Los trabajos de Sage pusieron en cuestión un prejuicio histórico: la idea de que imaginar y percibir eran procesos opuestos. Al pedir a los participantes que visualizasen objetos inexistentes o modificasen mentalmente figuras geométricas, los investigadores descubrieron que el cerebro activaba regiones muy similares a las que se encienden cuando observamos el mundo real.
La conclusión era revolucionaria: la mente no es solo un espejo pasivo, sino un «constructor activo de realidades internas».
Más aún, la imaginación se reveló como un laboratorio de decisiones. En los experimentos de Rochester, los sujetos ensayaban mentalmente diferentes opciones antes de actuar. Esa simulación previa, invisible y silenciosa, constituye el mecanismo que nos permite planificar, calcular riesgos y seleccionar el camino más ventajoso.
Sage también mostró que «memoria e imaginación son inseparables». Recordar experiencias pasadas y proyectar escenarios futuros activa redes cerebrales comunes. De ahí que los neurocientíficos actuales hablen de una memoria constructiva, que no solo conserva lo que fue, sino que proyecta lo que puede ser.
Para terminar Ya. En un tiempo en que los algoritmos y la inteligencia artificial parecen adueñarse del porvenir, conviene no olvidar una certeza: «el simulador más poderoso sigue siendo el cerebro humano». La imaginación no es evasión, sino la herramienta que nos ha permitido adaptarnos, crear soluciones y sobrevivir en escenarios cambiantes.
Los experimentos de Rochester no solo estudiaron la imaginación: «le devolvieron su dignidad científica». Y nos recordaron que, aun en plena era tecnológica, llevamos dentro la capacidad más valiosa de todas: la de «crear futuros posibles».
José Carlos Piñeiro González, Dtor. del Centro Sanitario C-36-002673. Autor de la columna Tricornios en Democracia en Periodista Digital.
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