«Estoy obsesionado por la proporción geométrica, la belleza de la matemática, de los equilibrios gráficos y, al mismo tiempo, de la libertad creativa. Todo esto me lo permite el mundo del desecho. Posiblemente tenga un concepto «clásico», con la manera de mirar de un hombre del siglo XX. Realmente estamos rodeados de porquería y yo trato de elevarla al arte. Es lo que tenemos».
Entrevista del profesor García Iglesias a Aramburu (1985)
Traído, apenas nacido, a Pontevedra desde su natal León en medio de la vorágine vital de la Guerra Civil, Manuel Aramburu se dio a la pintura desde la primera niñez, como un self made man desarrolló su naturaleza creativa a golpe de inteligencia y retina atenta, discurriendo su estilo entre las calles de la ciudad y la contemplación de los maestros inmediatos a su propia generación: Souto, Colmeiro, Laxeiro, Maside; pero también Duchamp o Kandinsky.
De ahí caminó sin casi empacho a la maestría en el retrato, que nunca abandonó del todo y le condujo incluso a recibir numerosos encargos, incluido el del Rey, al dominio del paisaje y a la búsqueda de una realidad mas propia y personal en el mundo del desguace naval, dignificando a través del arte la realidad olvidada en el óxido del hierro retorcido y desechado por inútil.
El valor de un artista se aprecia fundamentalmente en la intelectualización técnica de una visión. Y la visión de Aramburu resultó pertinente a los ojos de las grandes galerías de arte de toda Europa.
La razón aparece evidente; a través de esas geometrías abstrusas que trabajó incansable una y otra vez, Aramburu quiso transmitirnos la belleza intelectual que existe tras el número, la proporción y el aprecio del mundo derruido que, como decía Blas de Otero, hemos de ocuparnos de apuntalar cada día. «Es lo que tenemos» decía, y no le faltaba razón.
París no era lo que esperaba: «era solo un enorme museo que olía a muertos». Allí contempló el mayo francés y los últimos coletazos del existencialismo, que siempre recordó con una sonrisa de escepticismo: «por cierto que los que lo organizaron hoy ocupan mullidos sillones», dejó dicho en una ocasión.
Así que, visto lo que había que ver en compañía de Maside, Aramburu siguió desde entonces a la suya, cultivando su visión del mundo a través de su arte callado y reflexivo, sin concesiones a la galería mediática o a la banalidad del público.
Eso es lo que hemos salido ganando todos, pues al fin, la autenticidad de la obra de arte de este daltónico genial que acaba de dejarnos, se cifra en el cultivo de la esencia clásica del número, de la geometría, del bien platónico.
Como decía Antoni Tapies, la emoción poética del arte proviene del misterio; nada mas misterioso que esa taxonomía de herrumbre deconstruída y, a la vez, ordenada por la proporción clásica.
¿Qué hay, pues, detrás de esos metales abandonados por otros? Contemplando con avidez sus series de desechos se comprueba qué quería expresar Feigenbaum cuando afirmaba: «Las cosas operan sobre sí mismas, una y otra vez», variante simple y a la vez afortunada del «Todo fluye» de Heráclito, aquel efesio experto en el devenir de los sucesos del mundo. Y, en fin, inexorablemente uno se queda allí plantado contemplando todo un universo de formas en permanente iteración entre geometría y gesto. Manuel ha tenido una vida fructífera, ha dado con la cuestión, ha sido un artista.