¿Está el ser humano programado para vivir en soledad? Por el contrario, ¿su calidad de vida, su felicidad depende acaso de una existencia rodeada de sus semejantes? ¿Es el fenómeno tan deseado de la emancipación un engaño? ¿Un engaño profundo? ¿O se trata quizá de un secreto atajo hacia el jardín paradisíaco? Nos preguntamos qué aborrece más el individuo, si la compañía o el aislamiento, la comunidad o el ascetismo. Se diría, por haberse desarrollado en el seno de una colectividad, que el sujeto parece inclinarse por la separación, y lo llamamos eufemísticamente emancipación cuando, con toda probabilidad, se pretende decir liberación, huida, excarcelación.
Esa deliciosa fantasía de la vivencia en libertad, del rompimiento de las cadenas familiares, el ensueño de disfrutar, en fin, de un espacio privado, tan merecido, tan ajeno a las miradas indiscretas y curiosas, destinado únicamente a nuestro capricho; ese supuesto derecho universal a la sagrada intimidad pronto se convierte en una farsa, en una mentira descomunal. El reluciente disfraz de la emancipación, tan frágil, tan apócrifo, se hace añicos enseguida, y por entre los jirones desgarrados asoma desnuda la terca y contundente realidad: que no podemos o no sabemos o no queremos vivir en soledad. Que añoramos, que necesitamos, admitámoslo de una vez, las cadenas emocionales.
Pero la convivencia es una obra de fina ingeniería, un deporte de riesgo extremo, una aventura vertiginosa, un agudo y penetrante dolor de muelas. La convivencia entre seres extraños, con personas que aparecen puntualmente en nuestra vida, fruto de una contingencia —un conocido que solicita un favor inesperado, un compañero de trabajo provisionalmente sin techo, un amorío estúpido y pasajero— resulta complicada. Ahora bien, la convivencia entre personas que mantienen un fuerte vínculo sentimental es, sin duda, una bochornosa quimera. Sintiéndonos extremadamente débiles y vulnerables, incapaces de reconocer nuestra cobardía o de asumir el terror que nos inspira esa suerte de destierro, nos hemos refugiado en los dulces brazos de un hogar compartido, y los monstruos más feroces se han manifestado, poco a poco y cada vez con más presencia, en los menores detalles. Creyendo hallar la cura a una soledad espeluznante, a un desesperante aburrimiento, nos hemos abismado en el candente infierno de la convivencia. Amputamos el brazo para sanar el sarpullido de la muñeca. Saltamos, haciendo hermosos tirabuzones, de la sartén al fuego. Somos la oveja inflada de hastío, anhelante de diversión y compañía, que, no soportando ese retiro soporífero, esa clausura mortificante, abre alegremente las puertas de su redil a una manada de lobos hambrientos.
La sabiduría popular afirma que con el roce nace el cariño. Ah, qué graciosa sentencia. Pero ¿no debería matizarse? El roce ocasional, proponemos nosotros. Pues si el roce continuo desgarra los fondillos del pantalón, mucho nos tememos, a la vista de los dramas cotidianos, que el roce permanente, entre seres queridos, deteriora inevitablemente el amor.