Guardo un recuerdo preciso de las segundas quincenas de junio de mis años universitarios: el momento más delicado del año.
Por un lado, la inminencia de las vacaciones, el ilusionante viaje al extranjero meticulosamente preparado. Por otro lado, la irrupción del calor coincidente con los 3 ó 4 últimos exámenes del año, a cual más trascendental.
Han sido siempre quincenas por mí muy temidas. Al cansancio del curso se unía el bajón propiciado por el calor y las ganas de baño y esparcimiento.
Los bajones de junio mal resueltos implicaban un verano duro con asignaturas para septiembre. Pero se hacía tan cuesta arriba superar ese muermo que atenaza al cuerpo, aniquila la capacidad de concentración y te diezma con un amargo sentimiento de culpa…
Compadezco a los estudiantes que por estas fechas aún tienen exámenes por delante. Es una de las pruebas más duras, más corrosivas. Esos encierros larguísimos a sabiendas de que el mar está muy azul, a pocos metros de tu enclaustramiento.
Tiempo de estío y hastío…
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