Los sindicatos gallegos saben perfectamente que Galicia sólo es el escenario del drama del Naval gallego. Que la propiedad intelectual de ésta tragedia por capítulos es de los sucesivos gobiernos del Estado. E incluso que un final feliz o infeliz, con más papeletas para que suceda lo segundo que lo primero, ha dependido, depende y seguirá dependiendo de Bruselas.
Las fotos de las marchas sobre Santiago de Compostela, pueden servir de consuelo a los 14.000 trabajadores de un sector que lleva años caminando por la cuerda floja. Desahogarse con una Xunta indefensa, sin competencias y con el ingrato papel de hacer de sparring de sus iras, es humanamente comprensible y mediáticamente reconfortante el día siguiente. Pero exactamente igual de inútil que exigirle peras a un olmo.
En Naval gallego está tocado desde el momento en el que, una España aspirante a entrar en el selecto club de Europa, decidió escogerlo, junto a otros sectores de la economía española, como parte del peaje para que nos admitiesen como miembros de pleno derecho. De aquellos polvos vienen estos lodos. De aquel complejo de inferioridad en aquella España que anhelaba salir de medio siglo de aislamiento, viene ahora ése llanto y crujir de dientes. Sobre todo en Galicia, una de las comunidades autonómicas españolas que ha pagado con más sangre, más sudor y más lágrimas la incorporación de España a la disciplina europea.
La dichosa cuota láctea, la discriminatoria regulación agrícola, el asedio implacable y permanente a la mayor flota pesquera de la Unión Europea y la debilidad para aceptar con resignación cristiana la brutal reconversión naval, ha dejado a Galicia sin defensas para afrontar los catarros o las graves neumonías económicas.
La Xunta de Galicia es lo que pilla más a mano a los sindicatos gallegos para justificar su existencia. Pero con el Naval están malgastando energías inútilmente. Apuntar con los cañones a la Consellería de Economía e Industria es como intentar matar moscas a cañonazos. Es un blanco equivocado. Es el intento a la desesperada de matar a un simple mensajero, cuya misión consiste en hacer llegar el mensaje a Madrid para que otro mensajero, de mayor graduación, le lleve a su vez el mensaje a Bruselas.
Al margen del legítimo rol que deben desempeñar los sindicatos gallegos, aceptando las lógicas tentaciones que puedan tener los partidos de la oposición y respetando el derecho de los trabajadores a pelear por su futuro por todos los medios legales a su alcance, quizá ha llegado el momento de que los gallegos nos hagamos una
pregunta: ¿Cuál es el verdadero blanco al que deberían apuntar nuestros cañones?
A grandes males, grandes remedios. El sector de la construcción naval no es que sea estratégico, sino vital para la economía gallega. Santiago sólo sugiere, Madrid sólo propone y es Bruselas, ése emporio de eurócratas, el que dispone, el que tiene la última palabra, el que ha devuelto a corrales, por tercera vez consecutiva, la nueva propuesta de alternativa al tax lease que trae a Galicia por la calle de la amargura. Una vez que se ha llegado a éste punto, con intrigas de Holanda y titubeos de Almunia, que han ido llenando de pedidos a los astilleros italianos y alemanes, quizá se necesite un salto geográfico cualitativo en las reivindicaciones del naval gallego: una gran manifestación en el corazón de Europa, la foto en Bruselas, bajo el balcón de Almunia, que puede dar la vuelta al
mundo, no en ochenta días, sino en apenas ochenta segundos a través de las redes sociales.
Galicia debería hacer girar sus cañones hacia Bruselas. Allí se están lavando las manos, se dejan llevar por el ritmo somnoliento de la burocracia, mientras en Galicia, en España, nos dedicamos a la inútil tarea de matar al mensajero, a la Xunta, al gobierno del Estado, siguiendo una inercia ancestral que siempre conduce a la melancolía.