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Pedro Manuel Hernández: «‘El primero en la aldea, el segundo en Roma'»

Pedro Manuel Hernández López 24 Sep 2025 - 15:51 CET
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Aunque la referencia de la frase pronunciada por Julio Cesar proviene de la obra del escritor griego Plutarco –que siglos después recogió episodios ilustrativos de su vida– parece ser que fue el ilustre historiador y biógrafo de los 12 césares más importantes de todo el lmperio Romano, Gayo Suetonio, quien la dejo escrita para la historia. Según su relato, cuando Julio César y sus hombres llegaron a una aldea insignificante en medio de las montañas alpinas –antes de cruzar el Rubicón, de pronunciar su celebre «Alea jacta está» y de enfrentarse a las legiones de Pompeyo– alguno de sus generales o centuriones comentó lo poco que debía importar y significar gobernar en un sitio tan pequeño, a lo que Cesar les sorprendió, con una histórica reseña que ha resistido el paso de los siglos, diciendo: «Preferiría ser el primero en la aldea que el segundo en Roma».

Aquella no fue un frase hueca y caprichosa lanzada al azar. Era la confesión íntima de un gran hombre que había hecho de la ambición su motor vital. César sabía que lo decisivo no era el tamaño del escenario, sino el lugar que uno ocupa en él. Mandar –aunque fuese sobre unos pocos– resultaba mucho más satisfactorio que compartir el poder en Roma, por grande que fuera en aquellos convulsos años de la República.

Sin embargo, César no tuvo que concretar ni explicar su polémica preferencia porque, después de vencer a Pompeyo, se convirtió en el «primero en Roma». Pero el episodio histórico que lo tuvo por protagonista ha llegado hasta nosotros porque exhibe el clásico dilema que siempre ha enfrentado a los hombres de poder: dominar sin rivales un espacio politico pequeño o tal vez compartir con otros –quizá como «segundo»– un espacio más grande.

Ese episodio nos recuerda que el poder no es tanto un territorio como una relación. Al que manda se le mide, no por lo que gobierna, sino por cuánto domina. César desnudaba así la esencia de los políticos que confunden «liderazgo» con el poder personal o » hegemonía». Un verdadero líder no teme ser segundo si ello fortalece la institución, pero un hombre de poder absoluto no soporta otra posición que no sea la cumbre.

La frase «prefiero ser el primero en una aldea que el segundo en Roma», expresa la preferencia por el liderazgo y la autonomía en un entorno menor, en lugar de ocupar una posición secundaria y de menor poder e influencia en un centro mayor, reflejando la ambición de ser un líder absoluto.

Análisis de la frase.

1.- «El primero en una aldea».
Representa la idea de ser el líder indiscutible, el que toma las decisiones y tiene un control total en un espacio de menor envergadura. Esta posición, aunque limitada en alcance, ofrece y combina «autoritas» y*potestas» sin rivalidades.

2.- «El segundo en Roma».

Se refiere a la situación de ser un personaje importante, pero no principal, en un centro de poder muy grande como fue la antigua Roma. Implica tener que someterse a la autoridad de otros, competir constantemente por influencias y no tener la libertad del líder para ejercer la «potestad».

3.- El significado, detrás de la elección.

La elección y preferencia de Cesar simboliza su deseo de ser un líder que aune en su personalidad el clásico binomio de «autoritas» y «potestad» y su total rechazo a un papel secundario, por más prestigioso que fuera el contexto de Roma. Para personas con desmesurada ambición — como es el caso de Pedro Sanchez– el poder y la independencia , que ofrece el liderazgo en un ámbito más pequeño, pueden ser menos atractivos que la prominencia condicionada y la dependencia en un entorno más grande.

En resumen, la frase ensalza «la posición de líder» sobre la de subordinado, priorizando la autonomía y el control, a pesar de las limitaciones de un escenario más pequeño.

La frase, que podría parecer un vestigio de la antigüedad, cobra sin embargo una sorprendente y especial vigencia en la actual España, la socialcomunista del sanchismo . En Pedro Sánchez, encontramos un eco moderno de aquella desmedida  y cesárica ambición. Desde su ascenso interno en el PSOE hasta su resistencia a dejar la Moncloa, –pese a haber erosionado casi todas las instituciones de España– Sánchez, una vez más, ha demostrado que «no concibe la política como servicio, sino como escenario para ocupar siempre el primer lugar en la escala del poder».

Su trayectoria está jalonada por esa psicopatológica obsesión. Cuando fue defenestrado por la propia dirección socialista en 2016, no aceptó ser segundo. Volvió, arrasó con los que lo habían apartado y se convirtió en el “primero” dentro de su aldea particular socialista para llegar a ser el primero en el Gobierno de España. En el Congreso, ha preferido –levantar mayorías artificiales con independentistas y herederos de ETA– antes que aceptar el papel de alternativa responsable en la oposición. Y en Europa –donde España debería jugar en equipo– ha intentado erigirse en adalid solitario, aunque el resultado sea irrelevante frente a líderes de mayor talla política.

La diferencia, entre el «poder» y el «liderazgo», se hace aquí muy evidente. El «poder» es fuerza y es la capacidad de imponer la propia voluntad a los demás .El «liderazgo», sin embargo, es la influencia, la capacidad de persuadir y de ser seguido libremente. El «poder» se toma…pero el liderazgo se reconoce. César fue un hombre de poder, no de liderazgo. Sánchez –salvando distancias históricas– repite el mismo error y cree que ser el primero –aunque sea en una pequeña aldea política, «el PSOE»– es equivalente a ser también «el primero» en España.

La comparación no es nada exagerada. Un verdadero líder engrandece las instituciones porque sabe que son la garantía de futuro de un estado. Un gobernante obsesionado «con» y «por» el poder personal, en cambio, las erosiona hasta casi reducirlas a meros instrumentos de su desmesurada ambición. Eso es lo que estamos viendo en esta España –a la que ellos no se cansan de denominarla democrática, feminista y progresista– un Parlamento convertido en caja de resonancia de La Moncloa, un Poder Judicial acosado y prisionero del Gobierno y una opinión pública vetada y muy saturada de propagandas fatuas. España corre el riesgo de convertirse en esa «simbólica aldea alpina» en la que el gobernante pueda sentirse primero, aunque a costa de empequeñecer a la Roma democrática que debería proteger.

La historia nos ofrece ejemplos  muy contrarios , Adenauer en Alemania o Churchill, en el Reino Unido, aceptaron ser los segundos, terceros o últimos, si con ello servían a la nación. Su liderazgo no se medía por el «lugar» en el escalafón, sino por la gran «capacidad» de unir, de reconstruir países y de movilizar pueblos. Su grandeza residía en que no necesitaban ser primeros a toda costa. Si lo fueron, se debió a que la sociedad los reconoció como tales.

España, por el contrario, necesita precisamente eso: líderes que sepan aceptar la grandeza de Roma aunque ello implique no ser los protagonistas absolutos. La verdadera talla política se mide en la capacidad de anteponer el interés general al brillo personal. Lo contrario es condenar a todo un país a vivir como una aldea para que uno solo pueda presumir de ser primero.

Julio César, en su empeño de no ser nunca segundo, acabó cruzando el Rubicón y dando lugar a los prolegómemos del entierro de la República y la consecuente causa del Imperio Romano.
Pedro Sánchez –en su mismo empeño– está erosionando, poco a poco, los contrapesos que garantizan nuestra democracia. La moraleja es clara: cuando un gobernante convierte su ambición en su único criterio objetivo, el país entero se encoge hasta caber en la medida de su megalómano ego.

El poder puede conquistarse; el liderazgo debe merecerse. Y cuando un político prefiere ser el primero en la aldea antes que el segundo en Roma, lo que nos revela no es su grandeza, sino su pequeñez. Es entonces cuando un pueblo entero corre el riesgo de despertar un día reducido a la escala miserable de esa aldea. Y en ese espejo, España debería mirarse con urgencia.

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