Diario de un NO nacionalista

El Estado Islámico o el malestar en la Modernidad

El problema es creer que la subjetivación del comportamiento puede objetivarse –y justificarse– bajo el manto de una narración estructuralista ad hoc

¿De dónde sale esa metamorfosis hacia la inhumanidad, hacia la irracionalidad y maldad pura?

Resulta llamativo el paralelismo que podemos encontrar entre los métodos políticos y militares del llamado Estado Islámico con la política de terror sin paliativos que llevó a cabo el Rey asirio Assurbanipal II, si el Imperio Asirio -nacido en la misma zona que el EI-, de la mano de su rey, era despiadado con quiénes se le oponían (llegaba a cubrir sus buques con la piel de los habitantes de las ciudades que no habían claudicado), ahora el terror lo ejercen aquellos que renuncian a su propia historia practicando una especie de damnatio memoriae y ofreciendo al mundo dantescas imágenes de tortura y muerte para todo aquel que osa oponerse a los postulados del EI o, simplemente, para quienes son diferentes, especialmente con quienes creen y practican otras religiones como la cristiana.

Pero más allá de los paralelismos históricos, más allá de crueldad y maltrato infinito de este fenómeno posmoderno, cabría preguntarse ¿cómo es posible que haya quién esté dispuesto a subyugar su vida y su existencia bajo un régimen de terror?, ¿cómo es posible que hayan ciudadanos capaces de degollar a otras personas sin ningún atisbo de empatía ni piedad?, ¿cómo es posible que muchos de ellos provengan de países avanzados económica y socialmente?, ¿de dónde sale esa metamorfosis hacia la inhumanidad, hacia la irracionalidad y maldad pura?

Quizá haya quien explore y bucee en causas estructurales y socioeconómicas, en las penurias de muchos de nuestros barrios y ciudades, el problema de ello es penetrar en el territorio de infantilización del hombre, en el creer que la subjetivación del comportamiento puede objetivarse -y justificarse- bajo el manto de una narración estructuralista ad hoc, pero no, aquí no hablamos de delincuencia, ni de vandalismo, aquí nos enfrentamos a un fenómeno de cambio de mentalidad, de cosmovisión, de percepción dela realidad, de la asunción de un paradigma como engendrador de una nueva sociedad.

Bien es cierto que vivimos en una sociedad del simulacro, dónde todo y todos parecemos espectadores de nuestra propia realidad (hasta que ésta impacta de lleno en nuestras vidas), dónde esta neocultura de masas, la de pantalla, banda sonora, interactuación virtual, dota de sentido nuestro entorno y relaciones, situándonos cómo actores y espectadores de un falaz escenario, pero ello no significa ni explica el comportamiento de unos verdugos que hace pocos meses podrían estar dando patadas a un balón en cualquier rincón de cualquier ciudad occidental, esta mentalidad del simulacro únicamente da permeabilidad a comportamientos pero no son la causa.

Antes de continuar quisiera hacer unas consideraciones para contextualizar lo que pretendo tratar en este artículo, recordar que si hacemos un recorrido histórico -desde los inicios de la civilización, desde el nacimiento de las primeras ciudades neolíticas- las sociedades regidas por una mentalidad sintagmática y racional son una excepción tanto temporal como geográfica, y dentro de éstas, aquellas con cánones humanísticos y/o democrático son realmente una excepción, hago hincapié en esto porque nos enfrentamos a un movimiento histórico que está mutando nuestra mentalidad hacia cosmovisiones paradigmáticas, irracionales, polioculares.

Puede ser que parezca tremendista pero podemos encontrarnos en el inicio de una nueva era, un cambio que pasa desapercibido y ocultado tras la plúmbea cotidianeidad, podríamos hayarnos en el inicio de aquello que Braudel denominaba «tiempos largos» (por muy largos que sean los procesos históricos siempre arrancan en un lugar y momento de la historia, y siempre son deudores de multitud de variables e influencias imposibles de conocer), estamos en un momento en el que vemos cómo el vacío político de este convulso inicio de milenio es llenado por políticas que oscilan entre el totalitarismo y el esencialismo, graduado de mal a peor.

Resulta paradójico que aquél que sueña en convertirse en un mártir por la causa del EI, que comete atrocidades o las contempla e interioriza, resulte ser un juego mental, un mero simulacro de quiénes han tenido (y tenemos) la suerte de haber vivido después del desencantamiento ilustrado, pero si se afianza esta mentalidad, si se consolida esta visión política/social/cultural que incide, exige y alimenta cosmovisiones paradigmáticas, en dos generaciones –cuando empiecen a borrarse o difuminarse los referentes históricos, cuando desparezca la mentalidad democrática- estaremos ante el inicio de otra era de oscuridad, de otra media tempestas.

Es sorprendente que esto ocurra hoy día, pero lamentablemente no es un fenómeno regional, ya que asistimos a una proliferación de actitudes sociales y políticas tendentes a lo esencialista, hacia el fatalismo histórico y el falaz determinismo cultural, religioso o etnicista, si nos damos cuenta el fenómeno del Estado Islámico y su Terror a la Historia, se incardina en un movimiento global de búsqueda y asunción de referentes que doten de sentido nuestra contemporaneidad, que nos protejan taumatúrgicamente de una realidad cada vez más compleja, estos fenómenos esencialistas tienen forma de deformación religiosa, populismos, nacionalismos excluyentes, racismo y xenofobia, todo ello ocurre también aquí, en Europa.

Antes de acabar esta reflexión quisiera tratar de responder, aunque sea de manera somera, la pregunta que planteaba más arriba: ¿de dónde sale esa metamorfosis hacia la inhumanidad, hacia la irracionalidad y maldad pura?, quizá la respuesta habría que buscarla en la naturaleza misma de la existencia del hombre, en el desamparo existencial que supone una Naturaleza infinitamente indiferente a nuestro ser –tal y como percibieron los primeros románticos-, quizá solo quizá, el desencantamiento del que nos hablaba Weber solo fue estructural, sociológico o político, pero el “mito del eterno retorno” que Mircea Eliade trató de desmontar parece estar agazapado en lo más profundo de inconsciente y emerje con toda su fuerza irracional cuando nuestros muros de defensa cultural y simbólica no sirven ante los envites del devenir histórico.

Este malestar en la modernidad que se muestra por doquier, esta tendencia de quienes se deslizan –conscientemente- por la pendiente de lo irracional, que pretenden encadenarse a un nuevo encantamiento, solo debería tener una respuesta: más democracia, más pedagogía democrática, más libertad, más ciudadanía y evitar ceder ni un ápice de terreno a la intolerancia empujados por el cortoplacismo de nuestros sistemas políticos.

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