Necesitará alquilar de Obama un avión "drone" para atravesar con un misil las paredes de la capilla Sixtina
(Juan Masiá, sj).- Hoy el Espíritu Santo lo tiene difícil como paloma. Tendrá que cambiar de vehículo para entrar en la Sixtina. El teólogo Joseph Ratzinger comentaba, en su libro Momentos estelares del Vaticano II (Theological Highlights of Vatican II), en 1966, la importancia de la colegialidad en la iglesia.
Más que la fría noción jurídica romana de «collegium», incluye «cuerpo» , «fraternidad», «sororidad», «estrecha unión», «comunión», no sólo entre el obispo de Roma y los demás obispos, sino entre todo el conjunto de cada iglesia local reunida en comunión con su obispo.
Insistía Ratzinger en que las comunidades locales se llamaban «adelphotes», es decir confraternidades de hermanos y hermanas. Lamentaba Ratzinger el cambio a partir del siglo tercero, que hace difícil dirigirse al clero y, sobre todo, a los obispos, como hermanos y hermanas, y fomenta el llamarles «papa». Luego los obispos se tratan entre sí como «colegas», dice, y se hace habitual hablar del «colegio episcopal». Pero lo que el Concilio redescubre al hablar de colegialidad es el retorno a lo más evangélico, que es una colegialidad en términos de corporalidad y confraternidad, que es colegialidad no solo de obispos, sino de toda la comunidad eclesial.
No se trataba meramente de compensar la exageración del Vaticano I, por un lado, ni de convertir a cada obispo, por otro lado, en un Papa en pequeño, sino de potenciar la hermandad colegial de la iglesia entera, pueblo de Dios. También hay que evitar que por haber puesto bien a los obispos en su sitio, en confraternidad colegial con el obispo de Roma» no hagamos apearse a un escalón más abajo a todo el pueblo incluidos los sacerdotes. («Obispo de Roma y sucesor de Pedro» es el nombre con que Benedicto se designa a sí mismo al renunciar, en vez de llamarse «vicario de Cristo», título teológicamente inexacto, usado desde el siglo XII, que tiene el peligro de olvidar que no es el obispo de Roma el único vicario de Cristo).
Más aún, insistía Ratzinger en que la comunidad local contiene en sí la totalidad real de la iglesia; que no son las iglesias locales meras ramas o sucursales de una empresa multinacional con la central en Roma, sino células vivientes de un cuerpo que contienen en sí, como cada célula del cuerpo humano, toda la identidad del mismo. Estoy convencido, decía Ratzinger, de que esta idea de la iglesia local reunida por el Espíritu es de lo más rico que hay en la doctrina sobre la colegialidad.
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Hasta aquí nada más que una «perla», de las muchas que se aprendían en clase con el profesor Ratzinger en los años sesenta. Pero, ¿cómo se casa esa visión de la iglesia con lo anacrónica del Cónclave como método para elegir un obispo de Roma que, en vez de ser un monara absoluto o un Director de empresa multinacional, sea un primus inter pares, que cuide de fortalecer en la fe, confirmar en la esperanza y unir en la caridad a todos sus hermanos y hermanas, como aspiraban a conseguir las tres encíclicas de Benedicto XVI? Habrá que hacer algún cambio, ¿verdad? …
¿Lo conseguirá impulsar el Espíritu? Quizás, pero a condición de cambiar de vehículo. Ya no le valdrá la paloma. Necesitará alquilar de Obama un avión «drone» para atravesar con un misil las paredes de la capilla Sixtina. Perdón por lo bélico de la metáfora, poco apropiada para el Espíritu de Paz, pero es que esas paredes no caen tan fácilmente como el muro de Berlín…