Empezaré este artículo con la conclusión del mismo: Europa se enfrenta a una enfermedad, los europeos estamos sufriendo un proceso de «reencantamiento» hacia formas místicas de entender la realidad que nos rodea, bien es cierto que los síntomas son diversos en cada uno de nuestros países, pero en todos ellos subyace una creciente tendencia hacia postulados políticos esencialistas creados sobre unos universos de significación claramente irracionales o, simplemente, tomados como verdades incontestables, como verdades (casi) reveladas.
En el caso español, la fiebre de la irracionalidad posmoderna la encontramos en el paisaje de las ruinas que ha dejado la Gran Recesión en Cataluña, es precisamente en esta comunidad autónoma dónde más claramente se pueden observar los indicios de dicho «reencantamiento».
Max Weber en su lección titulada «La ciencia como vocación» hablaba del «desencantamiento del mundo», un mundo donde el mito pasaba a un segundo plano y las instituciones se basaban en la razón, dónde el individuo rompía las cadenas de la mentalidad paradigmática, dónde el hombre se liberaba de la tradición medieval y de su cosmovisión mágica, sin embargo, y a pesar de haber vivido lo que Lyotard llamaba un «segundo desencantamiento» con el fin de las grandes ideologías escatológicas y sus mitos de «salvación de la humanidad», o quizás precisamente por el fin de las ideologías, el ser humano se ha encontrado solo consigo mismo, con una libertad existencial que le enfrenta a un poso de significaciones místicas que son claramente aprovechables por políticas esencialistas y con connotaciones pre-ilustradas.
Esta falta de referentes claros que marquen y delimiten nuestra vida social y comportamiento moral -más allá de un marco legal basado en la libertad positiva- es la que empuja al ciudadano a abrazar propuestas políticas que están trufadas de sentimentalidad, de ideología mistificada que construye un discurso basado en la deformación histórica y en la colectivización emocional.
La política y la narración nacionalista se ha convertido en una especie de religión porque ofrece un esquema claramente dogmático y parte de una mentalidad integrada (paradigmática), ha construido un universo de reconocimiento en el que muchas personas huérfanas de marcos de referencia claros, de elementos discursivos sencillos, de narraciones reconstituyentes, de perspectivas halagüeñas, se sienten cómodas con una serie de normas, premisas y orden en una comunidad imaginada por unos pocos.
Pues bien, en realidad, esto es precisamente lo que ha intentado imponer el nacionalismo con su programa de ingeniería social, construir un universo simbólico cuyo carácter es (casi) sagrado y (casi) autoevidente, reduciendo así la posibilidad de competencia en un espacio dialógico racional, la simbología nacionalista cercena la libertad de crítica al situarse como un ethos comunitario e individual, como un «las cosas son así necesariamente» y cualquier cuestionamiento es concebido como una herejía, en verdad, han sabido crear una serie de estados de ánimo (sentirse víctimas, estado de excepcionalidad…) y motivaciones (creer y querer ser una agente de la historia y en la historia…) con los que construir un esquema de arquetipos trascendentes en los el individuo se encuentra integrado y, por tanto, no tiene la experiencia de aislamiento de la que hablaba más arriba.
Toda esta operación de manipulación que pretenden imponer una cosmovisión reduccionista, deformada y sacralizada de la realidad, esta enfermedad infantiloide que sufrimos en Cataluña, está altamente ritualizada, vemos cómo las manifestaciones públicas, los actos de masas, las marchas nocturnas con antorchas, la toma simbólica del espacio público, se traducen en dogmatismo irredento en la mente de muchos catalanes, en un elevar a «sentido común» e incluso a imperativo categórico el pensamiento nacionalista, reduciendo así al ciudadano en acérrimo defensor de una realidad que solo ven amenazada por el mal de la disensión y de la pluralidad, por el atrevimiento de algunos al romper los tabúes ideológicos y lingüísticos. Este ceremonial comunitario individualizado, esta necesidad de sumisión pública de los adeptos al régimen separatista está brillantemente adaptado a los medios técnicos actuales, ya que aquellos rituales restringidos (las manifestaciones por ejemplo), son usados simultáneamente por los rituales extendidos gracias a unos medios de comunicación al servicio de la causa nacionalista.
Europa podría encaminarse a un profundo cambio de mentalidad, quizás el vértigo a la realidad, al ciudadano como centro de la responsabilidad y, por tanto, de la Libertad, nos esté empujando hacia el precipicio de lo irracional, hacia el refugio de las sombras que nos consuela pero que, a su vez, determinará el futuro de nuestras sociedades, hacia una fractura mental que determina y delimita la fraternidad y la concordia en función de tu pertenencia a una tribu previamente construida por los adalides del esencialismo excluyente, es por ello que urge una nueva mentalidad más madura, abierta y valiente, que asuma nuestras propias virtudes y que no necesitemos (únicamente) el refugio del grupo para sentirnos realizados, nos hemos de desencantar de los cantos de sirena del populismo, del nacionalismo, de la sacralización de la política.
Mi artículo de hoy en ABC: «La revolución de las sonrisas» https://t.co/MWYuLkyNlA
— José Rosiñol (@JosRosinol) octubre 28, 2015
José Rosiñol Lorenzo