Cualquier persona sensible y consciente puede advertir la implicación diaria que tienen las noticias sobre cuestiones políticas en todos los medios de comunicación. Las redes sociales no están al margen y se presentan —así lo predican— como la alternativa a la propaganda que vierten los grandes grupos mediáticos. El problema está en que no se sabe bien qué alternativa proponen. Lo que es evidente es que la corrupción es ya insostenible y que debe hacerse algo. No sabemos qué. Bueno, sí: echar a Pedro Sánchez, y “luego ya veremos”.
No existe nación civilizada donde se pontifique más sobre asuntos políticos y donde, al mismo tiempo, pinten menos los ciudadanos que en España. Tradicionalmente, esta queja y este desahogo, estériles e inocuos, se ejercían en bares y peluquerías; hoy se han desplazado a las redes sociales, donde las plataformas muestran cómo cualquiera puede opinar sobre cualquier cosa desde la tribuna doméstica, enmendando la plana tanto a periodistas y políticos como a catedráticos y científicos. El éxito y la proliferación de lo anterior se deben, entre otros motivos, a la deslegitimación que se han ganado a pulso los medios tradicionales por ser, sin disimulo, correas de transmisión y publicistas de los partidos políticos. Ni buscan la verdad ni les interesa: solo emiten opinión publicada; ni siquiera reflejan la opinión pública, y eso ha generado una oportunidad para potenciar una alternativa en las redes sociales.
Pontificar y arreglar el mundo en bares y peluquerías se ha trasladado, por tanto, a las redes sociales. El desahogo estéril —maldiciendo al Gobierno mientras te tomas una caña o te haces la permanente— se ha mudado a internet, donde ya no son el albañil ni la maruja del barrio, sino el youtuber o el influencer quienes, desde su tribuna doméstica, intervienen en la totalidad de los asuntos, plantando cara a catedráticos, historiadores, economistas y científicos de cualquier disciplina. El efecto es el mismo: la nada. Si todos los youtubers en España —que suman millones de seguidores— convocaran una manifestación contra alguna ley o medida del Gobierno, no iría nadie. Son una caterva inocua para la partitocracia.
Si nos paramos a pensar un poco, por ejemplo, toda la campaña en redes sociales realizada contra la desigualdad e injusticia provocadas por las “leyes de género”, ha acabado siendo capitalizada por los partidos que encuentran su nicho de electorado en ese segmento de la población: las utilizan para captar y cooptar votantes. Al mismo tiempo, el conjunto de los partidos que apoyan dicha legislación multiplica por cuatro al de los que defienden su derogación; es decir, sigue proscrita a nivel sociológico y es prácticamente inexistente a nivel político e institucional, la defensa y promoción de eliminar estas normas.
Los partidos, devenidos todos socialdemócratas, unidos todos contra la denominada “ultraderecha”, lo han fagocitado todo y, por eso motivo no hay sociedad civil: hay caterva. Es fácil advertir, para cualquier ser racional, que la etiqueta de ultraderecha se aplica a quienes, aparentemente, hacen bandera de determinadas posiciones contra lo políticamente correcto y promueven recetas fuera del marco socialdemócrata, nada más.
La conjura de determinados medios y personalidades relevantes no es una novedad en España. En el cenit de la corrupción del felipismo se creó la AEPI (Asociación de Escritores y Periodistas Independientes) en el verano de 1994, integrada por Luis María Ansón, Pedro J. Ramírez, Pablo Sebastián (secretario), Antonio García-Trevijano, José Luis Gutiérrez, Antonio Herrero, Manuel Martín Ferrand, Federico Jiménez Losantos, Camilo José Cela, Francisco Umbral, Antonio Gala, José María García, Luis del Olmo, Raúl del Pozo, Julián Lago, José Luis Balbín, Antonio Burgos, José Luis Martín Prieto y Julio Cerón.
Juan Luis Cebrián, otrora director de El País, acuñó la expresión «sindicato del crimen» para referirse, de forma despectiva, a un conjunto de periodistas y medios críticos con el PSOE y con el Grupo PRISA. Este rótulo acabaría aplicándose a la AEPI, a quien se acusaba de articular una estrategia desde determinados medios para desgastar y provocar la caída del Gobierno de Felipe González mediante la coordinación de portadas, editoriales y campañas sobre los grandes escándalos del momento (GAL, Filesa, CESID, entre otros). En febrero de 1998, en la revista TIEMPO, Luis María Ansón admitió que un grupo de periodistas había articulado una “trama de acoso y derribo” para “terminar con Felipe González”, hasta el punto —según sus propias palabras— de “rozar la estabilidad del Estado”.
Hoy, en 2025, en España, la última ocurrencia consiste en presentar una caterva de personajes que, en su mayoría, han medrado en las redes sociales —cada cual original en su disciplina— como alternativa a quienes hoy llevan el timón de la nave del Estado y contra la ideología socialdemócrata dominante: dos chavales de entre veinte y treinta años —Vito Quiles y Alvise Pérez, con un bagaje cultural equivalente al de un alumno de la antigua EGB—; el dueño de una empresa de desocupación de viviendas, Daniel Esteve; un “conseguidor” del PSOE, Víctor de Aldama; y un ex oligarca de Vox, Iván Espinosa de los Monteros. Todos ellos se erigen como la supuesta punta de lanza llamada a revertir la situación política nacional. ¿De verdad alguien con los pies en la tierra cree que este grupo humano constituye la minoría selecta que necesita España? De momento, compárenlo con el grupo anterior.
Vito Quiles es un joven reportero marginado y difamado por sus propios compañeros de profesión, únicamente por atreverse a hacer las preguntas que ellos no se atreven a formular, lo cual no está nada mal. Muy distinto, sin embargo, es pretender presentarlo como el Charlie Kirk español. Dudo que, de momento, sepa para qué sirve una Constitución —aunque en eso empata con la mayoría de los analistas y políticos—, en qué consiste la separación de poderes —también empata ahí—, cuál es el teorema de Pitágoras o si sabe qué es el Siglo de Oro. Es un chaval producto de la ESO, con todo lo que eso implica: sin madurez ni formación de ningún tipo, pero con una gran ambición narcisista por prosperar en las redes sociales. Lo están utilizando —y él mismo se deja utilizar— para “acabar con el sanchismo”, según dice. En todas estas aparece Alvise Pérez, quien —según declaró en su mitin en Las Palmas de Gran Canaria— pretende introducir a Vito en el Congreso, como diputado.
Alvise, quien directamente se jacta de no tener estudios y ser un hombre hecho así mismo, es el jefe de “Se acabó la fiesta” (SALF), una agrupación electoral de ámbito nacional, que se creó para concurrir a las elecciones al Parlamento Europeo de 2024 y devenida en partido político para poder presentarse a las elecciones que concurran en un futuro en España. En las elecciones europeas, obtuvo tres eurodiputados: Alvise, Nora Junco y Diego Solier. A Estos dos últimos no los conocen ni en su casa a la hora de comer, básicamente porque no pintan, o no pintaban nada, eran empleados a las órdenes de su jefe.
En abril de 2025, el Parlamento Europeo aprobó el Plan Europeo de Rearme por un estrechísimo margen de 373 a 371 votos. Decisivos fueron los apoyos de los eurodiputados de SALF, que se desmarcaron de la línea seguida por su formación en las dos votaciones anteriores. Tras la sesión, ambos rompieron con Alvise, a quien acusaron de matonismo y de emplear métodos y entornos con los que no querían identificarse. El jefe de SALF, por su parte, replicó que habían sido “comprados”.
Sea como fuere, resulta llamativo que un treintañero que denomina a sus seguidores “ardillas”; que es incapaz de mantener unido un grupo de tres personas; cuya táctica política incluyó sortear su sueldo en una especie de concurso chabacano entre sus fieles; que encabeza una agrupación de electores cuyo logotipo —una ardilla con la máscara de V de Vendetta— parece sacado de una franquicia de comida rápida; y cuyo himno, de musicalidad propia de discoteca de arrabal, podría haber servido a la CIA en los experimentos del programa MK-Ultra para obtener confesiones en tiempo récord, se postule como la punta de lanza para destruir el sistema.
Alvise se jacta de tener una red de informantes (“ardillas”) a modo de vakhtershi —porteras y chivatas— reminiscentes de la antigua URSS, y quizá aspire a tener un Ministerio para la Seguridad del Estado (MfS) como el de la RDA, con “colaboradores extraoficiales” (IM) y “colaboradores ciudadanos para la seguridad” (GMS). Para comprender cómo funcionaba la Stasi, recomiendo leer a Anna Funder —autora de Stasiland— y a Daniela Münkel.. Stasiland (Anna Funder, 2003) relata varios de estos hechos. Daniela Münkel, doctora en Historia y directora de investigación del Archivo de los Documentos del Ministerio para la Seguridad del Estado (Stasi), nos cuenta como la colaboración con el régimen: «en la mayoría de los casos se debía a todo un conjunto de motivaciones, que incluían desde la convicción de estar haciendo lo correcto y necesario hasta la suposición de poder obtener ventajas personales gracias a la cooperación, y desde el espíritu aventurero hasta la fascinación por el juego del agente secreto. La extorsión directa para obligar a las personas a colaborar con el MfS era más bien una excepción».
Espinosa de los Monteros, un pomposo y solemne promotor inmobiliario, a quien consideran el baluarte de la derecha conservadora, contrasta positivamente debido a la insolvencia mental de los diputados y periodistas que le ponen delante. El exoligarca de Vox, ha creado el laboratorio de ideas Atenea, que, según dice, tiene entre sus fines dar un vuelco a la situación política en España, defendiendo el constitucionalismo y los valores de Occidente. Le apoyan en su nueva aventura Daniel Esteve, propietario de una empresa de desocupación de inmuebles, quien está a partir un piñón con Víctor de Aldama, un empresario acusado de ser un intermediario o comisionista en diferentes asuntos relacionados con altos cargos del PSOE. Espinosa de los Monteros, de algún modo, pretende apoyarse en la gran difusión mediática en las redes sociales, que le pueden proporcionar Daniel, Alvise o Vito, así que imaginad el cóctel de este grupo valleinclanesco —por no decir torrentiano— que pretende arreglar España. A nuestro juicio, esta minoría selecta, lo único que puede producir es un giro gatopardiano de 360 grados para consolidar aún más la partitocracia.
El ex oligarca de Vox pretende actuar de mediador y templar gaitas entre las supuestas derechas españolas. Olvida que Vox es la bicha para el PP, un partido tan socialdemócrata o más que el PSOE. Su gran aportación desde su nuevo laboratorio de ideas o think tank se resume en: apoyar el constitucionalismo, conciliar a las llamadas derechas, apoyar la monarquía y reformar la ley electoral, poniendo una barrera nacional del 5 % del voto para poder entrar en el reparto de escaños en el Congreso.
Por otra parte, nadie duda —porque ahí están los hechos— de que alguien puede ser hábil para los negocios, alcanzar el éxito y ganar mucho dinero, sin ser especialmente cultivado, o incluso careciendo de la más mínima preparación académica, o siendo un `bárbaro especialista`. Pero eso no es señal de ningún talento político, sino, en cualquier caso, de un talento empresarial o de otro tipo. Mosca, recoge en su obra La clase política: «la economía política estudia las leyes y tendencias constantes, que regulan en las sociedades humanas la producción y la distribución de la riqueza; pero este estudio no equivale de ningún modo al arte de enriquecerse y de conservar esa riqueza. Un excelente economista puede ser, sin embargo, absolutamente inepto para constituir un patrimonio en su beneficio; y en cambio un banquero, un industrial, un especulador, si bien pueden extraer algunas luces del conocimiento de las leyes económicas, no tienen necesidad de ser maestros en ellas y pueden tener éxito en sus negocios, aun ignorando por completo esas leyes».
Bajo tanta solemnidad y prosopopeya, Espinosa de los Monteros desconoce la distinción —y sus elementos— entre la política y lo político. Desconoce el principio electivo, el principio representativo, la separación de poderes, así como el fundamento del parlamentarismo y su distinción frente a una república constitucional o una democracia. También desconoce para qué sirve una Constitución y la esencia oligárquica de los partidos, así como el principo indefectible de la imposibilidad de la representación política o parlamentarismo en los Estados de partidos, donde las masas se integran en el Estado (Leibholz, Schmitt), y fagocitan todas las instituciones.
Pese al tremendo daño que ha hecho a España la obra de Ortega —La España invertebrada— y su tesis de que una nación es un «proyecto sugestivo de vida en común», su obra más conocida, La rebelión de las masas, es una gran obra, bastante más leída y estudiada en universidades de EE. UU. que en España. Se publicó originalmente como una serie de artículos (con precedentes desde 1927 y, sobre todo, en El Sol entre 1929 y 1930) y luego se reunió en libro, editado por la Revista de Occidente en 1930. Ortega afirma que, dentro de cada clase social, hay masa y minoría auténtica (o “minoría selecta”), acusando a quienes quieren, maliciosamente, confundir a las “minorías selectas” con unos petulantes que se creen superiores a los demás.
Para él, esta minoría es quien se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. El filósofo español distingue entre aquellas personas «que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva». Sostiene que el hombre-masa es una creación de la civilización del siglo XIX y que, siendo la división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y por lo tanto no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. Puede ser un hombre-masa tanto un catedrático como un albañil.
A juicio de Ortega, el tipo hombre-masa se subdivide en dos especies: el hombre masa cuantitativo y el hombre masa cualitativo. Este último es el especialista —sobre todo en su vertiente científica—, muy capaz en su parcela pero inculto en el conjunto. Ortega lo llama “el nuevo bárbaro”: sabe muchísimo de lo suyo y casi nada de lo demás; es el sabio-ignorante, donde su especialidad desplaza a la cultura integral y cree que, por saber mucho de una cosa, tiene derecho a opinar de todo. La esencia del hombre masa es la del `señorito satisfecho`, que cree que todo son derechos, y el hombre medio se afirma y sacia en su haber moral e intelectual, no necesita a nadie, interviniendo en cualquier situación poniendo de manifiesto sus vulgares opiniones. Hoy más que nunca, podríamos también, con el permiso de Ortega, hablar de las `chonis satisfechas`.
Ortega habla de la homogeneización del ciudadano europeo como hombre-masa, idéntico de un cabo al otro, algo que hoy podemos advertir mejor que nunca con solo asomarnos a la realidad televisiva, musical o estética: franquicias de programas que se distribuyen por igual en toda Europa, que difuminan lo característico de cada nación e igualan por debajo a todos, reduciendo el talento, las virtudes y los gustos, cada vez más chabacanos y vulgares. Todo esto es posible porque lo característico de este tiempo, mucho más que antes, es «que el vulgar imponga el derecho de la vulgaridad o la vulgaridad como un derecho».
Recuerda finalmente, que en otro tiempo, se era consciente de que «existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas —calificadas, por lo menos, en pretensión—. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social».
En la misma vertiente, y orientada expresamente a las cuestiones del poder, se encuentra la teoría de las élites. Para esta doctrina, la verdadera lucha por el poder se libra dentro de la clase gobernante; de ahí que el progreso de la sociedad dependa de la mejora o perfeccionamiento de la minoría dirigente, o de su sustitución por otra de mayor calidad. A la inversa, si la clase dominante entra en decadencia y no surge una minoría capaz de ofrecer mejores soluciones a los problemas de su tiempo, el desenlace es el estancamiento o la lenta desintegración.
La teoría de las élites —Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y Robert Michels— sostiene que siempre es una minoría la que gobierna sobre la mayoría. Mosca afirma que esa minoría domina por su superior organización frente a la masa dispersa y que su poder se legitima mediante diferentes fórmulas políticas; Pareto explica su relevo mediante la “circulación de las élites”; y Michels formula la “ley de hierro de la oligarquía”, según la cual toda organización de gran escala tiende a concentrar el poder en pocas manos. La minoría dominante, la élite, concentra estructura, recursos, cualificaciones superiores y redes de poder (conexiones y parentescos). Su eficacia descansa en ser una minoría organizada frente a una mayoría desorganizada, lo que le permite mantener el control sobre las principales fuerzas sociales.
El moderno Estado de partidos o partitocracia, surgido con posterioridad a la teoría de las élites, y consolidándose después de la segunda guerra mundial, no solo estanca la circulación y renovación de la clase política, sino que empobrece su calidad con la intención de que el hombre-masa se identifique con ella y, así, captar votantes. La partitocracia impide el control efectivo de la clase dirigente, mientras una renovación inocua y estéril de los diputados simula ante los electores una apariencia falsa de cambio. El Estado financia a los partidos e integra en ellos a las masas. Todos los partidos son financiados por el Estado y dirigido por una pequeña camarilla, y entre ellos se disputan y reparten el poder.
Para Antonio García-Trevijano: «Gobernar trata siempre con lo imprevisible. Por eso el Estado —que es burocracia— no es ni puede ser democrático: la burocracia administra lo previsible. En cambio, el gobierno se ocupa de lo que irrumpe sin aviso, de poner orden donde no lo había. De ahí que el funcionario deba acreditar competencias para gestionar lo previsto; su ámbito es la rutina y el procedimiento —concursos, oposiciones, reglas—. Para gobernar, en cambio, no hay oposiciones: hay elección directa del jefe del Estado o del jefe del gobierno, porque allí se exige otra virtud, la principal: la inteligencia. Así como en el poder legislativo prima la voluntad —que sostiene la lealtad—, en el ejecutivo la primera virtud es la inteligencia. Y es esa inteligencia la que el pueblo debe discernir: a través de la imagen, las palabras, la trayectoria y la biografía, elegir, entre muchos, al más apto; a quien esté en mejores condiciones de afrontar lo imprevisto cuando gobierne y lo que era imprevisible en el momento mismo de su elección».
En una partitocracia, la elección queda neutralizada: un pueblo cada vez más aborregado con anacrónicas consignas ideológicas, que voluntariamente se empeña en ignorar que en cada legislatura no elige ni decide nada, recibe perpetuamente un sucedáneo de la última remesa de empleados del partido. Las masas están integradas en el Estado y las instituciones han quedado subsumidas en él. En este Estado de partidos, la sociedad civil es prácticamente inexistente: detrás de cada fundación o asociación aparece un partido político y, al mismo tiempo, son los propios políticos quienes encabezan casi todas las manifestaciones, pancarta en mano.
En cuanto a las instituciones a las que se pretende hacer frente desde la caterva, veamos como ejemplo, a qué se dedica la cátedra y la academia en España. Octavio Salazar Benítez, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba, especializado en igualdad, género y nuevas masculinidades y autor de libros como El hombre que no deberíamos ser, es coautor, junto con Ruth Rubio Marín, del artículo El poder de las palabras: género, Constitución y ciudadanía, publicado por el Instituto Cervantes en su Anuario 2025, institución dirigida por un tonto político como Luis García Montero, quien también habla y escribe de democracia sin saber nada. El País recoge que la catedrática lamenta el androcentrismo de la Constitución: «En el pleno constituyente solo hubo 27 mujeres y ninguna “madre” de la Constitución de 1978 —a diferencia de la republicana, que contó con Clara Campoamor—. Hasta 1984, la RAE definía “jueza” como ‘mujer de un juez’». Preguntada por si «¿hay posibilidad de reformar la Constitución para que sea más inclusiva e igualitaria?», responde: «Son tiempos complicados y no sé si ganaríamos o perderíamos». Y remata: «La Constitución es machista, sin lugar a duda».
Como vemos En España todo es bajo. Las ‘élites’ se dedican a esto; no me extraña que Platón quisiera expulsar a los poetas de la ciudad. Si hubiera conocido la universidad española, también habría expulsado a los catedráticos. En el prólogo de la obra El País: la cultura como negocio, de Manuel García Viñó, el gran jurista y abogado granadino, García-Trevijano —el mejor pensador político español que hemos tenido— describe el páramo cultural y político en España: «La Fiera Literaria decía: “si se coge un libro de Filosofía, de Sociología, de Antropología, Biología, Estética, Ciencia de la Literatura, Astronomía, Física teórica, Historia del Arte, Psicología, etcétera, en su bibliografía no se encuentra un solo nombre español”. Los libros de hoy parecen haberse escrito en un solo día, con libros del del día anterior. En teoría política, España no ha creado, desde el siglo XVII, nada que mereciera ser incorporado al pensamiento universal salvo la distinción de Santayana (formado en Estados Unidos) entre democracia formal y democracia material. Nadie ha explicado todavía las causas, sin duda complejas, de este hecho tan negativo».
Para cerrar la panoplia de instituciones partitocráticas y socialdemócratas, terminamos con Joaquim Bosch, Portavoz de la organización Juezas y jueces para la Democracia entre 2012 y 2016, y de quien se dice, necesitó más de 6 convocatorias para aprobar una sola asignatura, 8 años para llegar a 3º de carrera, completando un total de diez años para licenciarse en la carrera de derecho Universidad de Valencia. Este magistrado ha publicado La patria en la cartera: Pasado y presente de la corrupción en España.
En el libro sostiene el magistrado, entre otras tesis, que «nuestro sistema político prorrogó la corrupción del franquismo porque las prácticas corruptas de la dictadura no se intentaron erradicar y se asumieron como un mal aprovechable»; que «al morir Franco, los dirigentes del posfranquismo afrontaron la Transición con mucho poder y una enorme ventaja frente a una oposición democrática debilitada por décadas de represión, ejecuciones, encarcelamientos, exilio y violaciones sistemáticas de los derechos humanos…»; y que, en consecuencia, había que resignarse, ya que «resultaba muy difícil lograr una ruptura con el pasado, de modo que es comprensible la existencia de importantes elementos de continuidad política que permitieron la persistencia de la corrupción (…) En ese contexto se dieron continuidades muy relevantes, porque a la oposición antifranquista le resultaba muy difícil frenar esos elementos de continuidad de la corrupción en el sistema democrático».
Así está la magistratura, la cátedra y la academia, queridos amigos: la culpa de todo lo que pasa en España es del androcentrismo, de las malas masculinidades y, siempre, en última instancia —como primer motor—, de Franco. Los males o vicios de la Transición y de lo que padecemos hoy, en todo caso, son fruto de estas circunstancias.
Nada más lejos de la realidad, el delirio y la mentira, de negar la realidad , nos lleva a recordar al gran Thomas Paine: «el prolongado hábito de no pensar que una cosa está mal le da una apariencia superficial de que está bien, y suscita, en un principio, un formidable grito en defensa de las costumbres. Pero el tumulto cesa pronto. El tiempo logra hacer más conversiones que la razón».
Aunque el tumulto no ha cesado y casi cincuenta años no han producido tantas conversiones como desearíamos, tras la Gran Mentira de la Transición volvemos al prólogo que García-Trevijano escribió para el libro de García Viñó y a aquellas palabras con las que, de forma magistral, describió y destiló lo que fue la Transición: «La reconciliación entre mandamases de cortes y partidos exigió un pacto de silencio sobre el pasado (negación de la historia); un pacto de reparto del futuro (negación de la libertad); y un pacto de oligopolio del presente (negación de la igualdad). Los renegados del franquismo y del socialismo pactaron crear un Estado de, y para, los partidos, con libertades sin libertad política, parlamentos sin representación de la sociedad, judicatura sin independencia, demagogia sin democracia y culturismo sin cultura».
En todo este escenario descrito hasta ahora, pretender que la caterva de las redes sociales actúe como revulsivo capaz de impulsar un cambio y ofrecer una alternativa a lo que hoy tenemos —fruto del devenir de la venerada Transición—, y hacerlo además no sacrificando sino ensalzando lo más representativo de esta partitocracia, es un insulto a cualquier persona intelectualmente decente. Hoy, una caterva grotesca propone y engaña al pueblo español con una alternativa gatopardiana (alternancia) para reconducir —otra vez— la desafección política, tal como ocurrió con la mal llamada izquierda (15-M y su cristalización en Podemos) y luego con Vox, reacción desde la mal llamada derecha, resultado de la inacción del PP.
Si no se conocen las reglas del juego político ni entiendes cómo funciona una partitocracia, pretender cambiar el sistema desde dentro —aun admitiendo —que ya es mucho admitir— que se obra de buena fe— Es como creer que un perro hablará si le das de comer libros. Las élites siempre han decidido; pero, en las partitocracias, dan paso a oligarquías de partido. Durante la Transición, García-Trevijano promovió, mediante la Junta Democrática, la unión de los opositores al franquismo para lograr una ruptura democrática. La traición de los partidos —en especial del Partido Comunista— frustró la conquista de la libertad política tras la muerte de Franco. El resultado es el que acabamos de describir.
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