La imagen de Pepe Blanco, en sus últimos estertores como Ministro de Fomento en funciones, declarando inaugurado el AVE Coruña-Santiago-Ourense, pasará a la historia como un paradigma de la inmadurez y el infantilismo que sigue instalado en la política española.
De aquel día 10 de diciembre de 2011, quedan fotos, discursos y declaraciones que permitirán explicarle a futuras generaciones esta etapa de la historia española en la que se detectó la profunda decadencia de la gobernanza.
Un Pepe Blanco alzando prácticamente las manos a lo «campeón»; un Núñez Feijóo como un chiquillo que acababa de recibir el regalo soñado de un «Ibertren»; tres alcaldes de las ciudades afortunadas cebados de orgullo como capones de Vilalba.
Esa imagen, tres meses y medio después, resulta patética. La primera línea mágica del AVE gallego está estancada en un máximo del 20% de pasajeros. El precio de los billetes excluye a una inmensa mayoría de gallegos, cuyo poder adquisitivo (salvo una esporádica locura) no les permite utilizar con asiduidad ese medio de transporte. Y los pocos privilegiados que pueden permitirse el lujo, se quejan de la escasa operatividad que ofrecen los absurdos horarios de ida y de vuelta.
La muestra del primer tramo del AVE en Galicia debería ser desalentadora. Pero, paradójicamente, enardece cada día más a los políticos. No importa que estén en el Gobierno o en la oposición. El AVE se ha convertido en una bandera que ondea en los mástiles del centro-derecha o el centro-izquierda gallego.
Feijóo lo persigue con el mismo afán con el que Manuel Fraga perseguía corzos para su vitrina de trofeos de caza. Pachi Vázquez, que formó parte del gobierno gallego bipartito, que tuvo a Blanco de Ministro de Fomento y a Zapatero en La Moncloa, lo enarbola ahora como arma arrojadiza contra la Xunta. Los medios de comunicación lo airean a los cuatro vientos, en plena borrachera mediática de «nuevoriquismo». E incluso el pueblo gallego, salvo honrosas y abundantes excepciones, sigue entrando al trapo de la Alta Velocidad como una de las panaceas de todos sus males.
El AVE, en su momento, era una solución para Galicia. Hace apenas cinco años, cuando la crisis llamó a la puerta, empezó a ser un problema. Y, ahora mismo, por muy buena voluntad que tenga Ana Pastor, la señora ministra de la cosa, es un disparate. El mismo día en que Portugal tiraba definitivamente la toalla del AVE, tras un dictamen demoledor del Tribunal de Cuentas lusitano, doña Ana Pastor sacaba pecho, con perdón, en Bruselas, y le anunciaba a los gallegos su sublime decisión de llevar la línea atlántica del Tren de Alta Velocidad hasta la mismísima frontera que marca el río Miño.
Quizá uno de los deportes nacionales sea considerar tontos a nuestros eternos vecinos portugueses. O tal vez el defecto de los españoles consista en pasarnos de listos.
Pero el AVE, en el que tantos dirigentes españoles, de todas las ideologías, han puesto sucesivamente todas sus complacencias, ha dejado de ser una prioridad. El sueño del «Ibertren» de tantos políticos estatales, autonómicos y municipales se ha desvanecido. Se puede seguir montando numeritos con maquetas, con planos, con excavadoras, con licitaciones, incluso con adjudicaciones. Pero, de momento, el AVE es el gran juguete roto en los sucesivos Presupuestos Generales del Estado.
Si la nueva gobernanza que está surgiendo del frío de la crisis impone, por encima de todas las cosas, una férrea disciplina en la política de prioridades, los proyectos de Trenes de Alta Velocidad deberían quedar en vía muerta hasta que los vientos soplen más propicios.
En Galicia, sin ir más lejos, casi 300 mil parados, decenas de miles de comercios cerrados, autónomos con la soga al cuello, miles de Pymes en la UCI, un Naval que se hunde, una invencible flota pesquera que lucha contra los elementos en Europa, una agricultura que se desvanece, una ganadería que agoniza, una economía anémica, un pueblo que se desangra en su poder adquisitivo, no se merecen que su gobierno, su oposición y su única ministra en el gobierno de Madrid, caigan obsesivamente en la tentación de «flipar» con el AVE, mientras permanece borroso, desenfocado, el bosque sociológico en el que se marchita la desesperada esperanza de tres millones de personas.
No se trata de echarle un pulso al AVE con demagogia. Es que la situación en la que se encuentran España en general y Galicia en particular, exige que los gobernantes, los líderes de la oposición, los intelectuales tecnócratas, los medios de comunicación, exclamen a coro, todos a una: ¡ahora el AVE no toca!