"En el aniversario de su muerte tenemos la responsabilidad de recordar que es posible otra Iglesia"

Pablo VI: un papa muy criticado y no debidamente apreciado

"Permitió que un cierto aire fresco entrara en la Iglesia propiciando otra forma de comunidad cristiana"

Pablo VI: un papa muy criticado y no debidamente apreciado
Pablo VI Agencias

El pontificado de Pablo VI estuvo presidido por tres grandes objetivos: la renovación de la Iglesia, la promoción de la justicia y la evangelización del mundo

(Jesús Martínez Gordo, teólogo).- El pasado 6 de agosto se han cumplido cuarenta años de la muerte del papa Pablo VI (1978). A él le tocó liderar un tiempo eclesial complicado, pero, a la vez, creativo y esperanzador. Tras la muerte de Juan XXIII, y una vez finalizada la primera sesión conciliar (1963), se inicia su pontificado, teniendo que finalizar la recién iniciada Asamblea Episcopal y, sobre todo, proceder a su aplicación.

Su pontificado es objeto -cuando menos- de dos valoraciones: la que entiende que es quien pone las bases -por su comportamiento ambivalente, incluso en la misma aula conciliar- para una lectura involutiva del Vaticano II y la que considera que activa -tímidamente, por supuesto- una cierta renovación de la Iglesia que será frenada en los siguientes pontificados.

Los participantes en el XXI Congreso de Teología celebrado en Madrid del 8 al 11 de septiembre de 2011 tuvieron la oportunidad de escuchar el sincero y conmovedor testimonio de Giovanni Franzoni sobre su participación en el Vaticano II y, en palabras suyas, la penosa historia de su traición a manos de Pablo VI sin, siquiera, haber sido clausurado. La recepción involutiva del Vaticano II no arrancó, como habitualmente se suele entender, con el pontificado de Juan Pablo II y auxiliado por J. Ratzinger, sino en el aula conciliar, siendo el papa Montini el sucesor de Pedro. Con palabras del mismo G. Franzoni: «fue el mismo Pablo VI quien puso las premisas para que el Concilio pudiera ser, al menos en parte, ‘domesticado’ y el postconcilio ‘enfriado'». Y un poco más adelante abunda en la misma tesis: el papa Montini «tomó decisiones que amputaron el Concilio en sus potencialidades, y puso las premisas para una interpretación reductiva de los documentos del Vaticano II».

 

Avalaban esta conclusión, cuando menos, siete polémicas intervenciones suyas a lo largo de los trabajos conciliares y también en el tiempo inmediatamente posterior a la clausura de la Asamblea Episcopal:

1.- La famosa «Nota explicativa previa» a la Lumen Gentium (concretamente, al capítulo tercero) que va al final del documento conciliar, aguando -cuando no, disolviendo- la colegialidad episcopal.

2.- La proclamación de María -siguiendo al episcopado polaco- como «Madre de la Iglesia» y desoyendo el parecer mayoritario de los padres conciliares que la veían como «Madre en la Iglesia», es decir, como discípula de Jesús y no «sobre» la Iglesia.

3.- La reserva papal de la cuestión del celibato de los presbíteros ante la petición de algunos padres conciliares para que se ordenaran hombres maduros, (los que serán llamados más adelante, «viri probati»), es decir, padres de familia y con una vida profesional asentada.

4.- La reserva sobre la cuestión de los medios moralmente lícitos para regular la natalidad.

5.- La asignación de una responsabilidad meramente consultiva a los Sínodos de Obispos, dejando al Papa libre para acoger o rechazar sus propuestas. En realidad, semejante decisión obedecía a una estrategia que -alimentada, una vez más, por la curia vaticana- pasaba por «de-potenciar» el Concilio y, particularmente, la colegialidad episcopal.

6.- El desinterés por dotar a la Iglesia de las instituciones adecuadas en las que visibilizar y concretar la afirmación conciliar de la Iglesia como «pueblo de Dios». Podría haber erigido algo así como un senado de la Iglesia católica en el que estuvieran representados obispos, sacerdotes, monjes, monjas, religiosos, religiosas, laicos, hombres y mujeres, para debatir los grandes problemas. Nada de eso vio la luz.

7.- Finalmente, su negativa a que las mujeres pudieran acceder al sacerdocio.

G. Franzoni entendió que la gran mayoría de estas intervenciones papales obedecieron a una bienintencionada preocupación por evitar la ruptura de la comunión, sobre todo, entre la minoría y la mayoría conciliar. Sin embargo, le resultaba incontestable que su «obra de mediación terminó por limitar o cancelar la libertad del Concilio y, sobre todo, difirió al futuro problemas que más tarde reventarían, provocando consecuencias desastrosas. Montini estaba obsesionado por la búsqueda de una unanimidad moral sobre todos los textos conciliares: noble propósito, que sólo habría adormecido, más no cancelado, tensiones punzantes». Es cierto que este severo juicio no le impidió reconocer también algunos puntos positivos en su pontificado tales como su inequívoco compromiso en favor de la paz y la justicia en el mundo o la renuncia a la tiara papal, símbolo arrogante del poder temporal (también político) del papado; aunque semejante renuncia no supusiera el abandono de un modelo de gobierno absolutista, heredado de la historia.

 

Sin negar los hechos reseñados por G. Franzoni, no comparto su valoración del pontificado de Pablo VI porque entiendo que lo poco que se ha podido experimentar de lo mucho y bueno que hay en el Vaticano II -al menos, hasta Francisco- se lo debemos a él. Éste es un importante punto que G. Franzoni no tuvo debidamente en cuenta ni, por ello, lo resaltó como era debido. Muy probablemente porque los testigos directos de determinados acontecimientos -en este caso, de relevancia mundial- tienen dificultades para marcar distancias y valorar una gestión con perspectiva histórica. Tal fue la situación (o, si se quiere, el contexto vital), así lo entiendo, de la inestimable aportación de G. Franzoni.

A diferencia de él, creo que el pontificado de Pablo VI estuvo presidido por tres grandes objetivos que el mismo papa Montini explicitó en sendos documentos de indudable calado y que siguen marcando (para bien) nuestro actual momento eclesial: la renovación de la Iglesia («Ecclesiam suam», 1964); la promoción de la justicia («Populorum progressio», 1967) y la evangelización del mundo («Evangelii nuntiandi», 1975).

Y, en consonancia con tales objetivos, tomó relevantes decisiones en diferentes campos. Retengo algunas de las referidas a la renovación de la Iglesia, a pesar de la psicología hamletiana que, al decir de sus críticos, le caracterizaba: la reforma litúrgica que va propiciando desde el año 1963 hasta 1969; la institución del Sínodo de los Obispos (1965); el reconocimiento de la plenitud de poderes episcopales (1966); el Directorio Pastoral para los Obispos (1973), probablemente el texto más logrado de su pontificado desde el punto de vista jurídico y pastoral; una reforma -cierto que muy limitada- de la curia Vaticana (1967); la creación de la Comisión Teológica Internacional (1969); la renovación de la vida religiosa (1966) y, sin ánimo de ser exhaustivo, el gran impulso que experimenta el ecumenismo en su pontificado. Estas decisiones de indudable calado van acompañadas de la creación de instituciones tales como el Consejo del Presbiterio, el Consejo Pastoral y los vicarios episcopales. Además, limita la edad en el ejercicio ministerial a los 75 años y, sobre todo, pone en marcha las Conferencias Episcopales, dotándolas de un estatuto.

Es cierto que el papel de las Conferencias Episcopales resulta todavía muy modesto, pero nadie cuestiona que presenta un considerable interés ya que favorece el desarrollo de una conciencia de iglesia regional -abierta a desempeñar el día de mañana un papel semejante al desarrollado por los patriarcados- y permite expresar con mayor eficacia la comunión eclesial en el seno de la catolicidad. Su limitada capacidad para incidir en el gobierno de la Iglesia va a ser objeto de muchos recelos y tensiones, sobre todo, a partir de las reacciones que provoca la publicación de la encíclica «Humanae Vitae» sobre el control de la natalidad (1968).

Merecen un tratamiento menos elogioso sus reservas -como ya se ha expuesto antes de ahora- al control artificial de la natalidad, así como su negativa a que las mujeres pudieran acceder al presbiterado; un cierre provisional, a la espera de estudios mejor fundados; por tanto, no «definitivo», como así sucederá con Juan Pablo II.

 

Es cierto que Pablo VI llegó a sostener en alguna ocasión que el humo de Satanás se había infiltrado en la Iglesia. Sin embargo, también lo es que se trató de una referencia más ocasional, y casi anecdótica, en los últimos (y tristes) años de su pontificado. Lo cierto es que puso en marcha -insisto, tímidamente- el concilio Vaticano II. Y eso fue un enorme trabajo, no siempre valorado en la importancia que tiene. El papa Montini dejó entreabiertas -al menos, institucionalmente- las puertas que había abierto de par en par Juan XXIII. Al proceder de esta manera, permitió que un cierto aire fresco y primaveral entrara en la Iglesia propiciando -por supuesto, que con dudas y reticencias- otra forma de comunidad cristiana y de gobierno eclesial.

No es una mera anécdota que siga siendo todavía en nuestros días, sobre todo, para los sectores más involucionistas, el principal responsable de una supuesta disolución de la Iglesia en el postconcilio y, por tanto, un pontificado que superar y olvidar cuanto antes. En general, las suyas fueron reformas que, a pesar de la moderación desplegada, reconducirá Juan Pablo II con la ayuda del Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, J. Ratzinger, posteriormente Benedicto XVI.

En esto radica mi mayor distancia con la valoración de G. Franzoni: donde él vio al primer muñidor de la involución eclesial yo percibo a un papa tímidamente reformador, a la vez que angustiado por una posible ruptura de la comunión. Entiendo que es este temor -juntamente con su horror a propiciar una reforma excesivamente rupturista con los pontificados anteriores al de Juan XXIII- lo que le hizo ser excesivamente complaciente con la minoría conciliar. Pero también creo que semejantes cautelas no le impidieron poner en marcha muchas iniciativas reformadoras que hoy nos parecen, en su fragilidad, admirables; sin dejar de ser, por ello, tímidas y, a veces, hasta timoratas. Ni le bloquearon en su relación con el mundo, una relación impregnada -así lo entiendo- de «empatía crítica» y, por ello, muchas veces nada complaciente, no sólo en lo relativo a la sexualidad, sino también, y de manera particular, en todo lo referente a la promoción de la justicia y la paz.

En este verano de 2018 en el que conmemoramos el cuarenta aniversario de su fallecimiento, creo que tenemos la responsabilidad de recordar que es posible otra Iglesia. Y es posible, no porque se fundamente en las fantasías de algunos teólogos, sino porque ya lo fue, aunque tímidamente, durante la celebración del Vaticano II y en una buena parte del pontificado de Pablo VI.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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