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(Ángel Aznarez, notario).- «El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es buscada, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados». Catecismo de la Iglesia católica (2279)
El respeto a la dignidad de la vida humana es el argumento que unos utilizan para defender la eutanasia y es el mismo de otros para rechazarla. Los primeros dicen que no es admisible llamar vida si la persona se encuentra en un estado de profunda degradación, con carencia de los dos determinantes de la condición humana: la libertad y de autonomía (a la perdida de la libertad y autonomía se refiere la Ley belga de 23 de mayo de 2002, que autoriza la eutanasia).
Los segundos dicen que los finales de vida de una persona han de ser vividos con aceptación de la idea de muerte y con los mejores cuidados posibles y paliativos, sin encarnizamiento terapéutico. Es posible que unos y otros, en realidad, tengan ideas diferentes de lo que es la dignidad y la libertad humana, aunque compartan todos que a nadie se puede pedir heroísmos y/o martirios.
Para que no exista duda y los fundamentalistas religiosos se enteren de una vez, transcribo a continuación lo dicho por Monseñor Jacques Suaudeau, de la Academia pontificia para la Vida en el año 2008: «Pío XII ha sido muy innovador; destacó que no era obligatorio aguantar el sufrimiento hasta el final. Está muy bien que el cristiano quiera hacer frente al sufrimiento siguiendo el ejemplo de Cristo en comunión con el sufrimiento del mundo y para ayudar a los demás sufrir, pero ese camino no es obligatorio recorrerlo». Si eso no bastare, se recomienda la lectura del Catecismo (2276 a 2279).
Como algunos (Luc Ferry, Axel Khan) han señalado, vincular la dignidad con la autonomía, diciendo que no hay dignidad allí donde no hay autonomía, puede ser muy peligroso; supone reconocer que el ser humano, en algún momento de su vida, puede perder la dignidad. Pienso ahora en los enfermos de Alzheimer, causante de estragos y en progresión; terrible enfermedad lleva a la desaparición de la consciencia personal, genuinamente humana. Desarrollada la enfermedad, la persona pierde las llamadas «tres potencias del alma»: memoria, entendimiento y voluntad.
Lo que llega progresivamente, el llamado «uso de razón» (a los seis, siete años), con el Alzheimer, es como si tuviera prisa y ganas de irse pronto. Y pregunto:¿Alguien con sano juicio se atrevería a decir que los enfermos de Alzheimer, al carecer de consciencia, no tener libertad ni autonomía, carecen de dignidad? Pudiera responderse que nada tiene que ver la eutanasia con el Alzheimer; lo cual es cierto, aunque sólo en parte. A mi vez replicaría que la responsabilidad intelectual está en afinar muy bien para que lo argumentado en un supuesto, no sea susceptible, pronto o tarde, de utilizarse en otro. La Historia está llena de irresponsables intelectuales o «barrabases» que, con la mejor intención, han resultado cómplices de barbaridades.
La pretensión de ilimitados derechos, incluido el de decidir el momento de la propia muerte con intervención o ayuda de un tercero, hace rebasar el concepto de límite, que es sustancial al concepto de Derecho en general, al de los derechos subjetivos y al resto de lo humano. Sólo el niño es psicológicamente omnipotente, siendo lo adulto una tensión permanente entre el querer y el poder. Los quereres pueden ser ilimitados, los poderes nunca, y eso frente a uno mismo, frente a los demás y frente al Estado. Un querer ilimitado en un adulto es un trastorno a tratar, siendo la persona que lo padece muy perturbadora en la vida social.
No podemos detenernos en el análisis de la legislación holandesa y belga que permiten la eutanasia, de la legislación suiza que permite a sociedades privadas hacer publicidad del «suicidio asistido», ni de la Ley Leonetti (2005) francesa, que patrocina la calidad de vida del enfermo sin despenalizar la eutanasia, rechazando el Senado francés 26 de enero último una propuesta legislativa para legalizar la eutanasia o «ayuda médica para morir».
Nos detendremos por el contrario en Italia, donde, en pocos días, la Cámara de Diputados debatirá el llamado testamento biologico (en España, «instrucciones previas»). Y si nos detenemos en Italia es porque lo que allí ocurre tiene la extrañeza de la simbiosis extraña entre un Estado laico (República italiana) y un Estado teocrático (la Santa Sede o Vaticano), versión actual del mote heráldico de los Reyes Católicos: el «Tanto Monta, Isabel como Fernando. El romano proyecto de ley forma parte de la denominada «agenda ética» del Gobierno de Berlusconi.
Mis amigos y confidentes romanos me dicen que esa denominada «agenda moral» es compatible con las presuntas adicciones heterogéneas del Presidente del Consejo de Ministros (Berlusconi), que, por tanto de eso, ya se le denomina «Silvio, el bunga, bunga» (escrito quede esto para alivio entre cuestiones tan tristes).
Y continuemos: Una de las originalidades de la Constitución de la República italiana está en su artículo 32, que dispone: «Nadie podrá ser obligado a un determinado tratamiento sanitario salvo que así lo establezca la ley» (tampoco podemos desarrollar este artículo con su génesis y los comentarios de los principales constitucionalistas). Se culpa al lobby eclesiástico, que, al parecer no leyó el Catecismo de su Iglesia (que también es nuestra), de que el proyecto de ley sea muy restrictivo. No, por supuesto, a la eutanasia; instrucciones del paciente en ciertos supuestos como simple orientamento; no valor a la voluntad del enfermo sobre ciertos tratamientos; reiteración del obbligo di vivere. Una de las conclusiones es que los médicos y el personal sanitario italianos lo van a tener muy complicado, con riesgo de responsabilidades, tal como está redactado el texto legislativo -reiteramos que en tramitación.
Que el proyecto italiano no conceda valor vinculante a la voluntad del paciente enfermo -sólo valor orientativo para el médico-, si se manifiesta por un fiduciario o representante al estar aquél impedido para hacerlo por sí mismo, pone patas arriba la ficción básica del Derecho hereditario: el último testamento es la expresión de la última voluntad.
Lo que no sirve, por ficticio, para il testamento biologico (el enfermo pudo haber cambiado de voluntad sin haber hecho nuevo testamento), sirve para el genuino testamento, el de disposición de bienes, para el que sí se mantiene la ficción en el Code Civile (último testamento, última voluntad). Es sabido que el derecho, en cuestiones esenciales, acude por necesidad de seguridad jurídica, a ficciones y a lógicas patosas, aunque una excesiva finura o muchos escrúpulos, puede desbaratarnos el tenderete o el sombrajo.
Regresamos a España, donde no faltan sorpresas. Resulta que la disposición con más rango sobre las «instrucciones previas» es la Ley de Autonomía del Paciente del año 2002, con el espantajo del Código Penal vigente (delitos de inducción y cooperación al suicidio). Que esa Ley sea de factura del Partido Popular, ya da ideas sobre su carácter restrictivo, y ello por el peso del lobby de «los siempre con Dios», a diferencia de los del Partido Socialista, cuyo lobby es el de «los siempre sin Dios».
El que en siete años de Gobierno socialista no se haya cambiado esa legislación, a unos hace exclamar un sonoro ¡menos mal! y a los opuestos hace lamentar por la bajada de prendas íntimas que esto supone, los mismo que no haber aprobado una Ley de Libertad Religiosa o aprobar una Ley, como la del aborto, sin haber tenido el cuajo de haberla anunciado antes en el programa electoral de 2008.
Las posibilidades de las «instrucciones previas» españolas no pueden ser más limitadas: «sobre cuidados y tratamientos de su salud». En esas estamos, careciendo, especialmente los médicos y el personal sanitario de una disposición con rango de ley que les diga lo que es factible hacer ante unas instrucciones previas y lo que es delito. De ahí que unos se pasen por no hacer nada y otros se pasen por hacer mucho, incluso aquelarres funerarios presuntamente delictivos.
Ya escribimos que esa legislación, reiteradamente prometida o «Ley de la Muerte Digna», es muy complicada, tanto por razones intrínsecas como de debate político, no siendo la polémica cosa mala; lo malo es la ignorancia o la demagogia. Es comprensible que mentes trabucadas y con trabucos de «carlistones» griten eso de «cultura de la vida» frente a la que llaman «cultura de la muerte», pero es más sorprendente que eso se patrocine por cúpulas eclesiásticas romanas y españolas, incluidas mentes inteligentes y jesuíticas (permítase la redundancia), aunque lleven el «Camino» en su apellido. Y con un Catecismo, el de su Iglesia Católica (que también es nuestra), que, sobre esto, dice cosas sensatas.
No falta, en debates serios sobre los finales de vida de las personas, una referencia a la preocupante situación económica de la Sanidad pública. La susceptible manipulación de esa legislación para ahorrar costes -los gastos ya cuantiosos de la población mayor, serán aún más cuantiosos – obliga a mantener las alertas activadas. La semana pasada la Corte di Cassazione (sentencia 8254/11) recordó:»El médico ha de anteponer la salud del enfermo a todo, comprendidas las directivas internas (de lógica mercantil)».
Y concluyo con un consejo a modo de agradecimiento a los lectores por su paciencia: mucho cuidado con eso del «encarnizamiento terapéutico» que, más que una realidad, pudiera ser uno de los últimos mitos de la postmodernidad.
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