En la España actual del social-comunista gobierno sanchista dejar una sombrilla plantada en la arena de muchas de las playas de nuestro amplio litoral a primera hora de la mañana puede costarnos mínimo unos 750 euros de multa. Sin embargo, «okupar» por el morro e impunemente una vivienda ajena, no solo no se castiga con la misma celeridad, sino que incluso puede dar acceso a diversas y variopintas ayudas sociales, empadronamientos «adhocráticos» y hasta el beneplácito de ciertos sectores políticos. Este es el retrato de un país donde el sentido común hace tiempo que se fue de vacaciones… y no parece tener billete de vuelta.
Vivir en España es, a veces, como habitar un sainete absurdo donde las leyes se aplican con una lógica tan retorcida que cuesta distinguir si estamos en un Estado de Derecho o en un sketch de «La Hora Chanante»de la Paramunt Comedy. La gran paradoja de la España actual es tan grotesca que merece ser escrita con letras doradas en la fachada del Congreso: colocar tu toalla , tu sombrilla o una hamaca en la arena antes de las ocho de la mañana puede costarte 750 euros de multa; okupar una vivienda que no es tuya, en cambio, no solo no conlleva castigo inmediato, sino que hasta despierta simpatía en ciertos sectores sociales, mediáticos y políticos de los «pijo-progres» de turno.
Así es este país de sol, sangría y surrealismo embotellado, donde el ciudadano de a pie, ese que madruga para trabajar, pagar impuestos y ganarse sus vacaciones, es perseguido por “adelantarse” al sol en la playa. Mientras tanto, el que entra en una vivienda ajena, la destroza y se convierte en amo y señor de lo que no es suyo, es defendido por abogados de oficio, asociaciones “pro derechos humanos” y tertulianos de izquierda con casoplónes y piscinas en la sierra.
La playa –ese común espacio natural, público y libre– ha sido convertida en un campo de minas normativas. En lugares como Torrevieja, Cádiz, Formentor, Sanxenxo o Benidorm, dejar tu silla o sombrilla en la arena antes del horario municipal establecido se considera “ocupación indebida del espacio público”. El objetivo, dicen, es evitar el abusivo acaparamiento de los mejores sitios playeros. Pero, ¿qué es si no la ocupación de una vivienda privada? ¿Pero acaso no es eso también acaparar «por la fuerza» lo que no te pertenece…? La diferencia es que, en este segundo caso, la policía tiene orden de mirar hacia otro lado y los jueces de tramitar el desahucio con tanta parsimonia que, cuando llega la resolución, ya se han mudado a vivir allí hasta los suegros del «okupa».
La doble vara de medir en España ha dejado de ser una metáfora para convertirse en una genuina «norma procesal» aceptada y estipulada, aunque no escrita. Si ocupas una vivienda, tienes tus derechos; si la defiendes, te criminalizan. Si tomas el sol a deshora, te sancionan; si asaltas una propiedad privada, te protegen. Este país se ha vuelto experto en castigar lo que es legítimo y justificar lo que es ilegal. En lugar de defender al propietario, se le hace sentir culpable por tener una segunda residencia vacía. Y en lugar de proteger el orden público, se imponen normas absurdas que ridiculizan el sentido común.
La justicia española —ese ente tan ciego como bizco— se ha convertido en un trampantojo legal. Basta con ver los procedimientos judiciales para comprobarlo: un propietario que denuncia la ocupación de su vivienda puede esperar meses, incluso años, para recuperar lo que es suyo, y mientras tanto debe seguir pagando el IBI, la luz, el agua, el gas y –si se descuida– hasta las obras ilegales que el okupa haya hecho para “mejorar su nuevo hábitat”. Y todo esto ocurre mientras la administración le da al intruso cobertura legal, empadronamiento exprés, ayudas sociales y acceso a múltiples servicios municipales. ¿Quién dijo que robar y okupar una propiedad privada no compensa…?
El problema de fondo no es solo jurídico, sino socio-cultural. Vivimos en una sociedad jurídicamente anestesiada, moralmente confundida y políticamente manipulada. Nos han vendido el relato de que todo es “cuestión de perspectiva”, o bien –como diría nuestro poeta Campoamor– «del color del cristal con que se mira»– y que okupar no es robar, sino resistir frente al sistema; que vivir sin pagar no es parasitismo, sino “derecho a la vivienda”; que dejar tu toalla en la arena es un acto de incivismo burgués y, que, sin embargo, reventar una cerradura ajena es una forma «woke» de protesta social. El lenguaje lo distorsiona todo, y con él, la percepción ética de la realidad que nos impone Sánchez y su nefasto Gobierno de coalición progresista.
Y mientras tanto, el español medio —ese que se levanta a las seis de la mañana para llegar al trabajo, que paga hipoteca, comunidad, seguros y reformas— debe andar con pies de plomo. No puede reclamar lo suyo sin miedo a represalias legales, no puede sacar a un okupa sin que le acusen de matón, no puede ni siquiera tumbarse a la orilla del mar sin recibir una multa. El Estado, que debería defenderle, le estigmatiza; la ley, que debería protegerle, le da la espalda; y los políticos, que deberían representarle, le traicionan.
En este teatrillo kafkiano, el orden jurídico ha sido sustituido por el caótico desorden ideológico. El respeto a la propiedad privada se diluye entre dogmas buenistas y demagogia populista. El que cumple las normas es un pringado; el que las burla, un héroe antisistema. Así, la justicia ya no se mide por lo que es justo, sino por lo que conviene al relato político del momento.
Quizá algún día llegue la cordura y se legisle pensando en los que sostienen el país, no en quienes lo parasitan. Mientras tanto, seguiremos viviendo en este melifluo esperpento donde «multan al bañista madrugador pero premian al intruso y okupa contumaz». Y donde ocupar un metro cuadrado de playa cuesta casi más caro que okupar los cien de una casa. ¡La España del 2025 es el país donde todo está del revés!
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