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¿Y qué hay del otro lado?

El Faraón Sánchez

Porque las plagas, aquí, no traen liberación. Solo dejan ruinas

Sergio de Fuente Garrido 20 Jul 2025 - 06:33 CET
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La serie Testamento: La historia de Moisés me arrancó una sonrisa amarga, de esas que no buscan alegría sino lucidez. El faraón bíblico, soberbio en su trono, veía las plagas desmoronar su reino mientras se aferraba, como un niño testarudo, a un poder que ya no gobernaba nada. Y, qué duda cabe, España parece haber encontrado su propio reflejo en ese relato: un país atrapado entre un faraón moderno, Sánchez, y un falso profeta de repuesto, Feijóo.

El Nilo egipcio se volvió sangre; el nuestro, economía desangrada. Una inflación que muerde como fiera hambrienta, una deuda que se enrosca como serpiente, hogares que se deshacen en silencio, como arcilla bajo la lluvia. Las ranas son la crispación social, que croa en cada plaza, en cada sobremesa, contaminando el aire con hastío. Y los mosquitos, sí, los mosquitos son esa corrupción que zumba invisible pero constante, que atraviesa puertas blindadas, perfuma las alfombras del poder y se acomoda sin pudor en las alcobas doradas de palacio. Después, la oscuridad: una penumbra política que no solo apaga las luces, sino las esperanzas.

Pero el faraón sonríe. Endurece el corazón como su homólogo bíblico, convencido de que el mar no se abrirá y las voces no se alzarán. Cree que su corona es eterna aunque ya sea de papel mojado. Y el pueblo, cansado, apenas murmura

¿Y qué hay del otro lado? Feijóo, un Moisés de corcho, tan inofensivo como previsible. Observa el desastre desde la orilla, convencido de que la paciencia es estrategia. No arriesga, no inspira, no guía. Es un profeta sin revelación, que espera que el poder caiga por inercia, como fruta podrida. Y así, la oposición se convierte en un silencio útil para el faraón: un contrapeso de utilería que simula alternativa pero no lo es.

Así seguimos, atrapados entre la soberbia que gobierna y la mediocridad que aspira a sucederla. Entre un poder que no escucha y una oposición que no habla. España, harta de plagas que cambian de nombre pero nunca de dueño, contempla esta tragicomedia con la resignación de quien ya no espera milagros.

Porque las plagas, aquí, no traen liberación. Solo dejan ruinas. Y el pueblo, como siempre, mira el escenario: un faraón que no cede, un Moisés que no salva y un futuro que se escribe, una vez más, en la arena movediza de la indiferencia.

Así termina la función: sin aplausos, sin telón, sin redención. Solo queda el eco de un país que, entre plagas viejas y actores cansados, sigue condenado a esperar un milagro que nadie quiere realizar.

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