José Ignacio Calleja

España, una tras otra

"Urge tomarse en serio la vida pública española y poner remedio a la sangría"

España, una tras otra
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No soy una revolucionaria, simplemente cumplo las normas y me he resistido de una manera pacífica y tranquila

(José Ignacio Calleja).- Malgorzata Gersdorf, presidenta del Tribunal Supremo de Polonia, dijo ante los periodistas algo extraordinario, con un proceder nada común en estos tiempos: «no soy una revolucionaria, simplemente cumplo las normas y me he resistido de una manera pacífica y tranquila».

El pasado julio, la magistrada, de 65 años, recibió una carta firmada por el Presidente de la República de Polonia, Andrzej Duda, en la que le comunicaba que había sido jubilada como jueza. Sencillamente, molestaba y la echaban. Cuando le preguntaron por qué hacía algo tan coherente, contestó: «fui nombrada por un mandato de seis años, como dispone la Constitución de este país. Y ninguna ley ni decreto es capaz de cambiar esto.Nadie está por encima de la Constitución».

Admirable respuesta en una mujer que vino a la política después de declarar «ya tenía suficiente dinero por mi trabajo privado y un puesto así es el máximo reconocimiento que se puede asumir». Solo por esta manera de pensar y atenerse a su cargo político, Presidenta del Tribunal Supremo de Polonia, esta mujer ya es admirable.

Viene a cuento entre nosotros este ejemplo de compromiso cívico y político, porque llevamos demasiado tiempo aplastados por protagonistas y decisiones sin la dignidad esperada. Es difícil levantar cabeza en estas condiciones de la vida democrática y social española. Cuando parece que la situación se enmienda, sucede algo que la complica de forma inapelable.

En su máxima actualidad e inmediatez, es el Tribunal Supremo el que se enreda en una sentencia imposible sobre «el impuesto de las hipotecas» y se hunde en el mayor desprestigio. Y a su lado, es la sentencia del Tribunal de Estrasburgo concluyendo que Arnaldo Otegi fue condenado por terrorismo en el caso Bateragune por un tribunal de la Audiencia Nacional donde el juez no gozaba de la debida imparcialidad, y por tanto, en falso.

Y a la espera, la instrucción del juez Llarena y el juicio oral en la Sala de lo Penal del Supremo sobre los encarcelados del proceso de independencia catalán y la calificación de los hechos hasta hoy tan diversa como imprevisible. Y en el día a día, ese goteo de chantajes de Villarejo, ¡chantajes a chantajeables, no lo olvidemos!, o de títulos académicos adquiridos en tómbolas nada benéficas, o de enriquecimientos ilícitos del Rey que se fue, protegido por un ominoso silencio hasta hoy, o mil casos que no deseo convertir en categoría política de la vida social, pero que sumados todos prueban una quiebra institucional de proporciones inabarcables, o casi.

Y, bien, todo esto lo sabemos pero por dónde seguir, qué hacer y quiénes lo haremos. Porque urge tomarse en serio la vida pública española y poner remedio a la sangría. Ya no es un problema de que este político, o aquel otro, o tal juez o ese otro banquero, no están a la altura. Hay instituciones enteras, en el ejecutivo, el legislativo y el judicial, y en la prensa y en la gran empresa, ocupadas por grupos de poder cuya ideología no es democrática y cuyos hábitos no son responsables con el bien común. Se cumple la letra de la ley, mal que bien, pero se cumple si no queda otro remedio. ¿Y qué más? Pero se obra en fraude de ley y de su espíritu vicario de la justicia.

Y así se elige una y otra vez a personas e interpretaciones de la ley y del bien común, tramposas y clasistas; la democracia española y sus leyes no están consiguiendo una transparente sustitución de generaciones y grupos de liderazgo en la política y la judicatura, en la información y la cultura, y el resultado es un vodevil. Tan esperpéntico y gracioso, si no hubiera víctimas, como peligroso para todos en su descontrol.

Por eso es importante traer a colación personajes europeos como la presidenta del Tribunal Supremo polaco y su actitud personal de fondo: «no soy una revolucionaria, simplemente cumplo las normas y me he resistido de una manera pacífica y tranquila». Sin mitificarla por una sola cosa, pero representa una necesidad de la vida política y social española, y es compartir y respetar algunos valores como «hagamos universal y transparente la formulación de la ley común».

Malgorzata

Por el tiempo que sea prudente, por cada generación en aquello que vea necesario, pero aceptemos «un modo pactado y transparente de formular la ley común, de sentirla necesaria y apreciada, de guardar la palabra dada mientras dura su vigencia». Si tanta gente en Europa y América piensa de la democracia española que es raquítica en sus prácticas y resoluciones, no es porque desconfían de la letra de su ley, sino de las ideologías e intereses de grupo a que las saben sometidas a menudo.

No es un problema de malas leyes, van a decirnos, sino de querencia por la trampa y la mano negra en su aplicación. Por eso nuestro tiempo, en cualquier lugar, y aquí, imperiosamente, está necesitado de reglas políticas y sociales más justas, y de testigos con dignidad para asumirlas en el espacio limitado que nos corresponde.

Aquí, entre la corrupción, el corporativismo de partido o grupo, las ideologías coraza que sacralizan lo propio y la dialéctica ellos-nosotros, (malos-buenos, perversos-justos, ladrones-víctimas), los panfletarios persiguen a los corruptos, embarrando el campo de juego hasta hacer inviable el partido.

España ahora mismo, como Estado, es un lugar donde es imposible jugar a nada, porque cada cual usa de la ley para salvar lo suyo frente a la justicia. La gente que consiga mantenerse como testigo de la dignidad, sobre todo cuando la ley ampara a los adversarios, a «los otros», y lo dice y defiende sin trampa alguna, esos aportan un capital ético y político insustituible.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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