Z y ETA

No creo que haya un solo español decente que no quiera el fin de ETA. Que podamos volver a viajar al País Vasco, tan hermoso, tan español, sin la inquietud de encontrarnos con altercados y pintadas ofensivas en sus preciosos cascos viejos. Y, sobre todo, sin ese aire cortante de recelo, de sospecha y delación que desprenden las sociedades sometidas al totalitarismo, esa espesura de vergüenza y miseria moral que ha vuelto irrespirables a tantos pueblos vascos y navarros, hasta hacernos sentir despreciados y vigilados por el solo hecho de hablar español. Y, desde luego, nadie que tenga amigos vascos, tan generosos y heroicos que han resistido a la barbarie con una entereza que nos reconcilia a todos con la condición humana, anhela otra cosa que el día en que ellos puedan prescindir de sus escoltas, igualmente heroicos, y sientan que vuelven a ser ciudadanos completos a los que ya ningún vecino les pida que abandonen el edificio por si les manchan de sangre el coche nuevo.

Pero no nos equivoquemos. Lo que ellos quieren, lo que de verdad tenemos que desear todos, no es eso que Zapatero y sus mariachis entreguistas llaman la paz, sino lo que ya hemos dicho: el fin de ETA, que es cosa muy distinta. Su derrota sin ambages, que es lo único que nos permitirá a todos vivir en libertad y con dignidad, pue no hay la una sin la otra. El solo hecho de usar la palabra paz, como muy bien explican las víctimas pasadas y los perseguidos presentes, supone ya la derrota de la democracia, el reconocimiento de un conflicto –el término tótem de los nacionalistas, duros o blandos- entre dos bandos que igualaría en consideración a la legalidad democrática y a una banda de asesinos de villanía extrema. La paz no puede ser, por tanto, ni el objetivo ni el camino. Al menos, de los demócratas.

Sí que lo es para Otegui, claro, que se presentará como su muñidor, garantizándose una larga carrera política y el acceso a un poder cuasi independiente y soberano del que los batasunos serán sus más legítimos administradores. Y, por supuesto, la paz es el horizonte para unos asesinos presos que podrán regresar a sus villas como soldados de una guerra justa que habrá devuelto a Euskalherría sus libertades perdidas. Nada importa que Euskalherría no haya existido nunca, más que en la fantasía nacionalista, ni que esas que llaman libertades no sean sino la perpetuación del Antiguo Régimen estamental de hidalgos y curas, una sociedad premoderna de privilegios y castas contra los que un Estado incapaz, el español, habrá debido admitir finalmente su fracaso.

Sin la derrota de ETA, sin la entrega de las armas previa a todo este pasteleo inmundo al que estamos asistiendo, el mejor ejemplo de lo que sobrevendrá lo acabamos de tener en esa manifestación, sucedida en un pueblo llamado Azcoitia, en el terrible interior de Guipúzcoa, donde Pilar Elías, la viuda de Ramón Baglietto , no sólo ha debido soportar que Cándido Azpiazu, el asesino de su marido, le ponga una cristalería en los bajos de la casa, sino que además ha tenido que ver cómo medio pueblo se echaba a la calle contra ella por reclamar el fin de la sangrante burla cristalera. Los amenazados de hoy serán los muertos en vida de mañana, y en el País Vasco reinará ya el nacionalismo sin esperanza alguna para quienes no lo sean. El Partido Popular quedará como una minoría testimonial, mientras el PSE de ZapaPatxi pasará a participar del reparto de una riquísima autonomía que pagamos todos. (Parece ser que este año el Estado, además de todos los servicios que se les prestan, entre los que hay que contar un ingente gasto policial que para los demás quisiéramos, hasta tendrá que pagar a la Hacienda foral.) Cambiarán los papeles en cada legislatura, las alianzas, pero el régimen nazional-sozialista será ya inamovible. Y la progresiva (y opresiva) euskaldunización terminará por levantar un muro insalvable con el resto de los españoles. Puede que su nuevo Estatuto, que ya están cocinando, no recoja explícitamente la condición de Estado asociado, pero lo será en la práctica, como la Cataluña que Zapatero ha pactado con Mas.

Al principio de su mandato, cuando se alió con Carod y asumió la hoja de ruta de Perpiñán –que se está cumpliendo con precisión, salvo por la divertida traición a la Esquerra, golpe que revela la verdad última sobre ZP, aunque nos alegremos de ver corneados a los enemigos de los toros-; cuando Otegui, siguiendo esa misma hoja, salió en Anoeta a relatar lo pactado, todavía podíamos preguntarnos qué era lo que llevaba a ZP a desaprovechar la ocasión histórica de aplastar a ETA. El mismo 11-M que hizo caer al PP, su más firme adversario, aquel cuya política la había conducido a un callejón sin salida, suponía paradójicamente también el fin de ETA. Doscientos muertos colmaban nuestra capacidad de sufrimiento.

Nadie entonces se habría opuesto a que, con discreción -no poniendo de rodillas al Parlamento, ni voceando todos los días el éxito de una negociación cuya existencia se niega-, se hubiera hablado. Ni a que, una vez entregadas las armas, el Estado democrático, fortalecido, hubiera sido generoso con los vencidos. Digo vencidos, no firmantes de un armisticio. De haber sido leal al Pacto Antirrerorista, de haber hecho partícipe a Rajoy de los informes sobre la decisión de ETA de integrarse vía Batasuna en la vida política, habría evitado el enfrentamiento en que nos encontramos, toda España sería la vencedora, no sólo los suyos, y él habría –entonces sí- pasado a la Historia como el presidente bajo cuyo mandato tuvo final el horror. Y se le habrían reconocido, sin duda, la generosidad y el talento.

Pero no los tiene. Es listo, pero no inteligente. Su resentimiento y su ambición se lo impiden. No quería sólo eso que él llama la paz. Lo que quería era una paz arrojadiza contra sus adversarios, dejarlos fuera de la vida política, sin discurso y sin alternativa. A costa de lo que fuera, como suele hacer. De la concordia que no se le cae de la boca, de la escisión entre los españoles, del enfrentamiento territorial, de la ofensa a las víctimas, de la indignidad de todos. De quebrantar la Constitución. De que ETA no aparezca en verdad hundida. De la inmunidad moral del crimen. Como en Azcoitia.

(Publicado en La Opinión, 12-02-06)

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