El salvaje asesinato intencionado de 132 menores en Pakistán no ha sido la primera noticia de los medios de comunicación españoles. Ha salido en las portadas de los periódicos, pero, en muchos casos, en un lugar secundario. Veinticuatro horas después es casi imposible encontrar más noticias sobre el asunto. Ciento treinta dos niños asesinados por ser hijos de militares, buscados aula por aula, rematados con un tiro en la cabeza si no sabían recitar el Corán, es una salvajada que debería haber sido la única noticia del día. Hay países en los que la vida no vale nada, pero la vida de los niños vale aún menos que nada. El Papa Francisco ha llamado la atención en varias ocasiones ya sobre el terrible papel que el fundamentalismo está ocupando en el mundo y ha alertado sobre los que dicen matar o defender sus ideas mediante la violencia «en nombre de Dios», en nombre de cualquier Dios. Pero no reaccionamos y tal vez cuando Occidente lo haga será demasiado tarde. Los violentos de Al Qaeda son casi hermanitas de la Caridad si los comparamos con los terroristas del Ejército Islámico -que reclutan mujeres y niñas en Europa, también en España, para convertirlas en esclavas sexuales de sus militantes- o con Boko Haram, secuestradores de niñas y asesinos de todo lo que se les pone por delante. Pero hay un elemento que hace más grave todos estos hechos: son los niños los que están sufriendo con mayor dureza las consecuencias del desencuentro de sus mayores.
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