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Juan Pérez de Mungía: «Un voto puede ser un delito»

Juan Pérez de Mungía 30 Dic 2025 - 10:40 CET
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Existen actos inconscientes nacidos de comportamientos incoherentes. No por ignorancia, sino por renuncia deliberada a la razón. Cuando una sociedad abandona los hechos y se entrega a las creencias, deja de decidir: obedece.

Las creencias sustituyen a los valores cuando estos desaparecen. Algunas son grotescas —el terraplanismo, curar el cáncer con lejía— y otras adoptan una forma más respetable, pero igual de falsa: que ciertos líderes son honrados “porque lo parecen”, que gobiernan bien “porque transmiten buen talante”. No son argumentos: son actos de fe.

En política, el pensamiento esotérico no se manifiesta con túnicas ni rituales, sino con frases huecas que reemplazan a la evidencia. La creencia sustituye al dato. El relato suplanta al hecho. Y el votante deja de razonar para creer.

Zapatero construyó consignas; Sánchez perfeccionó el mecanismo. Cambian las palabras, no el método. Ambos convierten la política en una disputa emocional donde la verdad es prescindible. Es la ley del embudo: exigencia máxima al adversario, indulgencia infinita con los propios. Y cuando la contradicción resulta insoportable, aparece el “y tú más”, el tu quoque permanente, la huida sistemática del debate racional.

Desviar la atención, cambiar de tema, “irse por los cerros de Úbeda” no es un error: es una técnica. Una práctica reiterada de una clase política que desprecia la lógica mientras se atribuye superioridad moral. “Necesito cinco días de reflexión”, “no es no”, “sí es sí”: consignas intercambiables de una ensaladera mental donde las palabras no significan nada estable, solo lo que conviene en cada momento.

Promover la incompetencia no es un accidente, es una estrategia. Un sistema basado en la lealtad personal necesita mediocridad obediente. Y no, no todos son iguales: algunos son objetivamente peores porque hacen del deterioro institucional su forma de gobierno. Un voto puede sostener una red de favores, de silencios comprados, de intercambios opacos que sustituyen la legalidad por la conveniencia.

Un voto no es inocente. Es un acto con consecuencias previsibles. Quien vota sabiendo, quien persiste pese a la evidencia, no es un ingenuo: es un cooperador necesario en términos morales. Cuando esa voluntad sostiene decisiones concretas —una adjudicación de obra pública, una ayuda a una aerolínea— la responsabilidad ética se proyecta en actos que ya no son abstractos y que pueden adquirir relevancia penal. Hay tantos ejemplos que casi bostezo.

En el escenario internacional llamamos a las cosas por su nombre: dictadores, genocidas, verdugos. En casa nos cuesta más. No hablo de diagnósticos clínicos, sino de patrones de conducta política: ausencia de responsabilidad, victimismo constante, discurso mutable según el interlocutor, indiferencia real ante el daño causado. Rasgos compatibles con una psicopatía funcional al poder: no sentir por los demás, solo por uno mismo.

Cuando alguien mantiene su adhesión ideológica ignorando hechos comprobados de corrupción estructural, deja de ser un ciudadano crítico. Pasa a ser cómplice por voluntad. Negar lo evidente no es neutralidad: es elección. Proclamar la inocencia del líder frente a una cadena de abusos no es bondad. Que nadie se engañe: la ignorancia ya no sirve como coartada.

En una democracia saturada de información, no saber es una elección. Mirar hacia otro lado es una decisión consciente. Persistir en la creencia cuando los hechos la han desmentido no es ingenuidad: es voluntad de no querer saber.

El votante que, conociendo la corrupción, la justifica; que, viendo el deterioro institucional, lo relativiza; que, escuchando las mentiras, las excusa por afinidad ideológica; no es una víctima del sistema: es su sostén.

No hablo de errores, hablo de perseverancia. No hablo de desinformación, hablo de fe. No hablo de inocencia, hablo de responsabilidad moral. Cada voto emitido sin exigencia ética legitima el abuso. Cada aplauso al relato prolonga el daño. Cada silencio cómplice amplía la impunidad.

La corrupción no se mantiene sola. Necesita creyentes. Necesita justificaciones. Necesita votantes dispuestos a sacrificar la verdad para conservar su identidad política intacta.
Y no: no todo vale. No todo es opinable. No todo es relativo.

Cuando se vota sabiendo, se participa.
Cuando se vota creyendo contra la evidencia, se colabora.
Cuando se vota para sostener un sistema corrupto, el voto deja de ser un acto cívico y se convierte en un acto de degradación democrática.

No hay neutralidad posible frente a la corrupción.
No hay inocencia en la perseverancia.
No hay absolución en la fe ideológica.

Yo acuso al votante que, sabiendo, vota corrupción: no es error, es complicidad.

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