Por Carlos de Bustamante

(Una imagen de la Academia de Caballería, con la escultura de Benlliure ya instalada a su entrada)
Se cumplen ahora 175 años de vida desde que Isabel II decretase la creación del Colegio Militar de Infantería, precedente de la vallisoletana Academia de Caballería. Con este motivo, Julio Tovar publicaba hace unas semanas en el Diario de Valladolid, de El Mundo, en un artículo que titulaba “La Academia de Caballería, un icono de Valladolid nacido del fuego”, nada menos que la historia de nuestra Academia de Caballería, de los edificios que ocupó hasta el actual, y de la Academia en nuestra ciudad. Aunque conocía otras versiones, por ser del cuerpo, me ha parecido un resumen francamente interesante, pues cubre los antecedentes, cómo ya en 1852 salían de la Academia los primeros oficiales, que el 26 de octubre de 1915 un incendio desatado en un almacén próximo a la armería destruyó el Octógono en el que se inició su actividad y en el que había 140 alumnos y 151 soldados en la Academia, que guardaba 224 caballos; y que el 4 de mayo de 1921 los reyes colocaron la primera piedra del actual edificio, que se inauguraría el 1 de marzo de 1924; que en junio de 1931, el artista valenciano Mariano Benlliure inauguraba a las puertas del centro su conjunto escultórico dedicado a los Héroes de Alcántara y unos días después el gobierno de la República decretaba que la Academia de Caballería se integrara en Toledo con la de Infantería, pero que concluida la Guerra Civil, volvió a Valladolid el 4 de junio de 1939. Vamos a ver todo ello en detalle.
“Levantada en una cárcel que nunca abrió-comenzaba el artículo- pese a su diseño pionero, reconstruida en 1921 tras un incendio, cumple 175 años de vida desde que Isabel II decretase su creación.
Fue hace 175 años, un 5 de noviembre de 1850. Isabel II firmaba un Real Decreto por el que suprimía el Colegio General Militar, fundado ocho años antes por Espartero, y creaba el Colegio Militar de Infantería, en Toledo, y el de Caballería, en Alcalá de Henares. Aquella decisión –con la que se pretendía que «la instrucción elemental de los jóvenes que se dedican a la carrera militar en clase de Oficiales» fuese «más proporcionada» a lo que requería «el servicio de cada una de las Armas del Ejército»– iba a cambiar, sin pretenderlo entonces, al menos la fisonomía de Valladolid.
Y no hubo que esperar mucho. El citado nuevo colegio debía ocupar las centenarias dependencias de la Universidad Complutense de Alcalá de Henares, fundada a finales del siglo XV por el cardenal Cisneros, y que en 1836 pasó a formar parte de la Universidad Central de Madrid –germen de la actual Complutense–.
Con la idea de transformar el espacio en un centro docente militar, en palabras del teniente coronel y profesor de la Academia de Caballería de Valladolid Ramón Touceda Fontenla (La Academia de Caballería. Notas para su historia, 2001), se buscaba dar respuesta a «una perentoria falta de local adecuado» y a «una necesidad de prestigio». En los años treinta del siglo XIX, conviene recordar, el general Ferraz, que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros de Isabel II, advertía de la «decadencia tan marcada» en la que se encontraba el cuerpo.
Llevar a Alcalá de Henares el nuevo Colegio Militar resultó, sin embargo, una decisión errónea, precipitada, habida cuenta de su «precaria instalación». En dos años, el teniente general Ricardo Shelly, director entonces del citado centro docente y máximo responsable del Arma de Caballería, consiguió su traslado a Valladolid. La Academia comenzaba ya a instruir a sus cadetes en 1852.
Pero, por qué en Valladolid. Para encontrar los motivos hay que retroceder en el tiempo. Ya en el primer tercio del siglo XVIII se hablaba de la necesidad de construir varios cuarteles en la ciudad castellana. El movimiento de tropas era muy alto, siendo la ciudad sede de la Capitanía General de Castilla la Vieja. Así, por ejemplo, en julio de 1736 el corregidor de Valladolid recibía la orden de alojar a cuatro de las doce compañías que integraban un regimiento de Dragones de Caballería destinado en las inmediaciones. En aquel 1736 ya existían planos para la construcción de dos cuarteles.
En 1748, como recordaba la historiadora vallisoletana María Antonia Fernández del Hoyo en 1979, en el Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, Fernando VI manifestaba su deseo de que «se acuartelasen en Valladolid, ‘de pie fixo’, cuatro escuadrones de Caballería». No existía edificio alguno que cumpliera con los requisitos necesarios, por lo que el anhelo del monarca quedó en nada.
En 1764, la ciudad dedicaba 20.000 reales anuales a alojar a las tropas guarnecidas en Valladolid, en casas particulares vacías que solían localizarse en los alrededores del Campo Grande –muchas en la denominada Acera de Sancti Spiritus, el actual Paseo de Zorrilla–. No es de extrañar, por lo tanto, que el corregidor vallisoletano, el vizconde de Valoria la Buena, trasladase al Comandante General de Castilla, el conde de Saive, la necesidad de acometer la construcción de un cuartel materializando el proyecto de 1736.

(Grabado de 1855 con el Octógono junto al Campo Grande de Valladolid)
¿Cuál era el emplazamiento escogido para levantar el acuartelamiento? Justo al lado de la calle Santiago, en un espacio vacío que formaba una suerte de plaza próxima al Campo Grande. Un rincón de la ciudad que se conocía como el Campo de la Feria… y que casi un siglo después acabó acogiendo la Academia de Caballería.
Nunca llegó a construirse, pese al optimismo del corregidor, que aventuraba que el edificio sería «el más hermoso que aia en España», capaz de competir «con todas las casernas de Francia, por su situación, por adornarle la zircunstancia de tener a su frente el Campo Grande que pueden maniobrar en él a un tiempo 20 esquadrones de caballería y a su espalda el río a 80 pasos, con su vajada echa a la perfección y fuera de todo riesgo de abenidas (sic)».
El arquitecto Manuel Morante estimaba el coste de las obras, ya en 1736, en 736.118 reales. El cuartel era «sencillo en su estructura y aspecto externo», a juicio de Fernández del Hoyo: se ideó con planta cuadrada, integrada por cuatro pabellones y con un patio de armas central; nueve caballerizas ofrecían la posibilidad de dar cobijo a 479 caballos. Tenía dos alturas.
Todo ello, como se ha dicho, quedó en nada. Pasaron las décadas sin que nada cambiase la fisonomía de aquel Campo de la Feria.
Cuando el siglo XIX se acercaba a su ecuador, en 1846, se comenzó a levantar en la zona un edificio llamado a ser la primera prisión panóptica en España –construida de modo que toda su parte interior se pudiera ver desde un solo punto–. Con un cuerpo central formado por ocho trapecios enlazados entre sí –aunque independientes–, con celdas en su interior, a la Prisión Modelo se la denominaba el Octógono –su perfil se aprecia perfectamente en un popular grabado de 1855 del arquitecto y grabador francés Alfred Guesdon, junto al Arco de Santiago y al Hospital de la Resurrección–. Para su construcción, como recordaba Ramón Touceda, se empleó mano de obra formada por brigadas de presidiarios procedentes de Valencia, Madrid y Toledo.
«La instalación del Presidio Modelo en Valladolid contó desde el principio con la oposición de la ciudad, y la elección de su lugar de ubicación constituyó una larga historia de tiras y aflojas entre la ciudad y el gobierno nacional. Si a la larga la ciudad logró su propósito de alejar el Presidio del Campo Grande, en un principio se vio obligada a tolerar su construcción», señala el historiador Javier Baladrón en su blog “artevalladolid”.
Desde el consistorio vallisoletano se había propuesto, incluso, otros emplazamientos más alejados del centro de la ciudad, como el monasterio de Prado. Sin embargo, no hubo marcha atrás. «En mayo de 1847, la Reina decretó que, dado lo avanzado de la construcción, no procedía la oposición municipal y exigió del Ayuntamiento la cesión del terreno y del agua necesaria para abastecer el presidio. Aquel puso como condiciones para la cesión, que se tasase el terreno por peritos, levantando un plan topográfico de su figura y extensión, y que sobre el valor del terreno se constituyera un censo perpetuo. Asimismo, los gastos originados por estos trámites serían por cuenta de la Dirección General de Presidios. Pocos meses después, la Reina insistió en que se hiciera la escritura de donación sin más condiciones, y en el momento. El Ayuntamiento decidió en votación, conceder el terreno pero no el agua», recuerda Baladrón.
La historia daría un nuevo giro el 16 de octubre de 1851, como recuerda Ramón Touceda. El coronel de Caballería Manuel Montesinos, Visitador de Prisiones del Reino, descartaba el uso del Octógono como cárcel por su «mal entendida construcción, su perjudicial situación en el centro de la ciudad, su mala distribución interior, falta de luces y ventilación…».
No fue el último ‘servicio’ de Montesinos a la ciudad, como recuerda quien fuera profesor de la Academia de Caballería de Valladollid: contactó con el director general del Arma de Caballería, Ricardo Shelly, informándole de la oportunidad que le brindaba el nuevo edificio, carente de función en ese momento. «Las gestiones que realizó en la Corte dieron un inmediato resultado: se dieron las órdenes oportunas para que el Colegio Militar de Caballería se trasladase a Valladolid y fuera instalado en el recién terminado edificio octogonal», apuntó Touceda Fontenla en La Academia de Caballería. Notas para su historia.
En 1852 ya salían de la Academia los primeros oficiales –39 terminaron sus estudios aquel año–. Los cadetes, que vivían en régimen de internado, se dejaban ver por las calles de Valladolid con su uniforme y su espadín reglamentario –la convivencia no siempre fue buena, y no faltaron conflictos como los acaecidos en mayo de 1899, entre cadetes y universitarios, que obligaron a intervenir a la Guardia Civil tras una serie de días repletos de actos violentos–. Los aspirantes a cadetes debían de tener 13 años de edad, aunque no podían ingresar hasta haber cumplidos los 15 años. El plan de estudios seguido abarcaba tres años y seis meses: los primeros dos años y medio, a cursar en el centro y el año restante dedicado a prácticas en los regimientos. Una vez superado el plan, los cadetes eran ascendidos a oficial con el empleo de alférez de Caballería.
Prueba de la importancia que adquirió el centro docente fueron las visitas realizadas por Isabel II, en 1858, acto que aprovechó para impulsar un picadero cubierto; por Amadeo de Saboya, en 1872; por Alfonso XII; en 1875; o por Alfonso XIII, en 1903, 1914 o 1915.

(Después de tres días de incendio, la Academia quedó arrasada)
Nueve días después de aquella última visita del Borbón, el 26 de octubre, un incendio desatado en un almacén próximo a la armería destruyó el Octógono. Había 140 alumnos y 151 soldados en la Academia, que guardaba 224 caballos según datos de Touceda Fontenla. Muchos fueron autorizados a trasladarse a sus domicilios familiares y más de medio centenar fueron alojados en el Colegio de Santiago. Buena parte de la biblioteca y del archivo de la Academia se perdió. Estaba a punto de nacer, de las cenizas, un nuevo icono del paisaje vallisoletano.
El 4 de mayo de 1921, los reyes colocaron la primera piedra del actual edificio, que se inauguraría el 1 de marzo de 1924. La reina Victoria Eugenia, señalan las crónicas, bordó un estandarte que entregó a la Academia.
En junio de 1931, el artista valenciano Mariano Benlliure inauguraba a las puertas del centro su conjunto escultórico dedicado a los Héroes de Alcántara. Unos días después, el gobierno de la República decretaba que la Academia de Caballería se integrara en Toledo con la de Infantería. Concluida la Guerra Civil, volvió a Valladolid el 4 de junio de 1939.