José Ignacio G. Faus

Una vieja parábola sociopolítica

"El final de esta parodia aún no ha sido desclasificado"

Una vieja parábola sociopolítica
José Ignacio González Faus

Hubo un país cuyos políticos habían llegado a tal grado de descrédito, que el pueblo comenzó a pensar que estaban dando la razón a un antiguo y largo dictador

(José Ignacio González Faus sj).- Luis Coloma fue un literato jesuita del s. XIX. Miembro de la Real Academia, y padre de algunos mitos que hicieron fortuna entonces, como «el ratoncito Pérez» y «la camisa del hombre feliz» (que no tenía camisa). Es conocido sobre todo por la novela Pequeñeces, dura sátira sociopolítica, muy criticada por grandes figuras de la época como Juan Valera aunque, paradójicamente, defendida por plumas menos «católicas» como la Pardo Bazán y el mismo Galdós. Los «carrozas» de hoy todavía pudimos verla en película, allá por los años 50, con Aurora Bautista encarnando a Curra Albornoz.

Pues bien: Coloma cuenta en una carta (dirigida «A un gran señor titulado») otra parábola política, que él afirma no ser suya, aunque algún crítico lo discute. La reproduzco abreviándola un poco, porque su valor parece tan eterno que permite una parodia actual.

En aquellos tiempos de Esopo y Fedro, en que los animales hablaban, hubo una gran epidemia… Morían a centenares individuos de todas las especies… y todo parecía anunciar uno de esos horrendos azotes con que los cielos castigan a veces algún crimen oculto. Tal era el dictamen de un zorro muy perito, aunque algo jansenista, gran privado del anciano león, rey y monarca absoluto de toda aquella comarca.

Angustióse el real viejo…. Y mandó echar un público pregón para que todos se confesasen por turno con el confesor que su Majestad nombrase, que no fue otro que el mismo zorro sabihondo y jansenista.

Llegó primero el león, abrió la boca y comenzó a vomitar cuantos horrores y crueldades pueden imaginarse:…. Muertes, destrozos, robos…, de todo había hecho. Solo en el ramo de zorros había destrozado él, con sus propias garras, dos mil trecientos cuarenta y siete.

Atajóle la palabra el confesor sudando como un pato:
– Pero, sacra, real majestad, no se angustie de ese modo… vuestra majestad es rey, y la razón de estado requiere a veces muestras de energía…, exige actos de justicia.
– Pero ¿y los que me he zampado?
– Eso resulta per accidens, sacra majestad… Conque ea, váyase tranquilo y hasta la vista.

Llegó detrás un tigre muy bravío… Y lo que más le remordía era que muchas veces, sin hambre ni necesidad alguna, había destrozado víctimas inocentes por el solo placer de refocilar el hocico con el tibio correr de la sangre fresca.
Y cuando esto decía, como impulsado por el remordimiento metía el hocico por la oreja del zorro como si quisiera darle un beso en los mismos sesos.
– Necesidad del temperamento, serenísimo señor, repitió el zorro dando diente con diente. A veces puede demasiado el instinto natural y, si no, se siguen consecuencias.
– Pero ¿y los huérfanos que dejé?
– Per accidens, serenísimo señor. Vuestra alteza ¿se proponía dejar huérfanos o refocilar el hocico? Pues si era refocilar el hocico, lo demás resulta per accidens. Conque váyase tranquilo y hasta más ver.

Acercóse entonces una hiena muy devota y colmilluda. Y confesó mil horrores que no le remordían tanto como el haber profanado un cementerio, escarbando una sepultura para sacar un cadáver y comérselo a pedazos.
– Histerismo puro… Vuestra merced se come los muertos como otras histéricas comen tierra o búcaros viejos. Eso se lo dice al médico y no al confesor.
– Pero es que, anoche mismo me comí a un sepulturero que se me puso por delante…
– No me venga con escrúpulos, eso resulta per accidens… ¿lo entiende? Conque vaya tranquila y consulte con el doctor ese vicio del estómago.

Y así fueron pasando los más fieros animales, sin que acertase el zorro a distinguir ni el más mínimo delito, ni a señalar al culpado más responsable.

Llegó por último un jumento viejo, lleno de mataduras, lacias las orejas y escurrido el rabo. Acercóse con mucha humildad y sosiego… Levantó primero una oreja y luego la otra, como burro que medita o titubea…
– Yo señor zorro -dijo con toda la pausa y gravedad de su especie- no tengo cosa que mayormente me remuerda, ni mi vida aperreada me permite vicios. Me zurran más que merezco, y trabajo más que como. Solo en esto de comer tengo un escrupulillo que vuestra merced sabrá apreciar mejor que yo, pobre jumento… Fue esto un martes que volvía yo harto de caminar con pesada carga, sin haber probado en todo el día ni una hierba seca ni una brizna de paja. Pasamos al anochecer por un mesón y había en la puerta un saco de grano entreabierto y… sucedió lo que en estos casos sucede: al pasar, pegué una dentellada y me comí un puñado de trigo.

Saltó el zorro sobre la barandilla… y de pie sobre el confesonario, agarrando las orejas del jumento, seguía gritando:
– ¡Ya apareció!… ¡Ya está aquí el culpable! Este es el sacrílego que atrae la cólera de los dioses
– Pues ¿qué ha hecho?, gritaron de todas partes
– ¡Se ha comido la materia remota del Santísimo Sacramento!
No hubo más que decir. Levantóse una horrible algarabía de rugidos, relinchos… y millares de garras, dientes y picos cayeron sobre el infeliz jumento y le despedazaron, quedando así desagraviados los númenes y tranquilas las conciencias1.


Y, aunque Francisco de Asís decía aquello de «el evangelio sin glosa», como esto no es evangelio, permítase ahora una glosa que actualice el cuento.

En este planeta, o en otro de esos otros planetas posiblemente habitados, hubo un país cuyos políticos habían llegado a tal grado de descrédito, que el pueblo comenzó a pensar que estaban dando la razón a un antiguo y largo dictador que decía siempre con voz atiplada: «nuestro país no está preparado para la democracia; tenemos unos demonios familiares que nos lo impiden». Tanto se propagó ese recuerdo, que empezó a correr el rumor de que los militares preparaban un nuevo golpe de estado para instaurar una dictadura como la anterior: con más de «veinticinco años de paz», y matando al que no estuviera de acuerdo.

Asustados, todos los políticos, recapacitaron y decidieron ir a confesarse (políticamente, se entiende) con la más absoluta sinceridad, para que los confesores, al oírlos, dictaminaran quiénes eran los verdaderos causantes de esa terrible amenaza. Se nombró para ello un SM (Sumo Tribunal), presidido también por un zorro que a base de reverencias había logrado inspirar la más plena confianza.

Se acercó al tribunal el león, rey de aquella jungla política, y confesó compungido:

– «Mantuvimos una trama corrupta hasta llegar a tener una caja B con la cual ganamos elecciones injustamente, porque teníamos más dinero para invertir en ellas. Hicimos de la mentira nuestro programa político: diciendo por ejemplo que subíamos las pensiones mientras las bajábamos y nos comíamos casi toda la caja de reserva, aunque sabíamos que esa hucha iba a ser muy necesaria por el aumento de ancianos en el futuro»…

– Bueno, replicó el presidente del tribunal, pero la intención no era esa sino evitar que unos partidos ateos llegaran al poder e hicieran daño a la Iglesia y evitar que España pasara una vergüenza como la de Grecia. Eran situaciones muy límite. Y en situaciones límite hay que echar mano de recursos-límite. La razón de estado es la razón de estado. Y además ¿cómo sabe usted que los otros partidos no tenían otra caja B?

Vino entonces un auténtico tigre económico y confesó:

– «Hicimos una reforma laboral muy injusta: unos pocos se han vuelto más ricos y muchos jóvenes profesionales tuvieron que salir a buscar trabajo fuera de España, con lo cual ahora faltan enfermeras y médicos en nuestra sanidad».

– Claro pero ¡esa no era su intención! Lo que ustedes pretendían era librar al país del desastre de un gobierno derrochador que lo expuso a tener que ser rescatado por bancos de fuera. ¡Menuda vergüenza!
– Sí pero ¿y el hambre y el dolor que causamos?
– Son daños colaterales, culpa del gobierno anterior. Daños colaterales.
– «Lo que pasa es que luego, para evitar las protestas, dimos otra ley muy dura que incluso la han llamado ley mordaza».
– ¡Qué hermoso ejemplo de conciencia fina!, exclamó el zorro. Cuando hay normas difíciles de cumplir, la primera obligación de un buen gobernante es proteger a los encargados de que se cumplan. Por otro lado todo el mundo sabe ya que la presunta libertad de expresión está siendo una libertad para el insulto y para la blasfemia. Y es preciso poner coto a semejante desmán. De modo que váyase tranquilo.

  

Llegó entonces un camaleón, pequeño pero muy visible y, por primera vez en su vida, reconoció:
– «En la comunidad de donde vengo hay más de dos millones que quieren independizarse. Debo aceptar que hemos sido muy intransigentes con ellos, sin querer ni siquiera entablar un diálogo y haciendo nuestra política como si ellos no existieran. Les hemos negado el pan y la sal, como suelen decir. Incluso calificamos de cómplices del independentismo a quienes (sin serlo) no pensaban como nosotros. Debemos reconocer que lo que nos ha interesado no ha sido tanto dar una solución a la fractura de nuestro país, sino aprovecharla para sacar votos nosotros».
– Pero vosotros no teníais nada contra ellos en particular. Sólo queríais defender la unidad de la patria que es un mandato constitucional. Lo demás son solo daños colaterales. Y en cuanto a lo segundo, ¿qué partido no se mueve únicamente por el afán de ganar votos?

Apareció después una serpiente, sinceramente compungida:

– «La verdad es que nosotros hicimos un chantaje mal hecho. Cuando el gobierno quería hacer una reforma muy necesaria, le hicimos el chantaje de que si no intervenía ilegalmente en el poder judicial a favor nuestro, no le dábamos el voto. Además, controlamos toda la televisión en favor de nuestra causa. Y aprovechamos que unos políticos delincuentes habían sido injustamente tratados por un juez exagerado y poco imparcial, para presentarlos ante el pueblo no como «políticos delincuentes maltratados» sino como «presos políticos». Y eso que ellos sabían que eran delincuentes porque nada más cometer el delito se escaparon al extranjero escondidos. Y ahora se llaman exiliados en vez de fugitivos. Convertimos la injusticia del juez en inocencia del delincuente. Temo que hemos manipulado al pueblo».
– Sí ya vemos, ya, respondió el presidente del tribunal rascándose la frente. Pero… parece que todo eso no eran más que mecanismos de defensa contra un estado injusto, para llegar a construir una república donde no se daría ninguna de esas injusticias.
– «Pero como nos habían dicho que el fin no justificaba los medios»…
– Naturalmente. Pero esos medios no los usaban ustedes para conseguir la independencia sino para defenderse de un juez que no actuaba justamente.
– «Pero es que cuando estuvimos en la cárcel visitando a nuestros compañeros, comprobamos que hay otros delincuentes en la misma cruel situación de una libertad provisional que no se acaba nunca. Y solo nos hemos preocupado por esa injusticia cuando ha afectado a nuestros compañeros»…
– ¡Qué precioso ejemplo de finura de conciencia!, exclamó el zorro. Como si no supiéramos que las cosas hay que comenzarlas por algún sitio y que es mejor hacerlo comenzando por los más poderosos porque así tienen m´s publicidad… Váyase tranquila su humildad.

Así fueron pasando otros políticos que hablaban de unas ERES convertidas por ellos en ERRES, o de una vivienda oximorónica: porque pretendía ser a la vez lujosa e izquierdosa… Pero el Sumo Tribunal consideró que, en el primer caso, bien podría tratarse de una errata. Y que los adjetivos de la vivienda tenían en común lo de la «osa» y, por tanto, no parecía tan total la contradicción…

Finalmente apareció también un jumento con cara de apaleado y dijo al tribunal:

– Miren Uds., señores jueces: yo no soy un intelectual. Lo reconozco. Logré hacer una tesis doctoral que yo sé que es floja; pero la hice con toda honestidad como demostraron luego las máquinas. Solo que, después, me vi metido en un libro que había que publicar y copié varios párrafos de otro escrito de un diplomático, sin poner comillas ni dar la referencia. Total, pensé, si esto no lo va a leer nadie….

Al oír eso el presidente del tribunal se levantó rasgándose las vestiduras y gritando: «este es el culpable. ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Él mismo lo ha reconocido».

Y mientras los otros políticos se acercaban para oír la sentencia, el presidente exclamó con voz bien alta:

«Ha desacreditado totalmente la palabra escrita; y esa es precisamente la forma como Dios se reveló en la sagrada Biblia: ¡ha quitado credibilidad a la materia remota de la palabra divina!»…

N.B. El final de esta parodia aún no ha sido desclasificado.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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