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Pedro Manuel Hernández: «Mentiras que tapan la actual corrupción del Gobierno»

Pedro Manuel Hernández López 12 Ago 2025 - 09:05 CET
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Al más puro estilo de Joseph Göebbels, el Gobierno ha conseguido transformar una «moción municipal» de Jumilla en un supuesto estallido nacional de islamofobia», desviando la atención de la corrupción que asfixia a la Moncloa y sus aledaños. La maquinaria propagandística funciona a pleno rendimiento para que nadie hable de lo que de verdad debería preocupar: un presidente acorralado en lo personal, lo familiar y lo político, con varios de sus ministros bajo investigación judicial.

Joseph Göebbels –ministro de Propaganda del Tercer Reich– dejó para la historia una frase tan inquietante como certera: «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad».Y así fue –como con el Reich ardiendo y la Wehrmacht con sus tropas retrocediendo en todos los frentes– Göebells supo inocular en amplias capas de la población la idea de que la victoria era todavía posible. No era magia, era pura técnica propagandística. Y esa técnica —hoy super perfeccionada con redes sociales, altavoces mediáticos y asesores pagados a precio de oro— la maneja el actual Gobierno socialcomunista de Sánchez con un virtuosismo tan perverso como calculado y eficaz.

El ejemplo más reciente es la decisión del Ayuntamiento de Jumilla –gobernado por el Partido Popular– de regular el uso de los espacios públicos municipales, lo que en la práctica impide la celebración de ciertos cultos y rezos colectivos. Una moción local, circunscrita a una realidad muy concreta, se ha convertido, gracias al eficaz aparato propagandístico de Moncloa y sus aliados mediáticos, en una «crisis nacional» de auténtica islamofobia, discriminación religiosa y –según algunos voceros ministeriales afirman–e  incluso de profunda y gran «vergüenza internacional».

De pronto, España entera debía debatir, durante varios días, si Jumilla es un polvorin importante de intolerancia religiosa y un reducto de xenófobia multiculturalista.
La alcaldesa –Seve González– ha dado la cara y explicado, con gran valentía, claridad y coherencia, las razones de la medida adoptada y amparada en la legalidad y en el principio de igualdad ante la ley. Pero su voz ha quedado ahogada bajo toneladas de falsas acusaciones, intencionadas dramatizaciones y manipulaciones cuidadosamente repetidas hasta instalar en el imaginario colectivo una «verdad» prefabricada: que el PP, Vox y, por extensión, todo aquel que no comulgue con el relato oficial, persiguen a los musulmanes, a sus creencias y tradiciones, presos de una irrefrenable islamofobia.

Mientras tanto, ¿qué es lo que ha quedado relegado al olvido mediático…? Precisamente «aquello» que debería ser primera noticia: la corrupción que carcome al Gobierno y que salpica directamente las tres esferas de Pedro Sánchez. La personal, con su esposa Begoña Gómez bajo el foco judicial por sus actividades y contratos influidos por su proximidad al poder; la familiar, con su hermano implicado en el turbio affaire de los conservatorios extremeños, donde se investigan adjudicaciones y contrataciones bajo sospecha; y la política, con varios ministros imputados o investigados por presuntas mordidas, corruptelas, prevaricación y tráfico de influencias.

Un Gobierno serio afrontaría estas acusaciones con seriedad y transparencia y, a su vez, daría explicaciones convincentes a todos los ciudadanos. Pero este Ejecutivo ha optado por la vía de Göebbels: desviar la atención, crear un enemigo –exterior o interior– amplificar un incidente menor y usarlo como cortina de humo. Y lo más preocupante es que funciona y muy bien. Los titulares se llenan de pseudo  Jumillas, de islamofobia y de derechos religiosos avalados por nuestra Constitución vulnerados, mientras los sumarios judiciales sobre mordidas, contratos inflados y favores políticos pierden minutos de «prime time».

La táctica es tan vieja como eficaz: «si la realidad te perjudica, crea otra más escandalosa que la tape». El caso de Jumilla se ha exagerado hasta el delirio, no por un interés genuino en la libertad de culto —que en España está garantizada por la Constitución—sino por su gran utilidad como arma arrojadiza. Y aquí radica la verdadera cicatería: usar la sensibilidad religiosa de una comunidad para beneficio político, manipulando emociones para proteger los intereses particulares de Sánchez.

El problema es que estas maniobras no salen gratis. Alimentar un clima artificial de confrontación religiosa erosiona la convivencia y siembra desconfianza entre vecinos. Además, trivializa el concepto de discriminación étnica y religiosa y banaliza las auténticas violaciones de los derechos fundamentales  que ocurren en otros lugares del mundo. Mientras en países de mayoría islámica, miles de  cristianos sufren persecución real e, incluso, son asesinados, aquí se pretende equiparar una regulación municipal con un ataque a la fe musulmana. La comparación no resiste ni el menor análisis jurídico ni histórico.

Pero para el Gobierno, la precisión jurídica importa menos que el efecto rebote narrativo. Lo importante es que la «nueva verdad» se repita hasta que cale: España tiene un problema de islamofobia y el culpable es la derecha y la ultraderecha. El resto es accesorio, incluso si en el camino se pisotea el prestigio internacional del país o se tensionan innecesariamente las relaciones entre comunidades.

La paradoja es que este mismo Gobierno –que se rasga las vestiduras por una decisión municipal– es el que calla o justifica cuando sus socios políticos en el extranjero violan derechos fundamentales o cuando regímenes con los que mantiene acuerdos puntuales y estratégicos persiguen a minorías religiosas y, de modo especial, a los cristianos. Coherencia, la justa; propaganda, toda y, mentiras a lo Göebells… cuantas más mejor.

En el tablero político actual –el caso de Jumilla– es apenas una ficha menor. Pero la habilidad con la que ha sido utilizada revela la estructura de la estrategia comunicativa de Moncloa: fabricar distracciones para tapar lo realmente grave. Y lo grave es que tenemos un presidente –con su entorno más próximo– bajo la sombra de la justicia; un Gobierno con ministros imputados y una gestión salpicada por sospechas de corrupción que deberían avergonzar a cualquier buen demócrata.

Decía Göebbels que «la propaganda no tiene por qué ser veraz, sino eficaz». El Ejecutivo parece haber tomado buena nota de esta afirmación y el precio lo pagamos todos: una mayor degradación del debate público, la erosión de la confianza ciudadana y la normalización de la mentira como la mejor herramienta de gobierno.

Lo preocupante no es solo que nos intenten engañar; lo verdaderamente alarmante es que una parte de la sociedad — saturada de ruido y de falsos mensajes repetidos– acabe creyendo que Jumilla es la gran amenaza para el islamismo y la convivencia municipal y que la corrupción sistémica que brota de Moncloa es un simple bulo de la oposición «fachósférica». Cuando la mentira se instala como verdad oficial, la democracia empieza a arder. Y, como en los últimos días del III Reich, algunos aún se creen que –esa victoria, la  socialcomunista del «puto amo»– sigue estando al alcance de la mano… aunque el país entero –«nuestra querida España, esa España grande, esa España nuestra» — esté ardiendo por los cuatro costados y se hunda en sus  propias llamas.

Y si hoy han conseguido «cicateramente» que en casi todos el país se hable de Jumilla y no de sus causas judiciales abiertas, mañana harán lo mismo con cualquier otro tema prefabricado que les interese. Porque cuando un Gobierno vive de la mentira, no puede permitirse que la verdad respire y sobresalga . Y cuando la verdad muere, la corrupción deja de ser un escándalo público para convertirse en la práctica oficial del Gobierno.

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