Los casi cinco años que lleva Abel Caballero como alcalde de Vigo, pasarán a la historia de esa ciudad, al noroeste de España, como un lustro perdido. Trescientos mil habitantes, entre adeptos y detractores, han ido perdiendo oportunidades históricas mientras se concentraban en una demoledora guerra de guerrillas verbales o escritas en estériles campos de batalla on line.
La «guerra de Abel» contra todo y contra todos, como estrategia maquiavélica para perpetuarse en la alcaldía, no va a dejar piedra sobre piedra en la capital económica de Galicia. El Puerto, el más importante del mundo en tráfico de pesca, ha descendido a segunda división en la Liga europea.
La Autopista del Mar, que habría colocado a la Ría de Vigo en el mapa de la UE, continúa en lista de espera. La Ciudad de la Justicia se desvanece una vez más, ante un nuevo renuncio de un alcalde que entiende que los compromisos están para no cumplirlos.
Ni siquiera el convenio del nuevo hospital, firmado por el gobierno bipartito que presidía su compañero socialista Touriño, se salva de la criba. Ahora se le niega la dotación presupuestaria municipal comprometida para afrontar las infraestructuras básicas.
¿Qué más da que se paren las obras de un centro hospitalario vital para cubrir las necesidades de toda el área metropolitana?
El «Abelismo», que no se debe confundir con la socialdemocracia viguesa, ha descubierto la piedra filosofal de su permanencia en el poder local: «ni como, ni dejo comer».
Es el precio que está pagando la ciudad por la enfermiza obsesión de Abel Caballero de remover la arena electoral bajo los pies de Corina Porro. Todavía la cita casi un año después de que haya desaparecido de la escena local. Es la consecuencia de un peculiar demócrata que utiliza las zancadillas municipales para detener las legítimas iniciativas de la Xunta de Galicia.
Es el drama que está engendrando un ególatra que se mira al espejo y se repite cada mañana: ¡Vigo soy yo!, con la colaboración de 50 mil vigueses que, de buena fe o por intereses creados, han colaborado para que se mantuviese en el puesto de mando. El problema es si, además de esa versión provinciana de la impresión que tenía el Rey Sol sobre sí mismo, incurre también en el desdén de Luís XV hacia el futuro de sus compatriotas: «después de mí el diluvio»
Vigo, está jugando con el fuego y puede acabar quemándose. Desde el Ayuntamiento se practica la estrategia de Penélope: tejer proyectos con la boca y destejerlos después con los hechos, y la ciudad permanece encallada en la historia soportando las embestidas del temporal de la crisis.
Caballero lanza muchas soflamas por la boca: en defensa del Naval, del AVE, del Puerto, de la Autopista del Mar. Pero, mientras estaba el «gobierno amigo» de Zapatero, o sea, hasta hace tres meses, hacía mutis por el foro, miraba hacia otro lado e intentaba despistar a los vigueses girando los cañones hacia la Xunta de Galicia.
Ahora ya puede disparar simultáneamente contra Santiago y contra Madrid. Ahora se le llena la boca con la deuda, el déficit público, el desempleo, como si se hubiese caído milagrosamente del caballo, como Saulo en su camino hacia Damasco, y le hubiese entrado un repentino episodio de amnesia.
Se ha creído el papel de Cachamuiña, el héroe de la Reconquista de Vigo, y ha inducido a algunas decenas de miles de vigueses a confundir a la Xunta de todos los gallegos, al nuevo gobierno de todos los españoles, con aquellos hostiles franceses que quisieron someter a la ciudad hace doscientos años.
Es esperpéntico que haya vigueses afectados por esa «manía persecutoria» que les ha contagiado su alcalde. Es suicida que algunos medios de la ciudad colaboren, por acción u omisión, a difundir esa falacia barnizada de patriotismo chico. Es una hipoteca histórica todo el tiempo que ha perdido la ciudad tejiendo y destejiendo infraestructuras y proyectos, mareando la perdiz, conviviendo con medias verdades y medias mentiras, mientras el horizonte se vuelve cada vez más oscuro.
Éste «alcalde pasmado» consigo mismo, con sus programas de radio y televisión manipulados y manipuladores, rodeado de bufones y cortesanas y arropado por ése valido nacionalista de pega llamado Santiago Domínguez, le permitiría a Torrente Ballester escribir una versión actualizada de su celebrado «Rey Pasmado» La historia define el reinado de Felipe IV como «el más evidente proceso de decadencia de la Monarquía Hispánica».
Y, a este paso, boicoteando las iniciativas de cualquier administración que no se someta a sus caprichos, su egolatría y sus personales e intransferibles intereses electoralistas, la historia calificará los mandatos de Abel Caballero como «el más evidente proceso de decadencia de Vigo»
No puede ser casualidad que, desde hace un lustro, en ésta ciudad se quede siempre todo a medio hacer, un pasito palante, un pasito patras, como se hubiese parado el reloj del tiempo.