Es habitual que ante los largos debates que se producen en un Parlamento, sus señorías salgan, momentáneamente, a tomar un café, al lavabo, a atender una llamada… evidentemente, siempre intentando que no sea en momentos cruciales de la sesión.
Resulta propicio llamar la atención cuando, en una muestra de falta de respeto, descortesía, abandono… se ven filas de escaños vacíos.
Sin embargo, por mucho que ello pudiera reportar el inicio de una crítica, seguramente muy merecida, me parece mucho más grave que la ausencia, lo que podríamos denominar la «presencia ausente».
Es decir, se trata de ver a sus señorías subir a la tribuna, encender sus discursos, esforzarse con sus argumentos y llegado el momento citar a alguien. Y encima verlo. Y encima percatarte que ha perdido, repentinamente la audición. O todos los sentidos.
No sólo no te escucha, sino que te ignora. Incluso he visto casos en los que el interperlado ¡te da la espalda!, o se pone a hablar con otros compañeros. De nada vale insistir. Por lo visto es una cuestión de ¿estrategia?
Por mucho que su objetivo, más que la indiferencia sea el ponerte nervioso, entiendo que es una deslealtad profunda a las instituciones y a la ciudadanía que abona tus emolumentos. Girar la cabeza, estar a tu aire, mostrarte engreído…. lo que denota es el bajo nivel intelectual de algunas de sus señorías.
Una política de gestos basada en el vacío de argumentos para contrarrestar, fundamentada en la grosería de las formas para esconder un cerebro deshabitado, muestra que la larga fila de aspirantes a ocupar sus puestos está esperando demasiado.
Cuando se apela a una oposición que trabaje, cuando se apela a la dureza de la espera, cuando se anhela el calor del Gobierno, se debería responder con la acción responsable de una mirada serena, un intercambio de pareceres educado (constructivo sería demasiado pedir) y sobre todo una pérdida de complejos que se asocia al perenne perdedor. Pero, parece ser, que todavía no estamos preparados.