El arte moderno, ¿es arte?. 20. Expresionismo abstracto

Por José María Arévalo


( Full Fathom Five, 1947, una de las primeras “drip paintings”de Jackson Pollock) (*)

En el nuevo capítulo, el 15 de su libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que estamos reseñando en esta serie, y que titula “Expresionismo abstracto. El gran gesto, 1943-1970”, le veo a Will Gompertz, director de Arte de la BBC, muy partidario de este movimiento. Así cuando pondera la sensación de vitalidad y los gestos pictóricos valientes y de toques agresivos de la facción del expresionismo abstracto de los “pintores de acción”, Pollock y De Kooning, frente a la otra facción de “pintores de campo de color”, Barnett Newman y Mark Rothko.

( Una mañana temprano, 1962, de Anthony Caro) (*)

También cuando dice de “Early One Morning” (Una mañana temprano), de Anthony Caro, que no es una escultura de acero, sino una pintura detenida en el tiempo. “Tiene delicadeza y la elegancia de una bailarina, la resonancia de un himno y la ternura de un beso. Es una de esas obras de arte que provocan a uno un cosquilleo de emoción. Al igual que sucede con un cuadro de Rothko, “Early One Morning” trata sobre la intimidad y la experiencia: anima a conectarnos con algo elemental y universal. Que se logre es a la vez sorprendente y mágico, algo que suele suceder siempre que uno se topa con una obra maestra del expresionismo abstracto”. Siento no compartir este entusiasmo, en absoluto, pero dejo un margen a la posibilidad de que ver los cuadros o esculturas reales, y no las reproducciones, cambiaría mi rechazo frontal a estas abstracciones que creo destruyeron el arte como belleza.

Gompertz explica cómo la millonaria Peggy Guggenheim –que años después fundaría la Tate Modern en Londres- facilitó la aparición del nuevo movimiento, el Expresionismo abstracto. Su pasión por el arte moderno la llevó al París arrabalero con tan solo veintidós años.

“Cuando regresó – escribe Gompertz – a Nueva York en 1941, llevaba un inmenso cargamento de “delicatessen” de arte moderno, que había obtenido por un precio inferior a cuarenta mil dólares, en el que había obras de Braque, Mondrian o Dalí. Una vez instalada en la vida de Manhattan, decidió modificar su plan de construir un museo y abrió una galería especializada en arte contemporáneo en la calle 57. La llamó Art of This Century. Allí enseñaba su maravilloso alijo de obras (junto a otras de artistas neoyorquinos a precios más baratos) de muchos de sus amigos europeos, varios de los cuales habían huido de la guerra -algunos con su ayuda- y se habían mudado a su santuario en Manhattan. […] Los artistas emigrados de Europa, muchos de ellos surrealistas, acudían a la galería como un lugar de expansión, en el que además podían encontrarse con una nueva generación de artistas estadounidenses que formaban parte de la escena rabiosa de Manhattan y a los que se conoce como la Escuela de Nueva York. Los esforzados y jóvenes pintores que pertenecían a la Escuela de Nueva York buscaban desesperadamente nuevos modos de expresión que les permitieran reflejar esa mezcla de esperanza y ansiedad posterior a la Gran Crisis de 1929, la II Guerra Mundial y el ascenso de Estados Unidos como superpotencia mundial. Fue en la galería de Peggy donde confluyeron el arte de Europa y el de Estados Unidos, y también fue allí donde prendió la chispa que daría comienzo a un nuevo movimiento del arte moderno.[…]

Nadie, entonces, tenía una cabeza más brillante y un ojo más fino que Marcel Duchamp, quien había regresado a Estados Unidos y la había ayudado en la exposición “Exhibition by 31 Women”, presentada en la galería Art of This Century. Peggy pidió su colaboración para la siguiente exposición, “Spring Salon forr Young Artists”, que sería la plataforma de despegue para los artistas estadounidenses emergentes. Junto a Duchamp, en un comité de selección realmente impresionante, estaban Piet Mondrian, que en esa época residía en Nueva York, y Alfred Barr, el influyente director del MoMA.

El día de la inauguración, Peggy entró en la galería para ver cómo discurría el montaje. Cuando llegó había muchas obras en el suelo o apoyadas en las paredes esperando ser colgadas. Miró a su alrededor y vio a Piet Mondrian, agachado en una esquina observando fijamente una de las obras que aguardaban el paso a la pared. Peggy se dirigió ufana hacia el reputado holandés, se arrodilló junto a él y miró la obra que tanto concentraba su atención. Era una pintura grande llamada Figura estenográfica (ca. 1942) obra de un joven artista estadounidense.

( Figura Estenográfica,1942, de Jackson Pollock, en el MoMa) (*)

Peggy movió la cabeza: «Es bastante malo, ¿no?». Le molestaba que una pintura así pudiera haberse colado en la selección. Si se exhibía, podía arruinar su reputación en el mundo del arte y la gente comenzaría a poner en tela de juicio su gusto estético. Mondrian, en cambio, siguió mirando el cuadro. Peggy comenzó a criticar su técnica pictórica y dijo que a la obra le faltaban rigor y estructura.

«No admite comparación con lo que haces tú», dijo para alagar a Mondrian y con la esperanza de que este dejara de prestar tanta atención a ese horrible charco de óleo que había en el suelo. El artista holandés se detuvo, dirigió suavemente su cabeza hacia ella y miró a la cara nerviosa de Peggy. «Es el mejor cuadro que he visto hecho por un estadounidense. Deberías seguirle la pista a este hombre», respondió él, asumiendo el papel de eonsejero ante la mirada perpleja de Peggy Guggenheim.

Ella no se lo podía creer, pero sabía escuchar a la gente y cuándo y de quién podía recibir un consejo. Después, durante la inauguración, con la galería llena de público, se la vio cogiendo del brazo a sus clientes favoritos y diciéndoles al oído que les iba a enseñar algo «muy, muy interesante». Se acercaba a “Figura estenográfiea” y explicaba con el entusiasmo de un predicador evangelista cuán importante y apasionante era ese cuadro y cómo el artista que lo había pintado era el futuro del arte estadounidense.

Estaba en lo cierto, con algo de ayuda de Mondrian. “Figura estenográfiea”de Jackson Pollock (1912-1956) no es una obra abstracta, ni contiene rastro alguno de la célebre técnica del “dripping” que desarrollaría más adelante y que le haría famoso. Su deuda con Picasso, Matisse y Miró, los tres artistas europeos a los que Pollock más admiraba, es indudable. En la obra hay dos figuras, alargadas como espaguetis, sentadas junto a una mesa pequeña y mirándose de frente. Están en plena discusión, gesticulan con fuerza con unos brazos rojos y marrones que se recortan sobre los bordes de la mesa y el suave azul del fondo. El modo en que Pollock ha inclinado la mesa hacia el espectador y ha dado forma a ambas figuras remite a Picasso. La influencia de Miró sobre el estadounidense se manifiesta en las letras garabateadas -«estenográfico» significa escribir en taquigrafía- y en las formas azarosas que recubren la imagen, que imitan el automatismo de Miró y la técnica de pintura surrealista, basada en dar rienda suelta al inconsciente. La presencia de Matisse, finalmente, se siente en la luminosa paleta fauvista de la que se sirve Pollock.

A las pocas semanas, Peggy había firmado un contrato con Pollock y le entregaba mensualmente un sueldo de ciento cincuenta dólares: no era mucho, pero sí lo suficiente para que el artista abandonara su puesto de trabajo, casualmente, en el Museo de Pintura No-Objetiva de Nueva York, propiedad del tío de Peggy, Solomon Guggenheim y que, con los años, pasaría a ser conocido con un nombre más atractivo: «el Guggenheim». Pollock no había nacido para trabajar: llevar adelante su vida y su arte suponía mucho esfuerzo para él, de manera que apenas podía sacar fuerzas para estar a las nueve de la mañana en un trabajo. Aun así, el tiempo que estuvo en el Museo de Pintura No-Objetiva no fue en balde. Allí llegó a conocer en profundidad las pinturas abstractas Wassily Kandinsky, de las que Solomon Guggenheim poseía una buena colección. Pollock compartía la pasión de Kandinsky por la naturaleza, la mitología y el primitivismo, pero si Kandinsky era un hombre tranquilo e intelectual, Pollock era una fuerza de la naturaleza caótica y problemática, y muy a menudo era incapaz de controlar sus estados de ánimo. Tenía un «motor emocional» demasiado grande para una sola persona, lo que le generaba súbitas explosiones de rabia que intentaba sofocar con la ayuda del alcohol.

La bebida, por supuesto, le complicó la vida, pero también le ayudó a encontrar su personal voz artística. La adicción al alcohol de Pollock era tal que, con tan solo veintiséis años, tuvo que recurrir a ayuda médica. Acudía a la consulta de un psicoanalista especializado en terapia jungiana: una forma de análisis en la que el terapeuta busca armonizar la mente consciente del paciente con el inconsciente colectivo, con la idea de que existen sentimientos universales pero irreconocibles comunes a todos, que pueden ser desencadenados por medio de la imaginación y que frecuentemente experimentamos en los sueños.

Las sesiones no paliaron el alcoholismo de Pollock, pero hicieron maravillas por su arte. Le introdujeron a la idea freudiadiana y surrealista de que el inconsciente era el lugar en el que se encontraba el yo más profundo, lo que, desde la perspectiva de Jung era un recurso compartido entre los seres humanos y no un conjunto a medida de pensamientos y sensaciones experimentados únicamente por un individuo aislado. Buenas noticias para Pollock, quien se encontraba más a gusto buscando una verdad universal a través de su arte que andando en pos de imágenes introspectivas de naturaleza autobiográfica. La temática de su obra comenzó a cambiar desde los taciturnos paisajes estadounidenses iniciales a motivos míticos y atávicos que con frecuencia remitían al arte indio de Norteamérica. Comenzó a experimentar con el automatismo y a pintar espontáneamente lo primero que venía a la cabeza, aplicando la pintura en el lienzo de una manera mucho más libre y expresiva”.

( Mural, pintado en 1943 por Jackson Pollock con el método de “actíon paínting”) (*)

Peggyle encargó pintar un mural para su casa natal de Nueva York en 1943. “Mural” (1943) tiene varias de las características esenciales del primer expresionismo abstracto, que en ese momento se basaba principalmente en una pintura física y cruda, en el «gesto» que hace un pintor cuando pinta sobre el lienzo. Más adelante aparecerían modalidades más serenas y contemplativas, pero, al comienzo, el método de “actíon paínting” de Pollock fue el que definió el movimiento. La suya era una pintura realizada con un poder volcánico e instintivo que brotaba de su interior y estallaba en el lienzo. Una obra como Mural es el resultado de esta técnica: es abstracta y expresiva. Una masa espesa de pintura blanca que parece que chocara contra la tela igual que rompe una ola. Completan la obra unas manchas de amarillo vivo divididas por líneas verticales negras y verdes pintadas con soltura, pero bastante espaciadas entre sí. […]

Consideraba su método de pintar, con la tela fijada a la pared o extendida en el suelo, como el paso anterior a un porvenir lleno de pintura mural. En noviembre de 1943, Peggy ofreció a Pollock la posibilidad de hacer su primera exposición individual en Art of This Century. El artista realizó varias obras nuevas para la exposición, junto a unas cuantas pinturas en papel. Peggy puso los precios: veinticinco dólares por cada dibujo y setecientos cincuenta por los cuadros. La muestra se inauguró sin ventas y se clausuró del mismo modo. Pero había atraído a algunos importantes compradores potenciales, entre ellos, al más importante, Alfred Barr, director del MoMA, que estaba particularmente fascinado con la obra “La loba” (1943).

( La loba. 1943. Óleo, aguada y yeso sobre lienzo de Pollock, en el Museum of Modern Art of New York. 106,4x 170,3) (*)

Es una pintura basada en el mito de Rómulo y Remo, los hermanos fundadores de Roma que fueron amamantados por una loba al quedar huérfanos. Pollock pintó su versión de la antigua loba capitolina alimentando a las criaturas. La imagen antigua es bastante sofisticada, pero Pollock le imprime un toque de crudeza. El perfil de la loba, que ocupa el lienzo entero, está marcado por una línea blanca subrayada en negro. El fondo es de un gris azulado, con partes amarillas, negras y rojas que se esparcen por la tela de manera aleatoria. La loba, más que a una loba, se asemeja a una vieja vaca vista por un cavernícola, lo que parece un intento jungiano por parte de Pollock de acceder al inconsciente colectivo y generar una imagen que nos conecte de nuevo con nuestro pasado primordial. […] Pocas semanas después, Barr llamó de nuevo con una oferta de seiscientos cincuenta dólares, lo que venía a equivaler más o menos al precio original. Peggy aceptó y el MoMA se convirtió en el primer museo del mundo en adquirir un cuadro de Jackson Pollock.

Lanzar a Pollock, encargar “Mural”, vender “La loba” y darle una exposición individual en 1943 fueron algunos de los logros de la carrera de Peggy. También eran síntomas de que Estados Unidos estaba afianzándose como fuente de creatividad dentro del mundo del arte moderno. Peggy hizo dos exposiciones más con Pollad y dio a conocer al mundo a otros jóvenes artistas estadounidenses como Clyfford Still, Mark Rothko, Robert Motherwell, y también al holandés residente en Estados Unidos Willem de Kooning; todos ellos serían determinantes en la evolución del expresionismo abstracto. Irónicamente, a pesar de todo lo que Peggy había trabajado para que Estados Unidos tuviera su primer movimiento artístico propio, el expresionismo abstracto no comenzó a funcionar realmente hasta que ella cerró su galería de Nueva York y se marchó a vivir a Venecia con su colección de arte, donde permanecería ya el resto de su vida. Eso sucedió en 1947.

Ese fue el año en que Jackson Pollock hizo sus primeras “drip paintings”. […] Tras la marcha de Peggy, Pollock llevó sus nuevas obras a su vieja amiga Betty Parsons, que tenía una galería de arte contemporáneo. A ella le gustó lo que vio y en 1948, en su nueva galería de NuvaYork, mostró por primera vez al mundo la gran innovación de Pollock: lienzos enormes salpicados de pintura. No había mancha alguna de pincel o brocha porque no podía haberla. Pollock había desplegado la tela sobre el suelo y sobre ella había arrojado pintura doméstica, a golpes y dejando que goteara. Atacaba la superficie desde los cuatro costados: andaba por el medio, se detenía; todo ello formaba parte del cuadro. Manipulaba la pintura fresca con espátulas, cuchillos, palos; añadía arena, pedazos del cristal, colillas. Lo removía todo, arrojaba cosas: era un perfecto caos.

“Full Fathom Five” (1947), una de sus primeras “drip paintings”, estaba incluida en la exposición. Ahora pertenece a la colección del MoMA, donada por Peggy Guggenheim, y es descrita como «Óleo sobre lienzo con clavos, botones, llave, monedas, cigarros, cerillas, etcétera». Con tales materiales resulta evidente la deuda que contrae Pollock con el “papier eollé” de Braque y Picasso, con el “Merz” de Schwitters y con las técnicas de inclusión del azar en el proceso artístico que utilizaba el dadaísta Arp. Dijo Pollock: «Cuando estoy pintando, no me doy cuenta de lo que estoy haciendo». El hecho de que tome ideas de otros no significa que la obra de Pollock no sea sorprendentemente fresca e imaginativa. “Full Fathom Five”, llamada así por la canción de Ariel en La tempestad de Shakespeare, es tan intensa como los Nenúfares de Monet y tan apasionada como el Guernica de Picasso.

El fondo verde oscuro burbujea visiblemente dibujando contornos creados por los detritus con los que Pollock imprimó el lienzo. Sobre este áspero paisaje, Pollock arroja espesos glóbulos le pintura, intercalados con una telaraña de finas líneas negras que bailan ligeras a lo largo de la superficie. Aparecen inesperadamente pequeñas manchas rosas, amarillas o naranjas, como jirones de tela prendidos en un árbol de espino. Los estallidos y salpicaduras embellecen una superficie que Pollock excava con una espátula y una brocha. Es completamente abstracta e incuestionablemente expresiva: una furia hecha tela.

Los críticos hicieron caso omiso, despreciándola por azarosa, ireconocible y desprovista de sentido. Estaban completamente equivocados. Si uno mira “Full Fathom Five”, enseguida se da cuenta de que no hay azar: tiene elegancia, forma y movimiento. No es un magma irreconocible, y tampoco un sinsentido. Realmente existen pocas obras de arte tan sinceras o que revelen una emoción humana tan libre: la pintura irradia frustración, ansiedad, energía. Está tan cerca de mostrar la esencia de la vida como puede llegar a estarlo un cuadro, un libro, una película o cualquier obra musical, sin sentimentalismos ni atajos.

Pollock sabía que su idea no era nueva. Se había inspirado en los pintores de arena de las tribus de indios norteamericanos del suroeste. También, más recientemente, en Max Ernst, el exmarido de Peggy, que, después del “3 paradas estándar” de Duchamp, había experimentado de modo semejante haciendo agujeros en un bote de pintura y moviéndolo sobre una tela. Asimismo, los artistas murales con los que Pollock había trabajado en la década de 1930 le habían animado a arrojar esmalte sobre una pared como muestra de espontaneidad; sin embargo, como suele suceder con todas las grandes ideas, Pollock había estado dando vueltas y sentido, a todas ellas en su propia vida. Aunque no parecía que a nadie le importara demasiado su obra. Clement Greenberg continuó con su entusiasmo, pero no los demás, ni tampoco los coleccionistas. Peggy cogió algunas de las obras en depósito por el contrato que tenía con Pollock e intercambió otra con un escultor. No había por entonces mucha actividad en torno a dichas obras; y eso que uno podía comprar una de estas nuevas “drip paintings” por
ciento cincuenta dólares.

¡Cómo cambian los gustos! Comprar “Full Fathom Five” había sido como invertir en Goog1e cuando aún estaba arrancando. ¿Ciento cincuenta pavos por un Pollock? Ahora andan por los ciento cuarenta millones. […]

Jackson Pollock tenía solo cuarenta y cuatro’ años en el momento de su muerte, lo que puso un final prematuro a una brillante carrera. Esa misma edad alcanzó otro artista, al que Pollock adoraba y envidiaba, antes de que su propia carrera siquiera comenzara. Se trataba de un artista que, como él, había trabajado en murales del Proyecto Federal de Arte, con el que tenía en común su imagen de estrella de cine y su gusto por el alcohol, al que también agasajaba Clement Greenberg, para fastidio de Pollock y que compartía con este el estatus semimítico de padre del expresionismo abstracto. Sin embargo, si hemos de creer en las palabras que pronunció en el funeral de Pollock en 1956, para Willem de Kooning (1904-1997), «Pollock rompió el hielo para [que pudiera aparecer] el expresionismo abstracto».

De Kooning abandonó Róterdam en 1926 con un billete a Nueva York, un lugar idealizado y de ensueño. Tras dos décadas viviendo allí, alternando trabajos diversos y encargos como artista publicitario, la ciudad aún despertaba su interés. En ocasiones Nueva York le devolvía algo de amor a De Kooning: en 1948 la galería Egan de Manhattan organizó su primera exposición individual, en la que De Kooning mostró diez de sus pinturas abstractas en blanco y negro. Greenberg acudió y alabó a aquel artista de origen holandés de cuarenta y cuatro años declarando que era «uno de los cuatro o cinco artistas más importantes de este país». Unas buenas palabras de apoyo que hicieron que el mundo del arte acudiera en masa a la exposición donde, pese al interés despertado, no vendió nada.

( Pintura. 1948. Willem De Kooning) (*)

Al menos, no inmediatamente. Sin embargo, poco después el MoMA compró “Pintura” (1948), pintada con óleo y esmalte sobre lienzo. Si no se contempla el cuadro detenidamente, parece un dibujo de tiza en la vieja pizarra de una escuela, como un grafiti. Pero una vez que se ve cómo la pintura blanca que ha usado De Kooning para marcar los contornos de las formas negras (algunas de las cuales parecen letras) se vuelve gris, uno queda inmerso en la obra. Lo quiera o no, el espectador se encuentra al momento subyugado por la misteriosa habilidad del artista para hacer que la composición resulte fascinante, al igual que haría un hipnotizador si le mirase a los ojos. En las pinturas de De Kooning hay una poesía visual que de algún modo (aunque no tengan en principio nada que ver) las conecta con la obra de Piet Mondrian. Quizá sea una cualidad propiamente holandesa, pero ambos artistas produjeron obras perfectamente equilibradas y visualmente hermosas que logran que al espectador le cueste separarse de ellas. Es como escuchar un acorde hermoso y sostenido, o como la impresión que deja un buen vino en el paladar; no obstante, el estilo de Mondrian es rígido y preciso, mientras que el de De Kooning tiene un ritmo más “reggae”.

( Excavación. 1950. Willem De Kooning) (*)

Un buen ejemplo es su obra Excavación (1950), un cuadro expresionista abstracto que se expuso en la Bienal de Venecia de 1950. Esta vez unas formas claras se solapan contorneadas en negro sobre la superficie, lo que las dota de un aire caligráfico. Las formas, irreconocibles, chocan entre sí en una atmósfera que bulle y recuerda a una pista de baile llena de cuerpos eufóricos, dividida solo por alguna marca ocasional en azul, rojo o amarillo. Parece una escena divertida, si bien claustrofóbica. Cuando uno la mira con detenimiento, produce una cierta aprensión. Así suele suceder con el expresionismo abstracto: no acostumbra a ser esa clase de pintura fácil que se entiende a primera vista, como se suele creer, sino una que se construye lentamente en el ojo, a base de giros y serpenteos. En Excavación aparecen claramente las raíces europeas de De Kooning: su conocimiento del drama oscuro de Rembrandt, de la expresividad atormentada de Van Gogh o la angustia posterior a la I Guerra Mundial de pintores del expresionismo alemán como Kirchner. Un tono macabro acecha tras el lirismo de la imagen: algunas de esas formas tienen dientes y muchas parecen miembros, ¿es posible que “Excavación” sea una pintura antibelicista? ¿Es posible que lo que representa sea una fosa común de restos humanos? Esa manera de mostrar la parte más oscura de la vida es una de las cualidades esenciales del arte de De Kooning y sirve de contrapunto a su belleza y armonía. Una vez dijo: «Me siento atrapado en el melodrama de la vulgaridad». Esto es, sin duda alguna, lo que sucede en su célebre serie de seis cuadros pintados entre 1950 y 1953. Todas esas obras son muy expresivas, con pinceladas más crudas y sueltas que las que aparecen en “Excavación” o “Pintura”. También las distingue el hecho de que la serie Mujeres no sea abstracta. En todos los cuadros aparece una misma imagen: una mujer de pie o sentada, de frente al espectador, con grandes pechos y anchos hombros acentuados por espesas capas de pintura. «La carne», dijo De Kooning, «es la razón por la que se inventó la pintura al óleo».

El punto de partida del cuadro fue, en todos los casos, la base, era su ancla y «punto de referencia». Buscaba en las revistas de moda fotos de mujeres jóvenes con bocas hermosas para estudiarlas, cortadas y archivadas como material de trabajo. La motivación de De Kooning a la hora de abordar la serie Mujeres fue criticarlo, poner al día el ideal de desnudo femenino, un tema central a lo largo de la historia del arte. Quería hacer cuadros con el espíritu del expresionismo abstracto que se pudieran relacionar con obras del pasado como la Venus del espejo de Velázquez o la Olimpia de Manet. Ambos pintores habían sido criticados por estas obras: De Kooning continuaría la tradición.

Cuando se expuso por primera vez la serie Mujeres en 1953, en la galería Sidney Janis de Nueva York, a De Kooning le llovieron palos de todas partes. Los otros miembros del grupo de expresionistas abstractos no podían creer que uno de sus baluartes hubiera vuelto a la figuración. Otros consideraron que el primitivisimo con el que estaban pintados los cuadros era motivo suficiente para atacarlos por su debilidad técnica. Pero lo que levantó más revuelo fue el modo en que el artista presentaba a las mujeres. Mujer I (1950-1952) nos pone delante la sonrisa llena de dientes de una caníbal hambrienta. Esos enormes ojos negros y su rostro demoniaco son muestras de la ferocidad de su deseo. Está sentada sobre un fondo de colores espesos y sin mezclar de los que surge el vestido rosa y naranja. Los colores se distribuyen desordenadamente, mientras la parte superior de su blanco cuerpo, con un busto prominente, se expone sin tapujos, como en señal de una carencia absoluta de conciencia. Es una salvaje que ha sido pintada de modo salvaje. Mujer I no es una salida, es una vía de escape. A De Kooning se le acusó de misoginia, de falta de respeto y de hacer mucho mal a la mujer estadounidense moderna. […] Independientemente de si se considera la serie Mujeres buena o mala (sigue siendo motivo de controversia), lo que resulta inadmisible es que se diga que son obras precipitadas. Pollock pintó su Mural en una noche de pasión pictórica, pero De Kooning pasó meses trabajando ansiosamente en Mujer I. Al cabo de año y medio abandonó, cogió el cuadro por el bastidor y lo dejó en el almacén: inacabado.

( Mujer I. 1950. Óleo de Willem De Kooning 1904-1997, en el MoMA. 192.7 x 147.3) (*)

El esfuerzo individual del artista y la sensación de vitalidad lo comparten la serie “Mujeres” de De Kooning y las “drip paintings” de Pollock. Común era el camino que ambos tomaron: hacerse notar ante el espectador de sus obras por medio de gestos pictóricos valientes y de toques agresivos, un enfoque desinhibido que llevó a que los bautizaran como “action painters” (pintores de acción). Esta era una facción del expresionismo abstracto; la otra estaba formada por un grupo de artistas interesados precisamente en lo contrario. Eran los pintores “colour field” (pintores de campo de color) del expresionismo abstracto, que generaban obras tan sosegadas y tranquilas como crudas y violentas eran las de Pollock o De Kooning. Mientras las “drip paintings” de Pollock mostraban en su superficie la textura de una carretera vieja, las grandes manchas monocromas de los pintores “colour field” daban a sus obras un aspecto satinado.

( Onement I, 1948, de Barnett Newman) (*)

Barnett Newman (1905-1970), un intelectual cuyos intereses iban desde la ornitología y la botánica a la política y la filosofía, fue uno de los líderes de los pintores “colour field”. Había estado relacionado con el mundillo artístico neoyorquino durante varios años; se le respetaba por sus escritos sobre arte, así como por su labor como comisario a tiempo parcial y como conferenciante en la galería de Betty Parsons. Con más de cuarenta años de edad, encontró un estilo pictórico del que se sintió, por vez primera, satisfecho. Fue el día de su cuarenta y tres cumpleaños: el día que concluyó “Onement 1” (1948). En medio de una superficie rectangular roja, Newman colocó una cinta de pintor en vertical, de arriba abajo, como parte de la imprimación del lienzo. A ambos lados de la cinta pintó con color marrón. Dio un paso atrás y, en un momento de espontaneidad, decidió no quitar la cinta de pintor como había pensado, sino pintar sobre ella con un rojo cadmio claro, que aplicó con una espátula. Dio otro paso atrás y miró de nuevo: entonces se sentó a pensar en lo que había hecho … durante ocho meses.

Newman llegó a la conclusión de que por fin había pintado un cuadro que era, como él decía, «completamente mío». Sentía que esa línea vertical en medio no dividía el cuadro, sino que lo reunificaba y dijo: «Esa sensación hizo que ocurriera la cosa». Newman había encontrado el mecanismo que le iba a hacer famoso. Pollock tenía su “drip” y Newman tenía su “zip” (banda): una línea vertical que, como afirmaba él, representaba «rayos de luz». En su fuero íntimo, lo consideraba la expresión de un estado anímico y sentimental, imbuido de la espiritualidad mítica propia del arte primitivo. Los críticos lo vieron de otro modo, y le asestaron las pullas típicas y manidas: era lo mismo que hacía un pintor de casas durante la hora del almuerzo. Un crítico particularmente condenatorio y sarcástico dijo que cuando entró en la galería de Betty Parsons y se encontró con las “zip paintings”, se sintió bastante decepcionado al ver que solo podía reflexionar acerca de las paredes del local, hasta que se dio cuenta –“¡Santo cielo!”- de que, en efecto, aquellas eran las obras de Newman, pintadas en unos lienzos enormes.

( Vir Heroicus Sublimis, 1950, de Barnett Newman) (*)

“Vir Heroicus Sublimis” (1950-1951) era una de las obras de la exposición organizada en la galería de Betty Parsons en 1951. Se trata de un lienzo de cinco metros y medio de largo por dos y medio de alto, cubierto por un rojo monocromo con cinco zips repartidos en diversos puntos de la superficie. Las instrucciones para los espectadores, que Newman había redactado y colocado junto a la obra, decían que había que aproximarse: «Existe tendencia a contemplar los cuadros grandes desde lejos. Los más grandes que hay en esta exposición están pensados para ser vistos desde muy cerca». Quería que esa superficie roja y tenue, en la que no había rastro de pincel alguno, produjera un efecto profundo en la psique del espectador, una especie de experiencia semirreligiosa. Pensaba que, de cerca, el espectador sería capaz de experimentar la sensación de saturación y volumen que había creado sumando una capa tras otra de pintura roja. “Vir Heroicus Sublimis” significa en latín «hombre heroico y sublime»: este es el tema de la obra que pretende representar y evocar la respuesta emocional que se produce en nosotros cuando nos quedamos absortos ante un paisaje que invita a la meditación.

A medida que nos adentramos en el campo de rojo pintado por Newman, sus zips se encargan de dos tareas complicadas. La primera, como dijo Newman, era representar la luz: una línea vertical que sugiere iluminación y que sería una poderosa influencia para los artistas del minimal durante la década de 1960. Además, los “zips” desempeñaban un papel funcional y práctico para Newman: eran su firma. Un artista inmerso en el estilo “colour field”, que pinta lienzos generalmente monocromos, necesita algo que identifique su obra. Esa era la función que desempeñaban los “zips”: diferenciar sus campos de color de los que pintaba, por ejemplo, Mark Rothko (1903-1970).

Rothko es el más conocido de los pintores “colour field” y las reproducciones de sus obras figuran en carteles que llenan salones, dormitorios y escuelas de arte del mundo entero. Nacido en Rusia, en 1913 los Rothkowitz (ese es su apellido verdadero) escaparon del clima antisemita que se estaba apoderando del país. Emigraron a Estados Unidos. […]

El tratamiento que da Rothko a la forma geométrica en sus obras abstractas es absolutamente opuesto al que utilizaban los constructivistas y suprematistas rusos. Si las líneas de estos estaban bien marcadas y definidas, las de Rothko se difuminan. Tampoco buscaba crear tensiones entre formas, sino solo una armonía cromática que superara la confianza que los constructivistas depositaban en los colores primarios.

( Sin título (violeta negro naranja y amarillo sobre blanco y rojo), 1949, de Mark Rothko) (*)

“Sin título (violeta negro naranja y amarillo sobre blanco y rojo)” de 1949, es una gran pintura rectangular, de dos metros de alto y uno y medio de ancho. Un rectángulo rojo domina la parte superior y debajo de él se despliega en horizontal una espesa línea negra que ocupa la sección central de la imagen. […] Para Rothko, esta imagen no era un estudio de la forma ni del color, sino de las emociones humanas elementales. […] Sucede lo mismo con “Ocre (Ocre, rojo sobre rojo)” de 1954. Comparada con la pintura de 1949, esta supone una ejecución mucho más refinada de la misma idea. […] Con sus dos metros de alto y uno y medio de ancho, de nuevo, “Ocre (Ocre, rojo sobre rojo)” es una obra de gran formato. Rothko insistía en que el propósito de pintar cuadros a esa escala no era el ego, la pomposidad o los aires de grandeza, como sucedía con la gran pintura pretérita, sino lo contrario. Intentaba crear obras que transmitieran una sensación de «intimidad y humanidad» a quien se pusiera delante de ellas.

( Ocre (rojo sobre rojo),1954, de Mark Rothko) (*)

Entendía que los espectadores eran los «compañeros» de sus pinturas: el ingrediente necesario para que pudieran operar sobre algo. Tal era la fe que depositaba en la capacidad de sus obras para generar una reacción espiritual en el espectador que comenzó a dar indicaciones precisas sobre cómo había que verlas y quién había de verlas (los no incondicionales de la obra de Rothko no estaban invitados). Marjorie y Duncan Phillips, dos coleccionistas que gozaban de la aprobación de Rothko, compraron “Ocre (Ocre, rojo sobre rojo)” y construyeron una habitación especial para verlo junto a otros dos cuadros suyos que habían adquirido. Cuando Rothko los visitó en su casa, quedó impresionado con lo que habían hecho. […] Dijo una vez que «sentía una profunda responsabilidad por la vida que sus obras llevaran en el mundo».

( La Capilla Rothko) (*)

Pronto comenzó a pensar en términos no solo de «pintar cuadros» sino de «crear espacios». […] La Capilla Rothko se abrió al público en 1971. De sus ocho muros cuelgan las tristes pinturas del artista, en una atmósfera sobrecogedora. Y sobrecoge aún más cuando uno sabe que Rothko nunca llegó a ver sus obras instaladas in situ: se había suicidado un año antes. Había pasado una época muy dura a causa de su mala salud y de la depresión en la que estaba sumido, situación agravada por un matrimonio que se iba a pique y un mundo que había dejado atrás el expresionismo abstracto y se había entregado a un pop art que él detestaba. Rothko decía que su arte era una «expresión
sencilla de un pensamiento complejo», lo cual resulta una definición válida para todo el expresionismo abstracto.

( Australia, 1951, de David Smith) (*)

Al menos cuando se habla del expresionismo abstracto en dos dimensiones. No obstante, si se le añade una tercera, es posible que suceda lo contrario: que un pensamiento sencillo pueda parecer muy complejo. “Australia” (1951) de David Smith (1906-1965) es una escultura hecha de varas de acero que parece un garabato dibujado en el aire. Generalmente, la palabra escultura nos remite a grandes moles de piedra o bronce; eso no sucede con la “Australia” de Smith, que resulta ligera como la paja: un efecto que amplifica la decisión del artista de colocar la obra encima de una pequeña base cuadrada y hueca que añade mayor sensación de ligereza a la pieza. Sus retorcidas líneas de metal y su forma primitiva, según se suele contar, aluden a un canguro saltando o a la oveja avanzando, imágenes que Smith había visto en una revista que le había enviado Clement Greenberg. Por lo visto, el crítico de arte había echado un vistazo a la revista y se encontró con unas fotos de unas cuevas con pinturas aborígenes. Se acordó de Smith al momento y se la envió con una nota que decía: «La del guerrero me recuerda mucho a algunas de tus obras». […]

Sus collages abstractos de acero y hierro soldado eran quizá las obras escultóricas más originales de su época, y con “Australia” demostró su in tención de lanzar un reto a las tradiciones figurativas asociadas con el medio escultórico. En cierta ocasión declaró: «No reconozco los límites donde termina la pintura y comienza la escultura», idea compleja expresada en sus complejas esculturas.

Esta idea se la legó en 1960 a su pupilo inglés, Anthony Caro (nacido en 1924), al que impresionó la obra de Smith y sobre quien influyó profundamente con sus consejos. Cuando Caro regresó a Gran Bretaña, dejó de trabajar sobre esculturas figurativas a la manera de Henry Moore (con quien había trabajado como asistente) y se lanzó de cabeza al expresionismo abstracto. Dos años después realizó “Una mañana temprano” (“Early One Morning”, 1962), una construcción deforme con apariencia de andamio, hecha de varas metálicas y vigas que a primera vista parece el retorcido invento de niño que se pone a montar cartones y limpiadores de pipas fumar. Pero si se le da una segunda oportunidad, asombra.

La obra tiene tres metros de alto, tres de ancho y unos seis largo. Está recubierta de un rojo brillante y es extremadamente pesada, aunque parezca ligera como el aire. Cuando se camina alrededor de ella, se observan sus brazos salientes y los paneles planos. Entonces uno se da cuenta de que “Early One Morning” no es una escultura de acero, sino una pintura detenida en el tiempo. Tiene delicadeza y la elegancia de una bailarina, la resonancia de un himno y la ternura de un beso. Es una de esas obras de arte que provocan a uno un cosquilleo de emoción. Sobre todo porque dio un paso radical: no colocar su obra sobre una peana, sino situarla directamente en el suelo. Quería que los espectadores interactuasen con ella a sus anchas, de acuerdo con su propia magnitud, de una manera muy semejante a como los pintores del expresionismo abstracto manejaban sus grandes formatos. Al igual que sucede con un cuadro de Rothko, “Early One Morning” trata sobre la intimidad y la experiencia: anima a conectarnos con algo elemental y universal. Que se logre es a la vez sorprendente y mágico, algo que suele suceder siempre que uno se con topa una obra maestra del expresionismo abstracto.”


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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