"El cardenal alemán confunde universalidad con homogeneidad"

El manifiesto de Müller y la necesidad de creer en Cristo

"El legado de Cristo no fue un conjunto de leyes (por novedosas que sean), sino su vida misma"

El manifiesto de Müller y la necesidad de creer en Cristo
Cardenal Müller

Debemos insistir que la vida de la tradición cristiana no descansa en sus normas, sino en la capacidad de su Iglesia de amar a su prójimo, en la capacidad de cultivar el amor; ahí donde haya humanidad

(Mauricio Jullian).- El 8 de febrero del presente año, el que fuera el prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, el Cardenal Gerhard Muller, ha decidido publicar un «Manifiesto de la Fe» en la que, junto con un somero recorrido por algunos pasajes del magisterio y de las escrituras, busca dotar de claridad dentro del contexto de una «creciente confusión» dentro de la Iglesia.

No es propósito de esta columna ahondar en las diferencias teológicas que se pueden tener con Muller, sin perjuicio de que ella ha de enarbolar una comprensión de la teología cristiana fundamentalmente opuesta a la desarrollada por el Cardenal en su manifiesto.

Los temas que pretendo abordar aquí se oponen a las ideas que se pueden apreciar en lo que es una dura adhesión y fuerte presencia que entrecruza toda la disgregación teológica de Muller.

En algunos puntos, me atrevo a decir, no hay discrepancia; es en su contenido y comprensión con el resto de la tradición cristiana donde emerge una profunda diferencia.

Estos temas son principalmente, el carácter de la Fe y lo que él busca en el cumplimiento del magisterio, pero también; el carácter sacramental de la Iglesia católica, las posiciones relativas a la comunión de los divorciados y las mujeres.

Desde sus inicios y no sin complicaciones, el cristianismo se planteó como una tradición que apuntaba a lo universal; es decir, al carácter gratuito, constitutivo y pleno de la Gracia de Dios sobre la humanidad; una Iglesia conformada por un grupo voluntario en el que las diferencias sociales, raciales y nacionales se veían trascendidas: los hombres y las mujeres se agrupaban en su carácter de simples individuos frente a su Dios.

En esta comunidad religiosa, el contenido de la Fe no estaba en el conjunto de normas -útiles, por cierto- pero insuficientes. Este desapego a la Ley (particularizada en algún momento bajo la estructura de la Ley judía, pero vigente hasta el día de hoy en los evangelios y las Cartas de Pablo) tensionará desde edad temprana a la Iglesia, siendo su caso más perspicuo el conflicto teológico entre Pablo y la iglesia de Jerusalén.

En la evolución de estas tensiones podemos concluir que el legado de Cristo no fue un conjunto de leyes (por novedosas que sean), sino su vida misma. Una vida que encarna un modo de relación con los otros sin exclusividad, una entrega entera y gratuita. Una forma de vida que para los cristianos es mandamiento (Jn 15, 12-17).

Este contenido de la Fe es claramente identificado por Pablo (Ef 4:16; Ef. 5:1), Cristo no es la cabeza de la Iglesia en tanto líder autoritativo, o, dicho de otro modo, su autoridad no se deriva orgánicamente por su cualidad de divinidad, sino que materialmente, por lo que ella implica.

La Iglesia es la Iglesia de Cristo toda vez que ella encarna y transmite Su amor por los demás, el amor de Dios por la humanidad. Esta característica es, naturalmente, divina. Es expresiva de nuestra relación con Dios y de lo que Dios quiere para nosotros.

Sólo a través de Cristo tenemos acceso al Padre (Ef. 2:18), sin embargo, insiste Muller, «[h]oy en día, muchos cristianos ni siquiera son conscientes de las enseñanzas básicas de la fe, por lo que existe el peligro creciente de perderse en el camino hacia la vida eterna». Lo que ignora el Cardenal es que la universalidad del cristianismo, no se aprehende exclusivamente mediante la obediencia a las normas del magisterio, sino a través del amor, amor a los amigos e incluso, a los enemigos.

No obstante, los cristianos entendemos la magnitud de la tarea que implica amar al prójimo en un mundo de pecado. El mensaje de Jesús no es el mensaje de «un buen hombre, moralista o profeta» como teme Muller, sino de Dios mismo, en el amor de Jesús vemos a Dios manifestarse en toda su realidad.

Sin embargo, esta realidad es -y por ello la tradición cristiana es una tradición viva- un misterio. No sabemos a cabalidad qué y cómo es lo que se nos fue entregado. La revelación de Dios está inscrita en la historia, no es un contenido exclusivo que cayó del cielo, sino que se va manifestando en nuestras prácticas, en nuestros modos de vida.

Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, el Magisterio reconoce la imposibilidad de conocer todo el misterio de Dios, a través de sus precauciones en el modo en que hablamos de Él. Por lo que, en primer lugar, sólo podemos conocer a Dios a través de sus criaturas (CIC 41), y que nosotros no podemos captar de Dios lo que Él es, sino solamente lo que no es (CIC 43).

Volvamos a la crítica de Muller a la versión «neutralizada» de Jesús, ¿no es esta presentación deflacionada de Jesucristo una característica más propia de la ortodoxia conservadora? Para un católico conservador lo que te salva no es el amor, sino la Ley, la Ley de Jesucristo, enseñada y transmitida exclusivamente por la Iglesia Católica.

Esto queda de manifiesto en la disgregación bíblica de Muller, la mayor parte de las citas a las escrituras corresponden a pasajes que evocan la amenaza y la culpa de no seguir los mandamientos de Cristo y de su ministerio (2 Tes 2:10; Mt 7:13; 2 Tim 4:3-4). En definitiva, esta aproximación temerosa y amenazadora de las escrituras, que evidencia el temor que inspira varias ideas en su manifiesto hierra en el punto central del cristianismo.

Por otro lado, la «dictadura del relativismo» es otro de los temores que aparecen en su reflexión. Sin embargo, Muller no advierte que lo opuesto al relativismo no es la «certeza» obtenida por medio del cumplimiento de la doctrina, ya que el relativismo no es duda sino pluralidad. Lo opuesto al relativismo es la universalidad; y es por la universalidad por la que los cristianos debemos levantarnos.

Así, el Cardenal confunde universalidad con homogeneidad, siendo esta distinción un elemento crucial para entender su manifiesto.

Muller nos invita a seguir la Doctrina recurriendo (recordando) la serie de normas que la regulan, como, por ejemplo, el modo en que un divorciado puede participar de la comunión; el rol de las mujeres, el rol de los sacerdotes y de la Iglesia; ignorando el hecho de que el amor es universal, pero una universalidad venida a la gracia de su dinamismo y pluralidad. Amamos y podemos amar a Dios de infinitas maneras, así como la Fe del teólogo se practica de forma distinta que la del voluntario que hace un apostolado.

En esta inclinación homogeneizadora y preferente por la Ley, Muller señala que el cumplimiento de las normas «corresponde a las obras espirituales de misericordia». Para él la metanoia espiritual del cristianismo queda reducida a una práctica absolutamente objetivada, exterior, mecánica y ritualista. Como si el espíritu se renovara cuando cumplan a cabalidad estas normas.

No podemos no acordarnos de Pablo cuando se apela a la Ley como el camino último de la salvación, la ley siempre distingue entre quienes la cumplen y quienes no; esta distinción es para el cristianismo inocua (Rom 2:1; Rom 2:11); todos somos pecadores, por lo tanto, distinguir entre quienes la cumplen y quienes no es inocuo.

Luego, el carácter sacramental de la Iglesia, en la forma que lo reconoce Muller oblitera esta característica. Él identifica en la Iglesia la agencia exclusiva de cierto mensaje, afirmada por el magisterio como la norma que lo contiene y que lo protege.

Sin embargo, como ya vimos con Pablo, la confianza en la ley tiene límites; aun intentando hacer el bien podemos pecar; lo que realizo no lo entiendo, porque no hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto (Rom 7:15).

La tragedia de la Ley es que en ella no podemos encontrar la salvación, porque en su cumplimiento muchas veces no puedo hacer el bien que quiero, porque termino haciendo el mal que no quiero (Rom 7:19). Sólo el amor nos saca de este vórtice infinito entre ley y pecado, sólo el amor es la síntesis final entre la ley y su transgresión.

Consecuentemente, «el conocimiento de la ley divina y natural es necesaria para hacer el bien y alcanzar esta meta» es sin duda una afirmación correcta. Más no deberíamos remitirnos con ella al magisterio sino al amor expresado una y otra vez en las escrituras, es este amor y su conocimiento en nuestra relación con Dios lo que nos salvará.

De la misma forma que el conocimiento del amor es a la vez el descubrimiento de más y mejores formas de amar (como rechazar la esclavitud, la segregación racial, la guerra, la tortura, etc.) por sus frutos los conoceréis (Mt. 7:16).

Finalmente, en la lectura del manifiesto a la que esta columna busca dar algún tipo de respuesta, se aprecia una reiterada y a veces redundante apelación al Catecismo de la Iglesia Católica. Dejando entrever que su posición no se sostiene de la autoridad emancipadora de las escrituras sino de la conformación histórica de normas positivas que detentan una comprensión contingente de la tradición cristiana, pero no por ello menos situada en un contexto determinado.

Debemos insistir, incluso contra quienes reclamen por el cumplimiento de la ley, que la vida de la tradición cristiana no descansa en sus normas, sino en la capacidad de su Iglesia de amar a su prójimo, en la capacidad de cultivar el amor; ahí donde haya humanidad.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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