser tan simpático o antipático como un ministro del Interior. Podría ser coronel, científico, lehendakari del Gobierno vasco o pelotari del Vaticano.

Sin descender de su atalaya intelectual, le preocupaba sobre todo dar testimonio de su «encarnación en la realidad de su pueblo». La pastoral de la encarnación era el primer objetivo que inculcaba a los curas de su diócesis. Porque monseñor Setién fue, ante todo, un obispo en sintonía con su pueblo. Algunos le postularon, incluso, para ofrecer el último servicio a Euskadi y a la Iglesia: mediar en el proceso de paz en curso. No se lo pidieron, pero muró tranquilo, contribuyendo desde su silencio a uno de sus sueños: ver la paz en el País Vasco.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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