Opinión / Tribuna Libre

La muerte de Sócrates

La muerte de Sócrates
Sócrates.

Si en la Cuaresma recordamos la Pasión de Jesús de Nazaret, no está por demás que recordemos también la muerte de Sócrates. Detesto la impostura allí donde la haya; más no puedo ocultar mi convicción que, en la naturaleza humana de Sócrates y de Jesús, se vislumbran dos vidas paralelas.

Me inquietaba que mis compañeros de universidad me atribuyeran, con demasiada ligereza, la condición de socrático. El calificativo trae causa de mi viejo y docto profesor en Filosofía del Derecho, el catedrático don Felipe González Vicéns. En los ambientes académicos pasaba por ser el más reputado filósofo del Derecho de España (sin demérito de don Joaquín Ruiz Jiménez). Estudió con Martín Heidegger y Carl Smit, y su sapiencia como docente la adquirió junto a la flor de la filosofía germana del momento, en la Universidad de Friburgo; años antes de la Segunda Guerra Mundial.

Don Felipe sí que era un socrático. Todos los años clausuraba el curso académico con la misma lección magistral: La Muerte de Sócrates. Acudían numerosos alumnos de las facultades de humanidades (Filosofía, Historia, Literatura y Lenguas Clásicas). El aula magna de la Facultad de Derecho era una fiesta intelectual. Cuando llegaba el maestro se producía un silencio reverencial. El filósofo subía al estrado con majestad; impecable, como siempre: traje cruzado bien cortado, corbata sobria y camisa y pañuelo de seda cruda.

Comenzaba su lección con una magnífica oratoria y, poco a poco, nos conducía hasta el Ágora de la Atenas de Pericles. Era tal la magia y la pasión de su discurso que, gradual, sutilmente y sin advertirlo la audiencia, se producía una metamorfosis: el discurso se convertía en una dramática y bellísima representación teatral. Un fascinante dialogo, entre Sócrates y don Felipe. Conmovidos por la emoción y en el culmen de la representación, para los más sensibles, era imposible impedir que por la mejilla de algunos se deslizara una furtiva lágrima; esto explica por qué mis compañeros me asignaran la condición de Socrático.

Al terminar la disertación, sobre la audiencia se precipitaba una catarsis que se exteriorizaba, puestos en pie, en una cálida y afectuosa ovación en honor y reconocimiento y gratitud, al viejo profesor.

Si alguna vez llegué a ser un socrático, con el tiempo esa entrañable inclinación juvenil se ha disipado. Las circunstancias han cambiado y hoy, por mis diatribas y catilinarias en contra de la corrupción política, sin renunciar al pasado, me reconozco más próximo a otros personajes como Catón, o a Cicerón, o al estoicismo de Séneca, o al naturalismo positivista de Émile Zola, o al polemista liberal Jean Francois Revel.

Arrumbado el socialismo marxista de juventud por el devenir de la Historia, reconozco la influencia de determinados pensadores liberales: Isaiah Berlin, Walter Benjamin, Karl Popper, Ortega y Gasset y Raymon Aron. Son a quienes debo la revalorización de la cultura democrática y la visión de las sociedades abiertas. Y, ¿por qué no?, también a Don Quijote, desface entuertos, defiende las libertades y lucha contra las injusticias: el primer liberal; sin temor a equivocarme.

Sócrates vivió una época turbulenta donde la Guerra del Peloponeso y la dictadura de los Treinta Tiranos marcaron Atenas con violencia e inseguridad. Es muy posible que, tras su participación en la vida pública y su contacto con los sofistas, Sócrates cultivase el dialogo con un grupo cerrado de aristócratas, entre ellos Critias y Cármides, parientes de Platón.

Como afirmaba Cicerón, Sócrates hizo bajar a la Filosofía del cielo a la tierra. El objetivo de Sócrates era el educar al hombre por medio de un continuo ejercicio en busca del bien que, en la ciudad, no podía ser otro que el bien colectivo, la Justicia. Ese ejercicio tenía también un nombre, areté, la excelencia humana, la virtud. La tradición griega había enseñado que los héroes eran aristoi, los mejores. Pero las excelentes cualidades que poseían se debía a su nacimiento, a dones especiales de los Dioses. Esa areté era algo heredado.

Con el nuevo cambio social que tiene lugar en el siglo V y con los valores de la democracia, se plantea el problema de si se puede aprender la virtud, como se aprende Matemáticas. Este planteamiento, en consonancia con el mundo de los sofistas, que enseñaban con la retórica a persuadir y convencer a los otros, modula en Sócrates una nueva moral. Una moral independiente de la tradición y que ha de construirse en función de la solidaridad y, sobre todo, de la racionalidad. La inteligencia, el sentido común y la armonía de los deseos so las bases de esa sabiduría ética, levantada desde la experiencia concreta de los hombres. Por ello, una virtud que tiene como fundamento la racionalidad puede, en consecuencia, enseñarse.

¿Se pude aprender la areté (virtud)? ¿Puede el ser humano mejorar su naturaleza? Los sofistas respondieron positivamente con sus enseñanzas a esta pregunta, sin embargo, Platón se planteó este problema en otros términos. Platón propone que el aprender determinadas formas de excelencia humana no es para dominar a los otros, sino para dominarse a sí mismo. Y este dominio supone el conócete a ti mismo, tal como decía la inscripción en el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos. La areté, radica, pues, en el conocimiento, porque, al preguntar si podemos aprender una forma de hacer mejor nuestra natural condición, tenemos que saber, en primer lugar, lo que buscamos y lo que queremos ser.

El concepto de aristocracia en la Gracia antigua nada tiene que ver con el actual, que procede del linaje. Aristoi eran los mejores, la excelencia y los héroes. Aristocracia era el gobierno de los mejores: una meritocracia. No la vulgaridad y la descomposición ética que hoy nos envuelve.

A pesar de que no dejó escrito alguno, es un hombre que ha resonado sin cesar en la cultura europea. No es su obra, ni siquiera su vida lo que ha despertado tanto interés. De Sócrates parece que lo que verdaderamente interesa es su muerte. Porque en la muerte, al menos en la interpretación de Platón, presenta un aspecto trágico y, al mismo tiempo, ejemplar. La muerte de Sócrates plantea un problema fundamental: el de la relación entre el individuo, la sociedad y las leyes, y también el de la relación del individuo con su propia existencia y con la justicia.

En el año 399 A.C., tres ciudadanos le acusan de tres delitos: no respetar a los dioses de la ciudad, introducir nuevos dioses y corromper a la juventud con sus enseñanzas. Estos procesos de impiedad, que implicaban una culpa ante los dioses, ante los muertos, los padres y la patria, habían sido relativamente frecuentes en Atenas. Una religión como la griega, sin clase sacerdotal que la administrase dogmáticamente, tenía, a veces, que acudir al fundamentalismo y al extremismo de ciertos políticos.

La votación contra Sócrates no fue en principio numerosa, sin embargo fue condenado a muerte. Tres diálogos platónicos han expuesto con extraordinaria belleza sus últimos momentos: la Apología, que es en realidad la defensa puesta en boca de Sócrates por Platón y con la que intenta rechazar los cargos que le acusan, el Critón y, sobre todo, el Fedón. Entre los muchos rasgos que Platón destaca en Sócrates, el más característico es su negativa a huir, ya que para Sócrates es más importante acatar las leyes que salvar su propia vida.

Es curiosa la concomitancia que se da en algunos aspectos entre la personalidad de Sócrates y la de Jesús de Nazaret. No dejaron sus enseñanzas y doctrina por escrito. En el caso de Sócrates las recoge su discípulo Platón; en el de Jesús sus discípulos los evangelistas. Pablo de Tarso, como intérprete del Nuevo Testamento, se puede equiparar a Vladimir Ilich Lenin en cuanto a la hermenéutica que éste hizo con el marxismo. Jesús fue condenado por blasfemia (¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo?: Tú lo has dicho) y por subversión (¿Eres Tú el rey de los judíos?: Tú lo has dicho). Ambos personajes históricos terminaron sus días ajusticiados por sus coterráneos-coetáneos.

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