“No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país.” Frase pronunciada por John Fitzgerald Kennedy durante su discurso inaugural como presidente de los Estados Unidos, el 20 de enero de 1961.
Esa frase, de raíz profundamente cívica y republicana, invita a la responsabilidad personal, al deber hacia la comunidad y al servicio al bien común frente al egoísmo irracional y la dependencia del Estado. Es una apelación a la virtud cívica clásica: actuar desde la decencia, el deber y la responsabilidad, en lugar de delegar en un Estado paternalista o en una masa social que solo exige sin ofrecer nada.
Vivimos tiempos turbios, tiempos en que el mal se disfraza de virtud y la mentira se reviste de compasión. España, esa vieja nación que fue faro de civilización y testimonio de fe, atraviesa una crisis moral que va mucho más allá de la política: es una enfermedad del alma colectiva, una rendición silenciosa ante la comodidad, la cobardía y la indiferencia.
El mal no siempre se manifiesta con estridencia. A menudo avanza disfrazado de rutina, de resignación, de prudencia mal entendida. No consiste sólo en la corrupción visible o en la injusticia institucionalizada, sino en la renuncia a discernir, en la aceptación pasiva del desorden, en el abandono de la responsabilidad moral. El mal triunfa cuando los buenos se limitan a observarlo, cuando lo contemplan desde la distancia confortable de la queja estéril.
Durante demasiado tiempo, los españoles hemos preferido lamentarnos antes que actuar. Hemos hecho del “habría que…” una filosofía nacional. En las barras de los bares, en las sobremesas familiares, en las conversaciones de trabajo o en las redes sociales, repetimos con resignación: “habría que hacer esto”, “habría que cambiar aquello”, “habría que enfrentarse a los corruptos”… Pero nunca se pasa de la palabra al hecho.
Ese movimiento, al que podríamos llamar “habríaqueismo”, es el enemigo invisible de toda regeneración. Produce la ilusión del compromiso, pero sólo engendra inacción. Es una trampa moral: quien se queja siente que ha cumplido, cuando en realidad se ha eximido de actuar. De ahí la vieja advertencia: “no permitas que una acción se quede en la punta de tus dedos”.
La acción, y sólo la acción, transforma. Las ideas que no se encarnan se pudren. Las convicciones que no se ponen a prueba se diluyen. Por eso, el momento exige pasar del lamento a la obra, del diagnóstico a la decisión. España no se salvará con discursos ni con nostalgias, sino con hombres y mujeres dispuestos a hacer frente al mal, a llamar a las cosas por su nombre y a actuar en consecuencia, aunque eso les valga la etiqueta de “reaccionarios”.
Ser una persona decente, arriesgándose a ser calificado de reaccionario, no es ser un nostálgico del pasado, sino alguien que se atreve a defender el bien en tiempos de confusión. Significa tener el valor de oponerse al mal, no por resentimiento, sino por amor al orden, a la verdad y a la belleza. El reaccionario decente no huye del mundo: lo afronta.
Conviene recordar lo que en verdad significa reaccionar. En su sentido más puro, reaccionar es responder ante una amenaza, ante una agresión o ante una injusticia. No es retroceder, sino ponerse en pie cuando la sociedad se derrumba.
No es nostalgia, sino defensa. Quien reacciona no busca restaurar lo muerto, sino proteger lo vivo. En este sentido, el reaccionario auténtico es el custodio de lo que merece ser preservado: la ley, la familia, la verdad, la propiedad, la libertad y la decencia.
Por el contrario, quienes se autoproclaman “progresistas” suelen mover a la comunidad no hacia un orden superior, sino hacia la disolución. Prometen emancipación y engendran servidumbre; prometen justicia y siembran resentimiento; prometen igualdad y destruyen mérito y esfuerzo. Se hacen llamar progresistas, pero no progresan: regresan. Avanzan hacia el caos moral, hacia la atomización social, hacia la barbarie tecnocrática.
Frente a ellos, el reaccionarismo decente no propone el retorno al pasado, sino la reconquista de la virtud. No reivindica tronos ni dogmas, sino fundamentos: la dignidad humana, la libertad responsable, el bien común, el valor de la palabra dada. El reaccionario decente no es un censor, sino un guardián del sentido.
El mal no se derrota con retórica, sino con ejemplo. Y ejemplo es aquello que transforma sin necesidad de imponerse. Por eso, el reaccionarismo decente no consiste en agitar banderas, sino en recuperar el alma moral del pueblo español, tan dañada por décadas de nihilismo, relativismo y cobardía.
Retirarse a la privacidad, refugiarse en la comodidad, apartarse del mundanal ruido —a la manera de los hobbits de Tolkien— puede parecer una tentación noble, pero no deja de ser una forma de traición. El retraimiento y el ensimismamiento equivalen a entregar el mundo al enemigo sin oponer resistencia. Las islas de pureza no salvan civilizaciones: las salvan los que luchan en el barro, los que se manchan las manos para defender lo justo.
El reaccionarismo decente no es odio ni resentimiento: es responsabilidad histórica. Es comprender que si uno no defiende lo que ama, terminará amando lo que no merece. Que si no se planta cara al mal, el mal se normaliza. Que si no se exige decencia, la indecencia se convierte en norma.
Regenerar España exige esa reacción moral. No se trata sólo de cambiar leyes o gobiernos, sino de reeducar las conciencias, de reconstruir la confianza entre los hombres, de restaurar la jerarquía de valores que durante siglos dio forma a nuestra civilización. Y eso comienza en lo íntimo: en el hogar, en el trabajo, en la calle, en el modo de hablar y comportarse.
El reaccionarismo decente no se mide por la intensidad de los discursos, sino por la coherencia de las vidas. No es una ideología de museo, sino una ética de combate. Es el reconocimiento de que el bien no se impone, pero se testimonia; que la verdad no se vota, pero se defiende; que la libertad no se proclama, sino que se ejerce con responsabilidad.
No hay regeneración nacional sin regeneración personal. No habrá España moralmente sana mientras los españoles sigan esperando que otros hagan lo que cada uno debe hacer. El deber no se delega. La patria no se salva por decreto. La libertad no se conserva sin sacrificio.
Por eso, este manifiesto es una llamada. Una llamada a abandonar el “habría que…”, a romper el hechizo del lamento y del cinismo. A comprender que el tiempo de hablar ha pasado y que ha llegado el tiempo de actuar. Que el silencio cómplice y la inacción son ya formas de colaboración con el mal.
La regeneración de España pasa por refundar la decencia. Por levantar una alternativa moral y política que agrupe a todos los españoles que aman la verdad y la justicia. Por sustituir a las élites parasitarias y los partidos que viven del engaño por ciudadanos responsables, con probada ética y experiencia, dispuestos a servir, no a servirse.
Si las actuales formaciones que se dicen de derechas —y que aseguran defender la vida, la libertad, la propiedad y la ley— continúan instaladas en la cobardía y el cálculo, será preciso denunciarlas. No con odio, sino con claridad moral, para que los ingenuos dejen de entregarles su confianza. España necesita un bloque moral de los decentes, no una suma de oportunistas.
Porque regenerar España no es sólo posible, es necesario. Pero sólo lo será si recuperamos la fe en nosotros mismos, si volvemos a creer en la virtud como fuerza transformadora, si dejamos de confundir la prudencia con la claudicación.
El reaccionarismo decente no es la resistencia de los vencidos, sino la perseverancia de los que aún creen en el bien, en la verdad y en España. Es la convicción de que, aunque el mal parezca invencible, basta una sola conciencia recta para romper el hechizo de la mentira.
España renacerá cuando sus hijos vuelvan a amar la verdad más que la comodidad, la justicia más que la corrección política, la libertad más que la obediencia servil. Cuando cada ciudadano deje de esperar que alguien “haga algo” y comprenda que el deber es suyo.
Así pues: renuncia al manoseado “habría que…” y actúa.
Súmate a quienes pretenden regenerar España. Haz frente al mal con decencia, con valor, con esperanza. Porque el mal
sólo triunfa cuando los buenos se rinden. Y los españoles, si aún queremos ser dignos de nuestra historia, no podemos permitirnos rendirnos otra vez.
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