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'FRANCO, MEMORIA VIVA DE ESPAÑA' XIV

Los misterios en la vida íntima de Franco

EDUARDO G. SERRANO Y FERNANDO PAZ 09 Nov 2025 - 20:00 CET
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Nueva edición de ‘Franco, Memoria Viva de España’, en su número catorce, centrándonos en la vida más íntima del protagonista.

Francisco Franco siempre fue un hombre tímido, poco expansivo y reservado. En África, mientras sus compañeros de milicia pasaban el tiempo libre en tabernas, juergas y mujeres, él se quedaba leyendo o trabajando en su tienda de campaña.

Pese a que se había convertido en una especie de celebridad a principios de los años 20, nunca tuvo una vida social muy activa. Más tarde, siendo jefe del Estado, restringía considerablemente las actividades propias de su condición que no fuesen de índole estrictamente política.

Por otro lado, era una persona segura de sí misma, y de firmes creencias católicas que mantuvo hasta el momento mismo de su muerte, con un patriotismo de marcado carácter militar y un fuerte amor por la familia.

No fue un hombre de grandes pasiones, sino más bien de reposada actitud ante la vida, sobre todo en la adversidad. Era contrario a tomar decisiones arriesgadas, y no cabe duda de que la prudencia fue una de sus virtudes. Tenía un pronunciado sentido de la historia y del cumplimiento del deber, como acredita su biografía africana y ratifica la posterior hasta sus últimos días.

Esa paciencia y ese sentido de la realidad condicionó el influjo que la ambición tuvo en otros muchos hombres de Estado, y que pudiera haberle conducido a él y a España a precipitarse por el camino de la aventura.

En lo personal era sereno – aunque sin llegar a esa frialdad que con frecuencia se le atribuye -; reposado, afable y en todo caso sin excesos en la manifestación externa de sus emociones. Nunca se le vio llorar en público hasta el día del funeral de Carrero Blanco, por quien sentía verdadero afecto y cuya lealtad era indudable.

Con otros compañeros de armas tuvo una relación más distante y, en algunos casos, algo ambivalente, como fue el caso del general Juan Yagüe, al que en su día primero destituyó y más tarde incluso desterró, pero en el que confió siempre y del que se acordaba en su lecho mortuorio.

Franco tenía un marcado sentido de la oportunidad, guiado por una inteligencia más que mediana y una nada menguada astucia. Su inclinación natural le impulsaba a la abstención en cuestiones políticas y al respeto a la legalidad mientras ésta sirviese a los intereses generales de la nación. Se negó a intervenir en política, pese a los muchos llamamientos que se le hicieron al respecto, hasta casi las vísperas de la guerra civil, y se mostró contrario a las soluciones de fuerza hasta que juzgó imposible la situación, cuando muchos de sus compañeros de armas ya se habían comprometido desde hacía largo tiempo con una sublevación militar.

Sus pasatiempos eran la caza y la pesca, que practicaba con asiduidad, sobre todo en los años finales de su vida, actividades que se convirtieron en un sustitutivo de esos otros actos sociales que tan del gusto son del poder, y a los que el Caudillo dedicaba poca atención.

No fumaba ni bebía, ni siquiera durante aquella juventud que entregó en los duros pedregales africanos, y tampoco le tomó afición alguna a los juegos, aunque fuesen de cartas, a los que tan proclives eran sus compañeros. Jamás se mostró codicioso del dinero, y era proverbial su espartano modo de vida, incluso siendo jefe del Estado; si durante los años africanos comía los mismo que sus soldados, en el Palacio de El Pardo mantuvo la costumbre. Fue siempre austero y sus exigencias personales eran mínimas.

Poco dado a los entretenimientos – para los que imperativo un ocio del que nunca anduvo sobrado -, fue desarrollando con el tiempo un gusto por el fútbol que seguía aunque sin excesiva pasión, pero que le llevó a jugar a las quinielas, acertando los catorce resultados en dos ocasiones.

Jamás tuvo afición por los toros y, en general, se mostraba distraído durante la celebración de los festejos taurinos. Se sabe de alguna ocasión en la que abandonó, aburrido, cierto festejo particularmente desafortunado antes de que este terminase.

Pasaba mucho tiempo leyendo informes, libros de historia militar o de historia más general, y también tenía un cierto gusto por la novela. Además, escribió dos libros a lo largo de su vida: Diario de una Bandera y Raza, separados por 20 años.

Además, le gustaba pintar cuadros, y durante una época solía tomarse su tiempo después de la comida para coger el pincel y replicar obras de artistas conocidos o el retrato de su mujer y hasta un autorretrato en 1955, en el que se le observa uniformado de almirante y con la Cruz Laureada prendida sobre la región izquierda del pecho.

No era un melómano, pero tenía también cierta inclinación por la música clásica, sobre todo por Beethoven, Bach y autores italianos más ligeros, además de los pasodobles y las canciones folklóricas, sobre todo gallegas. En El Pardo, ocasionalmente, se organizaban modestos conciertos de piano o de canto lírico, sobre todo auspiciados por su mujer, doña Carmen. Aunque a él no le gustaba la música más popular, su esposa e hija sí disponían de un equipo de música en el que sonaban con frecuencia coplas y cante flamenco.

Desconfiaba de los desplazamientos en avión, y prefería utilizar el tren o el coche, que además le permitía detenerse en mitad de un paisaje, algo a lo que era muy aficionado.

Sus gustos, en definitiva, aunque claramente influidos por su condición militar, no diferían gran cosa de los de un español medio de su tiempo.

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