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CONFESIONES

La mirada sucia

De sexo y vicio no sé si sabrán, pero lo que es de amor no tienen ni idea

Antonio Gil-Terrón Puchades 01 Sep 2023 - 07:22 CET
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¡Tramposos!

Fui a Cartago, donde terminé en un bullente caldero de lascivia. En un frenesí de lujuria hice cosas abominables; me sumergí en fétida depravación hasta hartarme de placeres infernales. Los apetitos carnales, como un pantano burbujeante, y el sexo viril manando dentro de mí rezumaban vapores»…

«Yo estaba enamorado del amor. Como el agua, yo hervía, enardecido por mis fornicaciones».

El texto que antecede no lo he escrito yo, sino que corresponde un relato autobiográfico de San Agustín de Hipona, y que viene recogido en su obra “CONFESIONES”.

Los obispos decidieron, allá por el año 1981 y tras mucho deliberar, que aquellas personas que habiéndose divorciado de su primera pareja, fruto de un matrimonio canónico, hubiesen rehecho sus vidas formando una nueva familia, podían recibir la Sagrada Eucaristía (comunión) siempre y cuando hubiesen renunciado – previamente – a mantener cualquier tipo de relación sexual con su nueva pareja, y viviesen como hermanos [1].

Tras leer lo que se dice en “Familiaris Consortio” percibimos la imagen que tiene la jerarquía eclesiástica de un matrimonio civil, que es poco más o menos el de una simple y primitiva relación copulativa. Y digo esto cuando veo que se recomienda “interrumpir la recíproca vida sexual y transformar su unión en amistad, estima y ayuda mutua”, como si en un matrimonio civil – o en uno natural como fue el de San Agustín –  no pudiese existir la amistad, la estima, la ayuda mutua, el amor y la entrega; la lucha codo a codo en la tribulación, en la enfermedad, compartiendo lo bueno y lo malo, con cariño, con respeto, hasta que la muerte los separe y más allá, hasta el infinito para toda la eternidad; porque cuando hay amor verdadero éste trasciende a la frase canónica de hasta que la muerte os separe, la cual se queda corta, pobre, miserablemente materialista. Queda la frase tan baldía y yerma como los corazones de aquellos que piensan que fuera del matrimonio eclesiástico no puede existir amor, tan sólo sexo y vicio.

De sexo y vicio no sé si sabrán, pero lo que es de amor no tienen ni idea, por mucho que intenten legislar sobre él. Veamos -en origen- alguna posible causa.

San Agustín de Hipona, escribe en su obra autobiográfica “Confesiones”: «Fui a Cartago, donde terminé en un bullente caldero de lascivia. En un frenesí de lujuria hice cosas abominables; me sumergí en fétida depravación hasta hartarme de placeres infernales. Los apetitos carnales, como un pantano burbujeante, y el sexo viril manando dentro de mí rezumaban vapores»… «Yo estaba enamorado del amor. Como el agua, yo hervía, enardecido por mis fornicaciones».

Lo que está narrando San Agustín en “Confesiones” es un episodio de su vida laica anterior a su conversión al cristianismo [se bautizó a los 33 años]. No obstante, dicha frase nos puede dar una idea del concepto de vida fuera del sacerdocio que transmite el padre fundamental de la doctrina católica, a las generaciones de seminaristas – futuros obispos y papas- que a lo largo de los siglos se han formado estudiando su obra, y eso – indudablemente- ha marcado estilo, prueba de ello es el pornográfico concepto que tiene la Iglesia sobre el matrimonio civil, tal como como hemos visto en “Familiaris Consortio”

Lo gracioso del tema, es que la mayoría de los mortales católicos – seglares de a pie- casados o solteros, viudos o divorciados, jóvenes o viejos, lo más cerca que hemos estado de una orgía como la que relata el santo de Hipona, ha sido leyéndolo a él, y alguno con envidia insana. Un amigo de pocas letras y menos luces, tras leer el relato, se volvió «majareta» buscando en internet ofertas de “packs” en viajes de fin de semana en Cartago, con “forfait de pilinguis” incluido en el precio.

Para acabarlo de arreglar, Santo Tomás de Aquino, el otro gran icono al que los sacerdotes suelen acogerse a la hora de argumentar su discurso teológico, nos da la visión tan pobre que la Iglesia Católica tiene de sus propios fieles : «Si el sacerdote fuera mujer, los fieles se excitarían al verla» [2].

Y ahora la pregunta del millón: ¿Cómo llega el santo a tan aviesa conclusión? Porque a mí ni se me había ocurrido. ¿Y a usted? Lo cierto es que hay que tener la mirada muy sucia y la mente muy caliente, pero en fin, doctores tiene la Iglesia.

Que los señores obispos limpien primero su casa y se quiten la viga del ojo, y luego si quieren que vengan a darnos lecciones de moralidad a los divorciados que hemos podido rehacer nuestra vidas.

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BIBLIOGRAFÍA:

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