Periodistadigital América Home
3 segundos 3 segundos
Coronavirus Coronavirus La segunda dosis La segunda dosis Noticias Blogs Videos Temas Personajes Organismos Lugares Autores hemeroteca Enlaces Medios Más servicios Aviso legal Política de Privacidad Política de cookies
-

Felipe VI, entre la desmemoria y la ingratitud: ¿el nuevo Alfonso XIII?

Carolus Aurelius Cálidus Unionis 31 Jul 2025 - 09:34 CET
Archivado en:

Introducción: la monarquía frente al espejo de su historia

A Felipe VI le está ocurriendo lo mismo que a su bisabuelo Alfonso XIII, y no hay mayor tragedia para una institución que repetir su propia ruina por no haber aprendido nada de sus errores. Como aquel monarca que creyó ingenuamente que podría mantenerse en el trono sacrificando a sus aliados naturales para ganarse el favor de la izquierda —un favor que jamás llegó—, el actual rey de España se halla en un proceso acelerado de autodemolición simbólica e institucional. La historia no se repite exactamente, pero sí rima, y en este caso el estribillo es claro: si Felipe VI continúa por esta senda de cálculo suicida, no solo perderá la Corona, sino que será recordado como el responsable de haber abierto de nuevo las puertas a una Tercera República de inequívoco aroma setentayochista, frentepopulista y cainita, con todo lo que ello implica.

I. Alfonso XIII, el precedente: abandonar a los leales, pactar con los enemigos

El reinado de Alfonso XIII es la advertencia histórica que Felipe VI parece ignorar. Alfonso, en lugar de consolidar las bases de la monarquía con el apoyo de los sectores conservadores, católicos, militares y burgueses —es decir, sus sostenedores naturales—, se dejó arrastrar por los cantos de sirena de una izquierda que exigía concesiones sin límite y que nunca dejó de ver en la monarquía un obstáculo a destruir. El resultado fue desastroso: despreciado por los suyos, ridiculizado por sus adversarios, y finalmente abandonado por todos, acabó saliendo del país sin dignidad ni poder.
La II República que surgió tras su marcha fue, en pocos años, un hervidero de inestabilidad, anticlericalismo, violencia política y polarización. Acabó como era previsible: en una guerra civil. La responsabilidad de Alfonso XIII fue doble: no solo perdió el trono, sino que allanó el camino para un experimento político sectario y fracasado.

II. Felipe VI y la estrategia del apaciguamiento: cortesía inútil hacia quienes desean su extinción

Felipe VI, en un gesto que podría interpretarse como exceso de prudencia o ceguera política, ha preferido adoptar una actitud de constante cesión ante las exigencias de la izquierda y los nacionalistas. Desde el silencio ante las infamias del procés catalán hasta su invisibilidad ante los atropellos del gobierno de Pedro Sánchez contra la separación de poderes, la libertad de expresión o la neutralidad institucional, el rey ha optado por no enfrentarse a nadie… y así ha terminado enfrentándose a todos. Su calculada equidistancia ha sido interpretada por sus enemigos como debilidad —y, por tanto, como estímulo para exigir más—, y por sus aliados naturales como cobardía o traición.

Felipe VI no ha querido o no ha sabido defender ni a los jueces, ni al ejército, ni a las víctimas del terrorismo, ni al castellano como lengua común, ni a la unidad nacional. Ha prescindido de su derecho a la palabra en momentos clave, ha tragado con indultos, con reformas legales destinadas a desmontar el Estado de Derecho, con cesiones humillantes al separatismo. Y todo ello con la esperanza —tan vana como suicida— de que su neutralidad lo salve. Pero, ¿de qué sirve un rey que no reina y apenas representa?

III. La Corona como institución sin contenido: un cascarón decorativo al servicio del consenso progre

En su intento de presentarse como garante de la estabilidad y símbolo de la «España constitucional», Felipe VI ha ido vaciando de contenido su papel. Ya no ejerce autoridad moral, ni representa una idea fuerte de nación, ni encarna valores permanentes. Se ha convertido en una figura ornamental, congelada en un protocolo desprovisto de sustancia, dependiente de un sistema político que, en su mayoría, lo desprecia o lo tolera a regañadientes. Lo peor es que esta estrategia le ha restado apoyo incluso entre aquellos sectores que, aunque críticos con el rumbo general del país, aún veían en la monarquía un dique frente al desmembramiento institucional y territorial de España.

Las juventudes socialistas, Podemos, los nacionalistas de todo pelaje, los comunistas reciclados en socialdemócratas y los herederos de ETA han dejado claro su desprecio absoluto por la monarquía parlamentaria. No quieren reformarla: quieren abolirla. Cederles terreno esperando gratitud es como alimentar un tumor esperando que se vuelva benigno. Y si ese tumor acaba devorando a la Corona, el rey no podrá escudarse en la traición de otros: será responsable por omisión, por cobardía, por negligencia histórica.

III BIS. La mentira de la neutralidad: Felipe VI sí podía haber actuado —y no lo hizo

Uno de los grandes mitos con los que se protege la pasividad del actual monarca es la idea de que su papel está rigurosamente limitado por la Constitución, que es meramente simbólico, que no puede interferir, que debe mantenerse por completo al margen de la vida política. Es falso. Es una interpretación interesada, cobarde y letal para la función que le corresponde como Jefe del Estado y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. La Constitución no le impide actuar: le exige actuar cuando lo que está en juego es la legalidad constitucional misma, la integridad territorial y la supervivencia del orden nacional.

Felipe VI no es un florero. No está para entregar diplomas ni para leer discursos inofensivos. Su papel no es el de un testigo resignado. Tiene herramientas para frenar, vetar, denunciar y resistirse a colaborar con decisiones manifiestamente inconstitucionales, ilegítimas o destructivas para España.

Y, sobre todo, tenía una oportunidad clara y legal para frenar la investidura de Pedro Sánchez: la propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno, tal como indica el artículo 99 de la Constitución, no obliga al Rey a designar al líder del partido más votado, ni al que reúna más escaños, ni al que le impongan los partidos. Le corresponde, por potestad propia, proponer a quien considere más idóneo para someterse a la confianza del Congreso. Podía —y debía— haber propuesto a una persona decente, ajena al parasitismo partidista, con experiencia probada en la gestión pública o empresarial, con sentido de Estado, sin mochila ideológica, sin servidumbres con separatistas ni con comunistas ni con criminales con delitos de sangre en su pasado. Pudo hacerlo. No quiso.

Y sí, es cierto: habría provocado una crisis institucional. Pero ¿qué es preferible? ¿Una crisis por ejercer con dignidad las funciones del Jefe del Estado, o una sumisión vergonzosa a la demolición institucional que hoy vivimos? La cobardía del Rey, camuflada de prudencia, ha sido en realidad una renuncia a su papel más noble: encarnar la continuidad histórica y jurídica de España frente a quienes conspiran para destruirla desde dentro.

Felipe VI podría haber evitado la entronización de Pedro Sánchez y su gobierno infame. Pudo frenar la entrega del Estado a separatistas, golpistas, terroristas, pederastas institucionales y rentistas del odio. No lo hizo. Eligió la costumbre en vez de la legalidad. Eligió la comodidad de la inercia en vez de la responsabilidad del deber. Eligió, como Alfonso XIII, entregar el país para salvar su corona, sin comprender que esa corona solo tiene sentido si sirve a España.

IV. La Tercera República como amenaza real: sectarismo, revancha y demolición institucional

Si cae la monarquía parlamentaria, no emergerá de sus cenizas una república liberal y civilizada. Quienes hoy reclaman la III República no son demócratas ilustrados ni defensores del pluralismo real: son los herederos ideológicos del Frente Popular, los ingenieros sociales de la Agenda 2030, los promotores del sentimentalismo político, el victimismo perpetuo y la demolición cultural. Su república no sería una república de todos, sino una herramienta para liquidar los restos de la España histórica y consolidar un régimen ideológico hegemónico.

El modelo no sería el de una república constitucional al estilo francés, sino el de una maquinaria clientelar destinada a deslegitimar todo lo anterior: la Transición, la reconciliación nacional, el mérito, la libertad de conciencia, la neutralidad institucional. Bajo una III República de estas características, los enemigos de España tendrían vía libre para avanzar en su proyecto de balcanización, reingeniería social y persecución de disidentes.

V. Una monarquía sin pulso conduce inevitablemente a su sustitución

La Corona, como toda institución, necesita sustentarse en algo más que la rutina institucional. Requiere legitimidad viva, apoyo popular, presencia firme. No se trata de sustituir a los partidos, pero sí de ejercer su papel como árbitro, como referente, como símbolo de continuidad. Felipe VI aún podría reconducir la situación si decidiera asumir con valentía su papel histórico. Defender abiertamente la unidad de España, el imperio de la ley, el sentido común constitucional, la libertad frente al dogmatismo ideológico.

Pero si no lo hace, si sigue confiando en que su neutralidad pasiva lo salvará, será inevitable que repita el destino de Alfonso XIII. Y lo peor no será que se exilie o que abdique. Lo peor es que, al caer, arrastrará consigo la única institución que aún ofrecía un cierto grado de cohesión simbólica y continuidad histórica en medio del derrumbe institucional. Y entonces, España se verá abocada a una III República que solo puede reproducir, corregida y agravada, los errores y desastres de la Segunda.

Conclusión: la historia no perdona a los indecisos

La Corona no puede vivir de perfil. O representa algo, o no representa nada. O se hace fuerte con los que aún creen en España, o será demolida por los que quieren enterrarla. Alfonso XIII cometió el error de jugar a agradar a todos y acabó repudiado por todos. Felipe VI corre el mismo riesgo. Y si no rectifica pronto, su legado será el del último rey de una monarquía que se suicidó por miedo a molestar. La historia no perdona a los indecisos. Y menos aún a quienes, pudiendo evitar la tragedia, optaron por convertirse en cómplices de ella.

Más en Opinión

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

CONTRIBUYE

Mobile Version Powered by