Uno de los rasgos más persistentes del discurso progresista contemporáneo es su peculiar relación con los números. No se trata de un rechazo frontal a la estadística —que sigue siendo invocada como fuente de autoridad—, sino de algo más sutil y eficaz: el uso polilogista de los datos. Es decir, la convicción implícita de que la verdad no es universal, sino que depende del grupo social, ideológico o identitario desde el que se enuncia.
En este marco, las matemáticas dejan de ser un lenguaje común y se transforman en “matemáticas progresistas”: una aritmética flexible, narrativa, selectiva, diseñada no para comprender la realidad, sino para orientar políticamente su interpretación.
El ejemplo paradigmático: delincuencia e inmigración.
Cuando desde posiciones progresistas se afirma que “el 70–72% de los delitos en España los cometen españoles”, no se está diciendo nada falso. El problema no es la cifra, sino el marco cognitivo que se construye alrededor de ella.
Porque no tiene el mismo impacto —ni transmite la misma información— decir:
- “El 70% de los delitos los cometen españoles”
que decir:
- “Aproximadamente dos terceras partes de los delitos los cometen españoles y una tercera parte extranjeros, en un país de unos 49 millones de habitantes, donde alrededor del 13% de la población es extranjera”.
Ambas afirmaciones pueden referirse al mismo conjunto de datos. Pero no cuentan la misma historia. La primera anestesia el problema; la segunda lo hace visible.
Aquí es donde opera el polilogismo: el progresismo no niega los números, niega que exista una única forma legítima de interpretarlos. Según esta lógica, contextualizar ya no es explicar, sino “criminalizar”; comparar proporcionalmente ya no es analizar, sino “estigmatizar”.
La media verdad como técnica de gobierno
Decir que los extranjeros delinquen más no es una mentira. Es un hecho estadístico cuando se ajustan los datos por población, edad y sexo. La media mentira consiste en aislar un dato verdadero (el porcentaje absoluto de delitos cometidos por nacionales) y desconectarlo de su contexto demográfico, sugiriendo que cualquier otra lectura es ideológica o malintencionada.
Lo llamativo es que, frente a esta media mentira, la respuesta progresista dominante no es completar el análisis, sino negar el problema. Se rechaza lo único que el mensaje tiene de cierto —la sobrerrepresentación relativa— en lugar de explicarlo.
Sin embargo, el camino racional es exactamente el contrario:
- Reconocer el dato indiscutible.
- Explicarlo y contextualizarlo (estructura de edad, sexo, marginalidad, situación administrativa, integración).
- Adoptar medidas eficaces que reduzcan la delincuencia y protejan a las víctimas reales.
Pero esta secuencia exige algo incompatible con el polilogismo: admitir que la realidad no cambia según quién la observe.
Todas las víctimas, no solo las útiles al relato.
El mismo mecanismo opera cuando se seleccionan víctimas en función de su utilidad ideológica. La violencia existe con o sin resultado de muerte, y las víctimas pueden ser:
- mujeres,
- varones adultos,
- menores,
- ancianos,
- víctimas de agresiones cometidas por hombres o por mujeres.
Sin embargo, el relato dominante jerarquiza el sufrimiento y silencia sistemáticamente:
- la violencia contra varones adultos,
- los delitos en los que víctimas y autoras son mujeres,
- la violencia intrafamiliar no alineada con el esquema ideológico oficial.
No es una omisión inocente: es una reducción interesada del campo empírico, que permite sostener políticas, discursos y presupuestos previamente decididos.
El silencio informativo y la sospecha ciudadana
Cuando medios de comunicación afines al poder, sostenidos con fondos públicos, ocultan de manera sistemática el origen de los delincuentes, no están fomentando la convivencia. Están produciendo exactamente el efecto contrario: la percepción social de que se miente y de que la magnitud del problema es mayor de lo que se reconoce.
La ocultación reiterada no elimina el dato; lo convierte en sospecha permanente. Y cuando la ciudadanía percibe que se le administra una realidad filtrada, deja de confiar tanto en los medios como en las instituciones.
Japón y el mito del excepcionalismo
Incluso sociedades altamente cohesionadas, como Japón, muestran que la inmigración masiva sin filtros estrictos genera tensiones. El crecimiento sostenido de población extranjera, incluidos musulmanes, el aumento de mezquitas y la concentración de determinados grupos con altas tasas de conflictividad —como los kurdos en algunas prefecturas— desmontan la idea de que exista una inmunidad cultural automática.
Japón no es un mito edificante; es un caso empírico que demuestra que la gestión importa, y que el multiculturalismo no es una abstracción benigna, sino una política con consecuencias.
Estado, nación y responsabilidad
Conviene insistir en una distinción básica que el discurso progresista tiende a diluir:
el Estado no es la nación.
El Estado es el aparato administrativo; la nación son los ciudadanos, que tienen derecho a seguridad, a información veraz y a políticas públicas basadas en diagnósticos correctos.
Conclusión: Contar bien es conditio sine qua non para gobernar bien.
Todo depende de cómo se cuenten las cosas, pero no en el sentido relativista del polilogismo, sino en el sentido riguroso del análisis completo. Las matemáticas no son de derechas ni de izquierdas. Lo ideológico es el encuadre selectivo, no el número.
Las “matemáticas progresistas” no buscan comprender la realidad, sino administrar percepciones. Y una sociedad que renuncia a describirse con precisión termina, inevitablemente, incapaz de corregirse.
Reconocer los datos no divide; mentir por omisión sí. Y sin verdad empírica, no hay convivencia posible, solo relato.
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