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El bullying, el mobbing y otras formas de acoso… mediocres y canallas en la era del porculerismo

Carolus Aurelius Cálidus Unionis 29 Oct 2025 - 11:05 CET
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El magnetismo del diferente

Quien ha sufrido acoso —en la escuela, en el trabajo, en su barrio o incluso dentro de su propia familia— suele creer que posee un extraño imán que atrae a los canallas, los necios y los cobardes.

Siente que los mediocres acuden a él como los insectos a la luz: no porque les haga daño, sino porque les hiere la vista.

Esa atracción no es fortuita.

El acosado, en la mayoría de los casos, irradia independencia, y esa es la cualidad más intolerable en una sociedad domesticada. El mediocre percibe la libertad ajena como una ofensa personal, como una amenaza a su paz de rebaño. Por eso el acoso, en cualquiera de sus formas, no es tanto una reacción ante la debilidad como una ofensiva contra la diferencia.

El libre, el autónomo, el que piensa por cuenta propia, se convierte así en una especie de espejo que devuelve al mediocre la imagen de su impotencia.

Y el mediocre, cuando se reconoce en ese reflejo, reacciona con odio.

Del bullying al mobbing: la cadena evolutiva de la cobardía

El acoso escolar es el primer laboratorio de la cobardía colectiva.

El niño que destaca, que piensa distinto, que no teme ser él mismo, se convierte en blanco del grupo.

La escuela moderna, obsesionada con la igualdad, no corrige ese impulso, sino que lo santifica bajo el dogma del “buen clima”. El distinto, el brillante o el aplicado resulta “conflictivo”; el gregario, en cambio, “integrado”.

Con los años, esos mismos impulsos se trasladan al mundo adulto: el acoso laboral (mobbing), el acoso vecinal, el acoso institucional o administrativo. En todos los casos, la lógica es idéntica: castigar la diferencia, destruir la singularidad, sofocar el mérito.

La mediocridad inoperante activa: anatomía moral del acoso

Detrás de todo acoso hay una coalición de mediocres.

Pero entre ellos hay jerarquías: el mediocre pasivo, que calla o consiente, y el mediocre inoperante activo, que conspira, difunde, hostiga y se alinea con el malvado eficaz.

El mediocre inoperante activo es el esbirro moral del canalla. No es capaz de producir, crear o liderar nada, pero posee una energía inagotable para entorpecer, sabotear o destruir lo que otros hacen.

No tiene obra, pero sí obsesión: impedir la de los demás.

En cualquier oficina, universidad, comunidad o administración pública, su presencia es constante:

– es el funcionario que boicotea al compañero que trabaja;
– el colega que impide cualquier innovación;
– el vecino que denuncia por puro resentimiento.

Actúa movido no por el mal directo, sino por algo más ruin: el deseo de que nada se mueva, de que nadie destaque, de que todo permanezca nivelado en la mediocridad.

El malvado mediocre —el que detenta cierto poder— se rodea de mediocres serviles, porque sabe que solo entre los obedientes y los resentidos puede mantener su autoridad.

No soporta el talento, lo percibe como amenaza. Por eso prefiere rodearse de cortesanos mediocres que le garanticen la quietud del pantano.

Y los mediocres serviles, por su parte, se aferran a él para legitimar su propia insignificancia.

Así se construye la pirámide del acoso, un sistema de complicidades donde la mediocridad se protege a sí misma con disciplina de hormiguero.

Los porculeros: nueva especie nacional

En España, ese fenómeno ha adquirido forma autóctona, castiza, y hasta lingüística: el porculerismo.

Una palabra que, con toda su rudeza popular, define con precisión una actitud que ha dejado de ser anécdota para convertirse en epidemia.

El porculero (y su equivalente femenino, la porculera) es el arquetipo del mediocre inoperante activo llevado al extremo: el que no produce nada, pero vive para incordiar.

El que encuentra placer en el malestar ajeno, que convierte la queja en arte, la obstinación en virtud y la convivencia en tortura.

El que pide el libro de reclamaciones antes del primer plato; el vecino que se opone por sistema; el que llama a la policía por un suspiro de alegría al otro lado de la pared; el que, envidioso, destruye lo que no puede tener.

El porculero no busca justicia, sino castigo.

Su lema moral es el del refranero: “ni come ni deja comer”.

Su energía es la envidia; su oficio, el acoso pasivo-agresivo; su triunfo, la exasperación del otro.

La fábrica de mediocres: educación y domesticación

No nacen, se fabrican.

Y el taller de ensamblaje de estas criaturas está en el sistema de enseñanza, en la televisión, en los hogares domesticados por la psicopedagogía sentimental.

Durante décadas, los padres modernos —esos que presumen de ser “amigos” de sus hijos— y los pedagogos progresistas —esos que confunden autoridad con represión— han sembrado una generación de niños sin límites, educados en el dogma de la “felicidad perpetua”.

La escuela se ha convertido en parque temático, el maestro en animador, el aula en verbena.

Los niños han aprendido que el esfuerzo es opresivo, que la frustración es trauma, y que todo deseo equivale a un derecho.

De ahí brota el nuevo ciudadano: el adultescente narcisista, el que se ofende por todo, exige sin dar nada y cree que el Estado existe para colmar sus caprichos.

El terreno ideal para que florezca el porculero y prospere el mediocre inoperante activo.

El imperio del “homo festivus”

En el reino del homo festivus, el que estudia o trabaja con seriedad es sospechoso.

El que lee, aburre.

El que se esfuerza, es “raro”.

El que destaca, provoca rechazo.

El sistema ha convertido el ridículo del mérito en seña de identidad colectiva.

El ruido sustituye al pensamiento, la diversión al aprendizaje, la queja a la acción.

Y de esa sopa cultural surge el nuevo totalitarismo blando: el del conformismo agresivo, el de la mediocridad organizada.

Una sociedad que ya no castiga el mal, sino la excelencia.

Del aula a la urna: el porculerismo político

El porculerismo ya no es solo un rasgo social: es una ideología práctica.

El votante medio, hijo de este proceso, vota no por convicción, sino por despecho.

Vota “para dar por culo” al otro.

La política se ha convertido en venganza emocional, y el debate público en un intercambio de resentimientos.

El mediocre inoperante activo, que antes se contentaba con sabotear a su compañero o molestar a su vecino, ahora encuentra en la política una forma de proyección de su impotencia personal.

Y así el acoso se hace sistema, y el sistema se convierte en acoso.

Psicología del canalla y sociología de la mediocridad

El malvado mediocre no busca justicia ni poder por sí mismo: busca la destrucción de cualquier mérito que le recuerde su impotencia.

De ahí que necesite rodearse de mediocres serviles, de tontos útiles, de aduladores cobardes que sostengan su farsa.

Su autoridad se basa en la obediencia del grupo, en el miedo del débil a perder su sitio en la pirámide de la mediocridad.

Esa red de complicidades constituye lo que podríamos llamar la burocracia moral del acoso:

Una estructura estable, autorreferencial, donde los mediocres se protegen unos a otros, mientras la persona talentosa, la persona decente, honesta o independiente son apartados, silenciados o ridiculizados.

La mediocridad inoperante activa no es un defecto de individuos: es el alma del sistema, la materia prima del acoso social contemporáneo.

El bien como inteligencia superior

Los estúpidos y los malvados comparten una misma limitación: carecen de la inteligencia suficiente para comprender que la bondad es la forma más alta de inteligencia práctica.

El hombre o la mujer verdaderamente buenos no son ingenuos ni débiles: son lúcidos.

Entienden que buscar lo mejor para uno mismo no implica hacer daño al prójimo, sino lo contrario: construir un entorno donde el bien sea rentable y el mal, costoso.

El malvado mediocre, en cambio, confunde la bondad con necedad, la cortesía con sumisión, la paciencia con debilidad.

Por eso subestima al justo, y termina despreciándolo… hasta que su propia torpeza lo hunde.

No sabe que la bondad no es pasividad, sino fuerza contenida. Que el verdadero inteligente no necesita humillar, ni destruir, ni manipular para afirmarse.

Y por eso las personas buenas deben apartarse de los malvados y de los mediocres, porque tratar de convencerlos es un error fatal.

El bien no se explica a quien no puede comprenderlo; se ejerce, se vive y se protege.

Conversar con el malvado es darle oxígeno.

Dialogar con el mediocre es concederle terreno.

El deber del hombre bueno no es educar al perverso, sino no dejarse devorar por él.

Epílogo: la dignidad frente al pantano

España se ha llenado de porculeros y de mediocres inoperantes activos: los nuevos comisarios del aburrimiento, los guardianes del pantano, los burócratas de la nada.

Todo lo que exige mérito, esfuerzo o excelencia es sospechoso.

Todo lo que perturba la uniformidad se condena.

Pero aún quedan quienes resisten: los que siguen trabajando sin pedir permiso, pensando sin pedir perdón, viviendo sin pedir disculpas.

Son pocos, sí, pero son los que mantienen encendida la llama de la dignidad frente al lodazal moral del porculerismo.

Porque en tiempos de mediocres militantes, ser bueno, un buen hombre, una buena mujer y mantenerse libre es el último acto de inteligencia heroica.

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