Holandeses en el Prado, por J.C.Deus

La pintura holandesa no está representada en el Museo del Prado con la brillantez de la italiana y la francesa, pero Miguel Zugaza prosigue con esta exposición la tarea de potenciar los aspectos menos conocidos del museo que dirige, fiel a su idea de que hay que disfrutar de lo que tenemos y dejar de lamentarse por lo que no tenemos. Una propuesta válida sobre todo en unos tiempos en los que se impone moderación en los gastos. Es el momento de ampliar nuestro conocimiento de sus fondos, de disfrutar de los tesoros ocultos del Prado, de mover el ingente legado que atesora en exposiciones temáticas de posibilidades casi infinitas.

Y en pintura holandesa tenemos mucho, más de lo que se supone: un centenar de obras de la pintura holandesa del siglo XVII, que van a poder verse y estudiarse como nunca se había podido hacer. La exposición acompaña solemnemente a la publicación del primer catálogo de la colección de pintura holandesa del siglo XVII del Museo del Prado. Reúne un amplio conjunto de las obras de esta colección prácticamente desconocida, ya que desde mediados de la década de 1940 apenas está representada en las salas del Museo. El catálogo a cargo de la especialista del Prado en el tema, Teresa Posada Kubissa, ha costado seis años de trabajo y se enmarca dentro de la tarea de catalogación completa de los fondos del Prado, iniciada con retraso frente a otros grandes museos que van ya por la tercera edición, pero ya felizmente en incontenible marcha.

Para añadir ‘mordiente’ a la exposición se ha traido desde Amsterdam por vez primera a España ‘La compañía del capitán Reijnier Reael y el teniente Cornelis Michielsz Blaeuw’, de Franz Hals y Pieter Codde, procedente del Rijksmuseum, que permanecerá expuesta hasta el 28 de febrero. Una obra que por sí sola merece una visita, y que como enfatiza el director del Rijks, es ejemplo de lo cambiante de la historia: aquellos veteranos milicianos que consiguieron derrotar al gran imperio de la época, visitan ahora Madrid en el que seguramente será su último viaje, aprovechando las obras de remodelación de su sede. Hals discutió con las autoridades municipales que le habían hecho el encargo y fue Codde el que terminó la obra. Comparar las partes que pintó cada uno es uno de los alicientes de este testimonio excepcional de hace casi cuatro siglos, contemporáneo de La rendición de Breda que inmortalizara Diego Velázquez.

Como puede suponerse, en este centenar de obras las hay de muy diversa calidad, aunque el interés testimonial no decaiga. Por supuesto que reina en la exposición el único cuadro de Harmensz van Rijn Rembrandt que poseé el Prado, esa famosa ‘Artemisa’ que ya no es tal, tras confirmar los especialistas que se trata den realidad de ‘Judit en el banquete de Holofernes’. Otra Judit, ‘Judit presentando la cabeza de Holofernes’ de Salomon de Bray sirve de portada al catálogo, en el que podemos destacar entre otras las obras ‘Retrato de una señora de la familia van Beijeren van Schagen (¿Theodora van Duvenvoord?)’ de Michiel Jansz van Mierevelt; ‘Gallo muerto’, de Gabriël Metsu; ‘Paisaje invernal con patinadores’ de Joost Cornelisz Droochsloot; ‘Johanna Martens’ de Paulus Moreelse, y ‘Emblema de la Muerte’ de Pieter Steenwijck.

LA PINTURA COMO AFIRMACIÓN NACIONAL

Por pintura holandesa se entiende la producida en las llamadas Provincias Unidas del Norte desde que, tras la firma de la Unión de Utrecht en 1579, se constituyeran en nación independiente, mientras que las Provincias Unidas del Sur (Flandes) permanecieron bajo dominio español. Eran siete provincias de las que Holanda era la mayor y su capital, Amsterdam, el motor económico de esta nueva nación que a lo largo del siglo XVII llegó a convertirse en una de las principales potencias europeas. La poderosa burguesía comerciante promovió un intenso desarrollo cultural y se sirvió de la pintura como el mejor vehículo de afirmación de la nueva identidad nacional.

Holandeses en el Prado se ha organizado en torno a tres secciones: cuadros holandeses procedentes de las colecciones de Felipe IV y de Carlos II; cuadros holandeses de la colección de los Borbones; y nuevas adquisiciones: legados, donaciones, daciones y compras. Muchas de las obras expuestas han sido restauradas con motivo de la elaboración del catálogo. Gracias a estas restauraciones ahora se pueden apreciar las sutiles gradaciones cromáticas, los bellos efectos lumínicos o la precisión del dibujo de buen número de obras, cuyo estado de conservación impedía su justa apreciación.

Sobre la primera sección, hay que recordar que la escasa presencia de pintura holandesa en los inventarios de las colecciones de los últimos Austrias, Felipe IV y Carlos II, se debió al contexto histórico y político, y además respondió a una cuestión de gusto y de desinterés artístico. Los pintores holandeses trabajaban en un ambiente protestante y, en su afán por liberarse de la influencia del Sur católico, habían optado por vincularse a la tradición pictórica nórdica, que era la defendida por la Iglesia reformada de línea calvinista imperante en Holanda. Se trataba, además, de un pueblo que había luchado por dejar de ser súbdito de la corona española y era enemigo de la Iglesia de Roma.

Como consecuencia, y a pesar de su extraordinaria e innegable calidad pictórica, Felipe IV y Carlos II –igual que otros coleccionistas italianos y franceses del siglo XVII– no podían encontrar deleite en unas obras vinculadas a esa tradición, que se apartaba del idealismo clasicista derivado del humanismo renacentista en favor de una pintura descriptiva y doméstica basada en el objeto y en la representación del entorno y el quehacer cotidiano.

Pero la llegada de la nueva dinastía de los Borbones coincidió con el cambio de siglo y con un giro en el gusto artístico. Felipe V e Isabel de Farnesio, ambos pasionados coleccionistas, trajeron consigo el interés por los cuadros de gabinete flamencos y holandeses que entonces imperaba en las diferentes cortes europeas. Como consecuencia ingresó en las Colecciones Reales un elevado número de cuadros flamencos y, aunque en menor grado, holandeses, que sus sucesores no hicieron sino incrementar.

En la segunda sección de la exposición se muestra una selección de los cuadros holandeses reunidas por los sucesivos monarcas de la Casa de Borbón. Abarca todos los géneros propios de la escuela: marinas, paisaje invernal, escenas de género, bodegones, cacerías, batallas y pinturas de historia.

A éste último género pertenece el cuadro de Rembrandt Judit en el banquete de Holofernes (antes conocido como “Artemisa”), que fue adquirido por Carlos III. Es una de las obras maestras del Museo del Prado y la única pintura del gran maestro holandés, hoy aceptada por todos los especialistas, que se conserva en nuestro país.

Finalmente, la tercera sección incluye las obras holandesas que ingresaron en el Museo del Prado en el siglo XIX a través de legados y donaciones, y las que ya en el siglo XX lo hicieron además a través de daciones y de compra directa, lo que ha permitido cubrir algunas de las lagunas de la colección, como el bodegón y, sobre todo, el retrato. Es todavía amplia la tarea por realizar en este sentido, pero estos nuevos ingresos demuestran que la holandesa es una colección viva y en continuo crecimiento.

REUNIÓN DE EX COMBATIENTES

Unas palabras más sobre ‘La compañía del capitán Reijnier Reael y el teniente Cornelis Michielsz Blaeuw’, testimonio impresionante de la reunión de estos 16 ciudadanos para conmemorar su participación años antes en la lucha contra los Tercios de Flandes. Frans Hals (1581/85-1666) fue uno de los pintores holandeses más conocidos del siglo XVII, junto a Rembrandt y Vermeer. Aunque Hals desarrolló su carrera en Haarlem, el encargo para pintar este cuadro le llegó de Ámsterdam en 1633. Tras surgir una disputa entre los comitentes y el pintor por la tardanza de éste, la obra fue terminada como decíamos anteriormente, por Pieter Codde (1599-1678), un importante pintor de Ámsterdam, en 1637.

La parte pintada por Hals es una muestra del momento más brillante de su carrera. Hals diseñó toda la composición, y pintó al menos las siete figuras de la parte izquierda de la escena. Las animosas expresiones de los rostros y la disposición de las manos y las cabezas de los personajes, que parecen participar de alguna acción o conversación, son recursos característicos del artista. También es un rasgo típico de Hals el protagonismo que adquieren algunas pinceladas, que utiliza fundamentalmente para describir los brillos causados por la luz. Esta forma de pintar, similar a la de Velázquez, haría de él un pintor predilecto de su compatriota Vincent Van Gogh (1853-1890), que expresó en una carta su admiración por la figura del abanderado en este cuadro.

La parte de esta escena pintada por Pieter Codde (a él se atribuyen las figuras de la parte derecha del cuadro, e importantes repintes en los atuendos de otros personajes) dista de su minuciosa técnica habitual, y demuestra que se esforzó por seguir el estilo de Hals. El cuadro pertenece al tipo de retrato de grupo conocido como “compañía de milicianos”, que es característico de la pintura holandesa de los siglos XVI y XVII. Existían en Holanda desde finales del siglo XVI cuerpos de voluntarios formados por las elites urbanas, que se reunían en caso de necesidad, y que encargaban retratos de grupo para instalar en sus lugares de reunión. En la época en que se pintó esta obra (y también el cuadro más famoso del género, la llamada Ronda de Noche de Rembrandt, de 1642) estas agrupaciones seguían participando ocasionalmente en conflictos bélicos, y recordaban el papel de las milicias en la lucha por la independencia frente a la Monarquía española.

Dentro del contexto del Museo del Prado, es interesante llamar la atención sobre un fenómeno paralelo que tenía lugar en España. Del mismo modo que el cuadro de Hals y Codde se puede considerar como una forma de propaganda visual que ensalza la disposición de los retratados a defender la República, en la corte de Madrid se realizaron en los mismos años cuadros que ensalzaban las victorias obtenidas por los ejércitos españoles. Una de estas obras es La rendición de Breda (Las lanzas) de Velázquez, pintado en 1634-35, que celebra la toma de la ciudad de Breda por parte de los ejércitos del rey de España. El cuadro de Frans Hals y Pieter Codde expresa la orgullosa respuesta de un bando; el cuadro de Velázquez, la del otro.

Para saber más de la exposición
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Autor

José Catalán Deus

Editor de Guía Cultural de Periodista Digital, donde publica habitualmente sus críticas de arte, ópera, danza y teatro.

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