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Los fines y los medios.

Europa Press 16 Jul 2011 - 13:33 CET
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MADRID, 15 (OTR/PRESS)

Como bien saben los cinéfilos -y algunos de los salpicados por el «caso Faisán» lo son-: el cartero siempre llama dos veces. La primera como advertencia política y la segunda como auto judicial. Los hechos son tan conocidos como infamantes. El auto del juez -que no prejuzga, pero valora pruebas, ordena datos, aporta transcripciones de escuchas y suma indicios-, no puede ser más revelador: el político (García Hidalgo) y los policías encausados (Pamies y Ballesteros) podrían haber incurrido en el alevoso delito de colaboración con banda armada. Un auto no es una condena, de lo que se desprende que a los tres les asiste la presunción de inocencia, pero la sola lectura de los cargos imputados es demoledora. La pregunta que se hace el personal es sí quienes dieron el chivatazo, facilitando vía teléfono la información que permitió a los etarras eludir el operativo aprestado para su detención, actuaron por su cuenta o, por abyecto que fuera el encargo, cumplían órdenes y en tal caso quién dio esas órdenes.

Recordamos bien lo que pasaba aquellos días en España. La ETA había vuelto a crear el espejismo de una tregua y el presidente Zapatero había autorizado contactos con emisarios de la banda, contactos que se llevaron a cabo en Noruega y Suiza bajo los auspicios de la Fundación «Henri Dunant». En esos días aconteció el episodio del chivatazo que impidió la caída del grupo etarra que se dedicaba al cobro del «impuesto revolucionario», la extorsión a los empresarios. Alfredo Pérez Rubalcaba acababa de llegar al Ministerio del Interior cuyo titular anterior fue José Antonio Alonso. La juez francesa que investigó el caso encontró entre las pruebas practicadas un número de móvil que pertenecía al entonces secretario de Estado, Antonio Camacho. Salvo Víctor García Hidalgo, a la sazón director general de la Policía, el auto del juez Ruz no menciona el nombre de ningún otro alto cargo de Interior.

En España la justicia es premiosa, pero acostumbra a atar todos los cabos. Es hora, pues, de dejar trabajar a los jueces. Por otra parte, como ciudadanos, tenemos derecho a pensar que debería ser el presidente Zapatero, como catecúmeno entusiasta que fue de los contactos y negociaciones con la ETA -incluso más allá del atentado de la T 4-, quien debería responde a algunos de los interrogantes que plantea este asunto. Un caso que, en definitiva, plantea el interrogante clásico acerca de los fines y los medios. ¿Dónde está el límite? Hablando, claro está, de política, no de moralidad, porque si lo planteamos en términos de moralidad, entonces, el asunto es infamante.

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