Mientras los focos mediáticos se posan sobre conflictos artificiales y debates estériles, en la penumbra diplomática y económica se está gestando una transformación silenciosa pero monumental: un nuevo paradigma comercial mundial. Y a la cabeza de esta revolución, una figura incómoda, impredecible y aborrecida por las élites globalistas: Donald J. Trump.
El anuncio de una batería arancelaria masiva por parte del expresidente estadounidense —bautizada por él mismo como el Día de la Liberación— no es un mero capricho electoral ni una bravata nacionalista. Es, en realidad, una declaración de guerra contra el orden comercial vigente desde los años 90, una arquitectura pensada por y para las grandes corporaciones y los gestores del declive industrial occidental. Pero lo más inesperado ha sido el gesto (aparentemente) cooperativo de la Unión Europea, que lejos de oponerse, parece estar dispuesta a bailar al son que toca Donald Trump, aunque disimuladamente.
El contenido del plan: proteccionismo estratégico, no autarquía
Trump ha propuesto aplicar aranceles del 60% a todos los productos chinos, del 100% a los vehículos eléctricos de procedencia china, y ha anunciado que su equipo está redactando un sistema arancelario universal del 10% a todas las importaciones. En apariencia, se trataría de un retorno al proteccionismo de entreguerras. Pero no es así. Este no es un proteccionismo autárquico, sino un proteccionismo estratégico, análogo al que usaron los propios EE.UU. para convertirse en potencia industrial durante el siglo XIX y buena parte del XX.
A diferencia del discurso libremercadista de los últimos 40 años, el de Trump se centra en la seguridad industrial nacional, en la soberanía manufacturera, en la repatriación de cadenas de valor, y en frenar el parasitismo comercial de regímenes como el chino, que subvencionan producción a pérdida para destruir industria extranjera. No se trata de cerrar el comercio, sino de reformarlo con reglas de juego distintas.
La UE se rinde
Lo verdaderamente revelador ha sido la reacción de Bruselas. En lugar de escandalizarse y proclamar la sacrosanta libertad de mercado, la Comisión Europea ha comenzado a emitir señales de aceptación tácita. Las recientes medidas arancelarias contra los coches eléctricos chinos, el endurecimiento de los controles de origen y el debate interno sobre la autonomía estratégica no son casuales. Todo apunta a una convergencia encubierta entre la doctrina trumpista y el pensamiento económico europeo, al menos en lo que respecta al sector industrial.
La UE, impotente frente a la deslocalización, ha comenzado a comprender que sin industria no hay Estado del Bienestar, ni empleo digno, ni autonomía política. El modelo alemán basado en importar energía barata rusa y exportar a China ha colapsado. Francia empieza a replantearse su política agrícola frente al chantaje verde. Italia y España, carcomidas por el desempleo estructural y el subempleo terciario, ven en este nuevo giro una oportunidad para resucitar sectores enteros.
El coste para Europa: de potencia regulatoria a vasallaje estructural
Lejos de ser un “nuevo equilibrio”, el acuerdo consagra la asimetría:
- EE.UU. impone aranceles del 15% a productos europeos y mantiene el 50% sobre acero/aluminio; Europa, en cambio, concede acceso casi libre a exportaciones estadounidenses estratégicas.
- La UE asume compromisos de inversión y compra monopólica de energía estadounidense, profundizando una dependencia energética cara, dolarizada y geopolíticamente vulnerable.
- No se ejercen mecanismos de reciprocidad ni presión, ni se activa el instrumento anticoerción ni se usan los enormes recursos reguladores europeos en cultura, tecnología o servicios digitales.
- El pacto es decidido desde la Comisión Europea, con un déficit democrático notorio y sin debate real en los parlamentos nacionales, lo cual acentúa la crisis de legitimidad institucional.
El impacto es desigual, pero dramático en países con déficit comercial pronunciado y sectores vulnerables, como España. La patronal europea, industrias clave y gobiernos nacionales denuncian una “capitulación” que erosiona la competitividad, multiplica los costos y amenaza con una pérdida de tejido productivo en cascada. Los efectos secundarios —acumulación de excedentes, caída de precios internos, debilitamiento de la demanda en industrias integradas— exhiben la fragilidad de la economía europea frente a las decisiones tomadas fuera de su control.
¿Un pacto tácito UE-China-EE.UU.?
La hipótesis más provocadora es que esta guerra comercial global no es del todo espontánea. Hay analistas que sospechan que existe un acuerdo tácito —o al menos una coordinación informal— entre las grandes potencias para rediseñar el comercio global de forma escalonada. Una especie de nuevo Bretton Woods no declarado. Estados Unidos impone los aranceles, la UE simula resistirse pero se adapta, y China contraataca con medidas selectivas pero sin llegar a romper. Todos se gritan, pero ninguno corta el grifo.
¿Para qué? Para reorganizar las cadenas de producción, repartir sectores clave, limitar la dependencia mutua y, sobre todo, controlar mejor la inflación estructural que ha traído consigo la globalización sin freno.
El telón de fondo: inflación, deuda y desindustrialización
Detrás de esta estrategia se esconde una triple crisis:
- La inflación global que los bancos centrales no consiguen controlar del todo.
- La deuda pública y privada, disparada tras décadas de estímulo monetario.
- La desindustrialización del Occidente, que ha entregado su músculo productivo a países que no comparten sus valores ni sus reglas.
Trump lo ha entendido. Y por brutal que sea su estilo, su diagnóstico es certero: sin producción no hay poder. El capital financiero y digital no sustituyen al acero, la energía ni a la maquinaria.
Europa frente al espejo: ¿seguirá fingiendo?
La UE se encuentra en una encrucijada. O se alinea con el nuevo paradigma (aunque lo haga con el rostro compungido y usando eufemismos como “autonomía estratégica”), o se hunde en la irrelevancia histórica.
El servilismo a las élites globalistas, el culto al ecologismo punitivo, la sumisión a tratados asimétricos como el de libre comercio con Canadá (CETA) o Mercosur, y la persecución de su propio tejido productivo, han colocado a Europa al borde del abismo.
Con Donald Trump en la Casa Blanca, Europa no podrá seguir bailando entre dos aguas. Tendrá que elegir: o reconstruye su poder industrial, o se convierte en un museo de subsidios y normas climáticas.
Epílogo: el fin de la utopía globalista
Trump está demostrando que El Día de la Liberación no era un eslogan de campaña, por el contrario, es un manifiesto económico. Puede que su retórica sea grosera, que sus formas escandalicen a los guardianes de la corrección política, pero está señalando un elefante en la habitación: el sistema comercial global no funciona para las clases medias ni para las naciones occidentales.
La UE, que tanto presume de valores, debería tener el valor de admitirlo y actuar en consecuencia. No con sumisión, sino con realismo estratégico. Porque el tiempo de la inocencia liberal ha terminado. Y con él, el tiempo de los dogmas que nos han llevado a la ruina.
La historia —de nuevo— la están escribiendo quienes se atreven a romper las reglas.
La apuesta de Trump va más allá del nacionalismo retórico: emerge un manifiesto económico que señala el “elefante en la habitación” que las élites europeas evitan mirar. Mientras el viejo sistema comercial global conspira contra las clases medias y la soberanía real de las naciones, la UE debe decidir si asume su rol de vasallo perpetuo —aceptando la sumisión sin rebelarse— o si, por fin, adopta un realismo estratégico capaz de recuperar la voz y el proyecto propios.
Porque el tiempo de la inocencia y de los dogmas liberales ha terminado. Europa, frente al espejo de la historia, debe decidir si sigue siendo actriz o espectadora, protagonista o botón en la nueva era posglobalista.
Bien, vayamos concluyendo:
Solo una reacción de fondo, política, social e intelectual —unida a un rechazo a la actitud de “sumisión preventiva”— podría permitir a Europa recuperar la dignidad estratégica y la autonomía. De lo contrario, persistirá como rehén consentido de una revolución mundial que, paradójicamente, se debate entre el teatro del conflicto y el diseño calculado de un nuevo orden para las viejas potencias. La historia, como siempre, juzgará la elección.
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